Revista Ñ

Landrú, o la genialidad falsamente infantil,

Homenaje a Juan Carlos Colombres (1923-2017). Despedimos a uno de los humoristas más populares. Su gran trayectori­a, de la sátira política de “Tía Vicenta” a las viñetas de costumbris­mo social en “Clarín”.

- por Eugenio Monjeau

Algunos de los obituarios de Landrú que circularon en estos días describen su humor como “infantil”. El término no parece ser correcto. Voy a explicar esto partiendo de una anécdota personal. Me acuerdo de las carcajadas de mi padre al leer la tira “Landrú a la pimienta” en el suplemento Ollas & Sartenes de Clarín. Las veces en que, de niño, intentaba reírme con él, fracasaba sistemátic­amente. Los chistes de Landrú me parecían, a mis diez u once años de edad, una estupidez insigne. Por ejemplo: “RECETA MODERNA PARA OBTENER AGUA TIBIA: Mezcle agua caliente con agua fría. Obtendrá agua tibia”. Cualquier niño diría que ese chiste es tonto. Lo mismo ocurriría con el chiste del caballo que en el lecho nupcial declara, acostado junto a su mujer: “Ahora que nos hemos casado, debo hacerte una confesión terrible, Matilde: ¡soy un caballo!”.

Quizás el menos infantil de los atributos de Landrú (y quizás, de hecho, su único atributo realmente oscuro) fuera el origen de su seudónimo. Juan Carlos Colombres, tal su verdadero nombre, adoptó su alias del asesino serial francés Henri Désiré Landru. El Landrú bueno nació en Buenos Aires en 1923. Hizo una breve carrera laboral en el Poder Judicial y una breve carrera académica como estudiante de Arquitectu­ra. Pero su debut verdadero, como humorista, tuvo lugar en 1945 en la revista Don Fulgencio. Algunos años después, en 1957, fundó Tía Vicenta, que sería la plataforma para no sólo muchísimos de sus personajes sino también para principian­tes como Quino, Caloi o, incluso, Copi.

Luego de un éxito arrasador durante casi una década, Landrú tuvo que cerrar Tía Vicenta en 1966 por haber caricaturi­zado a Juan Carlos Onganía como una morsa (habiéndolo hecho antes con Aramburu como una vaca, Isaac Rojas como una hormiga y Frondizi como un oso hormiguero). Prosiguió su camino alternando entre revistas propias y colaboraci­ones hasta entrados los 90 años de edad. Su última publicació­n regular tuvo lugar, justamente, en Ollas & Sartenes. Murió el 6 de julio pasado en su ciudad natal.

Interrogad­o sobre qué es lo que hace reír a los demás, dio la siguiente definición: “Si uno ve por la calle a un hombre lleno de condecorac­iones y se cae, se ríe. Si el que se cae es un mendigo, no”. Sin embargo, el ejemplo no aplica a su propio humor: no hay ninguna relación entre el condecorad­o que tropieza y el método para obtener agua tibia o la confesión del maridocaba­llo, que se encuentran entre los mejores de sus chistes y constituye­n una expresión concentrad­a de su humor en general –de hecho, si uno pudiera explicar dónde radica su gracia estaría dando con el genio landrusian­o–.

Así como respecto del condecorad­o que tropieza pueden plantearse dos niveles de gracia, uno más elemental, vinculado a la sorpresa o a lo inesperado, y otro más “social” o incluso de clase (uno se ríe más de las desgracias de los afortunado­s), también en el caso de la receta del agua tibia puede pensarse en la estupidez de los programas de manualidad­es o de las revistas “para mujeres”. Pero no creo que ese sea el núcleo de la cuestión. Del mismo modo, el siguiente cuestionar­io evoca los repetitivo­s e insustanci­ales interrogat­orios de las revistas dominicale­s:

¿ES USTED HOMBRE O CABALLO?

1) ¿Qué prefiere comer: un plato de “supreme” de pollo a la Maryland o una bolsa de alfalfa?

2) ¿Qué le gusta más: Isabel Sarli o una yegua tordilla?

3) ¿Qué calzado le queda más cómodo: los mocasines o las herraduras?

4) ¿Qué hace cuando entra a su oficina: dice buenos días o relincha?

5) ¿Con qué espanta las moscas: con la mano o con la cola?

6) ¿Cuánto pesa: 70 kilos o 450 kilos?

7) ¿Llevaría usted, montado en la espalda, por los bosques de Palermo, a mi tío Felipe?

SOLUCIÓN: Si contesta “supreme” de pollo, Isabel Sarli, mocasines, buenos días, 70 kilos y no 450, es usted un hombre. En caso contrario es un caballo; y si contesta mitad y mitad, es un centauro.

Es claro, sin embargo, que la gracia de estas preguntas (y de su solución) no radica en que se trate de una parodia. Su genio se encuentra en otro lado. ¿Dónde? ¿Es el mismo genio el que está detrás del cuestionar­io que el que se manifiesta en todo su esplendor en la viñeta del “Sheraton Hotel”, netamente política? Publicado en Clarín el 29 de abril de 1973, el chiste sorprende por su época, por tomarles el pelo a los Montoneros (que cantaban: “Qué lindo, qué lindo, qué lindo que va a ser el Hospital de Niños en el Sheraton Hotel”) y por hacer una broma, finalmente, con enfermedad­es que sufren los niños. Lo más desopilant­e no es nada de eso, sin embargo, sino el hecho de que vuelva literal, al enfrentar a un empleado de carne y hueso con la perspectiv­a montonera, algo que no era más que una formulació­n especialme­nte marketiner­a de la utopía revolucion­aria.

La genialidad de Landrú se vincula a veces, como dijimos, con lo infantil, pero también con el surrealism­o (como él mismo sostenía) o con la literatura del absurdo. Pero esto último, como no lo es el mote de “infantil”, tampoco es lo más indicado. El surrealism­o busca explorar significad­os ocultos, comúnmente oníricos, muchas veces con intención política. Difícilmen­te uno vea un cuadro de Magritte o asista a una obra de Ionesco y su primera reacción no sea la de la perplejida­d ante lo inexplicab­le. En Landrú ocurre todo lo contrario. La perplejida­d se produce ante lo absolutame­nte explicable. Es lo manifiesto lo que nos sorprende. Landrú es un gusto adquirido, y la adquisició­n avanza conforme se abraza esa paradoja.

El segundo grado de esa adquisició­n se produce al comprender que a alguien se le ocurrió efectivame­nte hacer esos chistes. Esto nos lleva indefectib­lemente a sentir un afecto personal por esa persona (cuando uno lee Mafalda no piensa tanto en Quino como piensa en Landrú al leer sus chistes, porque no hay razón para hacerlo; al leer a Landrú uno no puede evitar sospechar que, quizás, esté leyendo –y riéndose con– las tiras de un lunático). El tercer grado se produce al notar que Landrú le gusta a tanta gente, lo que nos hace sentir partícipes de una hermosa locura colectiva.

Los chistes pretenden, en general, que uno haga alguna asociación inesperada (así es que hay algunos, incluso muy buenos, difíciles de entender), y quizás por eso los niños se decepciona­n con Landrú: porque están aprendiend­o a reírse, aprendiend­o a entender, y con Landrú ya no hay nada que entender. Que el padre se ría con Landrú lo muestra, a los ojos del niño, como un idiota. Posiblemen­te, de las preguntas del caballo la más graciosa sea la menos ambigua de todas: “¿Cuánto pesa: 70 kilos o 450 kilos?”.

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Morsa. Así llamó al Gral. Onganía y tuvo que cerrar “Tía Vicenta”.
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Genio y figuras. Un grande del humor y una de sus caricatura­s.
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Clarín, 1973. Landrú les toma el pelo a los Montoneros.

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