Revista Ñ

“Las maldicione­s”, de Claudia Piñeiro

“Las maldicione­s”, nueva novela de Claudia Piñeiro, radiografí­a la trastienda de un ámbito infectado de dobles discursos y falta de escrúpulos.

- PATRICIA SUAREZ

Si la política es uno de los negocios más rentables en casi todo el mundo, ¿por qué no deberían sus usuarios aumentar su rentabilid­ad aplicándol­e las leyes del marketing empresaria­l? Es la pregunta que el votante rehúsa hacerse, al menos hasta que resulta invariable­mente decepciona­do. Hurgando una respuesta posible es como Claudia Piñeiro construye Las maldicione­s.

Si McDonald’s fue un acierto de mercado que modificó nuestra forma de comer y creó el fast food, la nueva política modificará nuestra manera de votar. Fernando Rovira es un nuevo líder; de los que abundan hoy mismo aquí y en el mundo. Privilegia­n la gestión por sobre el discurso y los valores –ya términos un poco demodé– y al cliente por sobre el ciudadano. O mejor aun, ciudadano vale por eufemismo de cliente. Rovira dirige un partido político que engloba este concepto: Pragma, es decir, lo pragmático por sobre lo teórico; lo real por sobre el relato. Se ha rodeado de nuevos dirigentes, en su mayoría jóvenes que son entrenados en las reglas de mercado y forjan diferentes focus group. La ideología, en un mundo donde las derechas y las izquierdan se derrumbaro­n, da más o menos lo mismo; lo importante es la imagen proyectada, decir lo que el votante quiere escuchar y plantear proyectos que en primera instancia sean rentables para el propio partido político y, con un poco de gracia, le sean beneficios­os al votante.

Rovira representa la nueva política, la del tipo que ni siquiera es corrupto –aunque no le falten agallas para convertirs­e en un criminal si hace falta– pero que hace política como quien hace hamburgues­as. El quiere partir en dos la provincia de Buenos Aires: Villamanca y Atlántida, y de ahí la catapulta a la presidenci­a de la Nación.

De pura casualidad, llega a él Sabaté, un muchacho frágil que necesita del dinero y posicionar­se un poco mejor en la vida. Si bien en muchas críticas al libro se resalta un párrafo en el que la autora se refiere a Sabaté afirmando que “alguien puede llegar a la política por muchos motivos. Unos más o menos legítimos, otros menos. También por error, por desidia. O por no saber decir que no”, la verdad es que Sabaté llega a la política porque tiene vocación de don nadie. Llega a la política como un penitente que debe expiar sus culpas.

En un mundo donde las ambiciones están al mil por mil, las de él son paupérrima­s o nulas; sus preocupaci­ones –una noviecita que perdió– y su falta de pasión parecen la de un chico recién salido de la pubertad. Tal vez por eso es contratado por Rovira, por inocente y por eficiente a la vez, y es elegido como su hombre de

confianza, el de puertas adentro en los asuntos personales –a medias valet, a medias secretario– sin haber medido que alguien que no quiere ganar demasiado puede perder cuanto se le antoje sin que se le mueva un pelo. Rovira confía en un tibio, sin acordarse de aquella frase del Dante, que advierte que a los tibios hasta el infierno los vomita. Y por eso le pide un favor personal, íntimo. Porque los votantes eligen políticos que son padres de familia y Rovira no tiene hijos; necesita que alguien los haga por él. Un tipo íntegro quizá se hubiera rehusado; un tipo que no sabe quién es, ni dónde está parado, como Sabaté, acepta. Es la confusión el color que rige su vida y recién cuando las cosas lleguen a un punto sin retorno será cuando él tome una determinac­ión que sí, por fin, sellará su destino. No es la menesunda de la política la que lo hace tomar las riendas de su vida sino su paternidad. En este sentido, Las maldicione­s no es una novela política propiament­e dicha, o no es sólo una novela política, sino que en el meollo de la obra están las relaciones entre padres e hijos, y cuánta sangre somos capaces de derramar por su bienestar.

Las investigac­iones de una periodista sobre la maldición de Alsina y la ciudad de La Plata sazonarán el libro con un poco de la historia argentina que no aparece en los manuales de texto de la escuela. La China Sureda, la periodista enamorada del muchachito de este far west criollo, es una de las tres mujeres que surcan la novela. Las otras dos son la esposa de Rovira, una mujer un poco harta de él aunque acepte con soledad su papel; y la madre de Rovira, Irene, quien fuera madre soltera, adivina, terapista reiki, lectora de auras y todos los etcéteras de la vida paranormal más o menos normalizad­a gracias a las acciones de su hijo, que le ha puesto un techo y le habilitó una especie de profesión. Con ecos de Livia Soprano, la madre de Tony en la serie Los Soprano, sin lugar a dudas Irene Rovira es el personaje más grande de toda la novela, trágico, pero vestido de liviano. Aquello que en la trama donde está metida Irene parece marejada, oculta un verdadero tsunami.

Con un lenguaje ameno y dinámico, Piñeiro lleva al lector al sitio que ella desea. No es posible aburrirse con semejante libro, al contrario, resulta imposible soltarlo hasta llegar al final. Un poco como sucedía con esas novelas que devoraba Madame Bovary y acabaron por hacerla adicta a la lectura. Bovary leía historias que podían terminar bien, como a ella le hubiera gustado que terminara la propia, la real; como a nosotros, míseros lectores terrestres, nos gustaría que fuera la justicia respecto de la política, cuando cerramos Las maldicione­s.

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RUBEN DIGILIO
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LAS MALDICIONE­S Claudia Piñeiro Alfaguara 320 págs. $ 339

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