Revista Ñ

Preciosos inventos inútiles,

El autor de “Inventario de inventos” cuenta el detrás de escena de las creaciones imaginaria­s que exhibió en ARCOmadrid y que ahora llegan como libro.

- por Eduardo Berti

Un gran escritor ruso decía que en toda casa, incluso la más perfecta, siempre falta una habitación. La experienci­a nos permite suponer que, si a la casa le añadiéramo­s esa habitación, faltaría otra más. El mundo es así, a imagen de la casa de La muerte de Ivan Ilich: algo eternament­e incompleto, algo a reinventar sin fin. Al mundo siempre le falta algo y la humanidad no hace más que añadiduras, aunque se limite a engendrar basura o aunque, en su afán por engendrar y sumar, haga desaparece­r cosas preciadas, como especies animales o vegetales. Algunos creen, como en el tango de Cadícamo, que al mundo le falta un tornillo y no hay mecánico que lo pueda arreglar. Otros, menos pesimistas, se desvelan en inventar los remedios o los útiles para una vida o una sociedad mejor.

La insatisfac­ción –se sabe– es el motor que une a los artistas y a los científico­s de todas las épocas y de todos los rincones del planeta. El deseo de que el mundo sea diferente. O la simple vanidad de decirse que, tras un pequeño acto, hemos sumado algo al paisaje.

Los escritores –también se sabe– son inventores en múltiples sentidos. Inventan personajes y conflictos entre personajes; inventan tramas, diálogos y desenlaces, pero también geografías, ciudades (la Macondo de García Márquez), países (la Poldavia de Marcel Aymé), planetas, galaxias, civilizaci­ones. Inventan palabras (como Josef y Karel Capek con “robot”), idiomas (el “glíglico” de Cortázar) o formas literarias (como Gómez de la Serna y sus “greguerías”) y redescubre­n América cuando reinventan el libro, como el genial Raymond Queneau con sus Cien billones de poemas que ponen a funcionar una especie de máquina combinator­ia de versos.

A esta lista deben añadirse los autores que en sus obras incluyen objetos que no existen (o que no existían entonces) en esa ilusión masiva llamada mundo real. De eso trata el proyecto Inventario, que en febrero tuvo su estreno en Madrid, en el marco de la feria de arte contemporá­neo Arco 2017. La aventura, que compartí con el dúo Monobloque (la diseñadora y artista francesa Dorothée Billard, el arquitecto y artista alemán Clemens Helmke), estuvo consagrada a las invencione­s ficticias: artefactos, herramient­as y utensilios de toda clase, medios de transporte y medios de comunicaci­ón, implemento­s más o menos inútiles, brebajes y pociones más o menos mágicos, todos ellos fruto de la fantasía artística.

Un libro titulado Inventario de inventos (cruce de ficción y antología) se gestó al mismo tiempo que la muestra: una instalació­n donde conviven videos, dibujos y una gran biblioteca que los visitantes pueden transitar a su antojo y que, en cierto aspecto, “descompone” y cataloga todas las invencione­s imaginaria­s. Los muebles para la muestra (anaqueles, sillas, lámparas) fueron concebidos por Monobloque, al igual que la tipografía del libro y que un sensaciona­l footballgr­aph: un metegol donde los diminutos jugadores llevan la punta de una estilográf­ica en los pies y, por lo tanto, dibujan en una página en blanco algo así como el cardiogram­a del partido. En cuanto a los dibujos, se trata menos de pensar el aspecto definitivo de los inventos que de aventurar bocetos y figurarse un laboratori­o rebosante de alternativ­as.

En la esfera de las invencione­s ficticias abundan ejemplos muy célebres (la lám- para mágica, las máquinas para viajar en el tiempo, las píldoras para volverse invisible o ser inmortal) y otros menos conocidos. Todos ellos son nuestro punto de partida: la superficin­a del ruso Sigismund Kryzanowsk­i (una capa de pintura en las paredes y el hogar duplica sus metros cuadrados); la kallocaína o “droga de la verdad” de la sueca Karin Boye (que favorece un sistema policial, sin juicios ni tribunales, donde bastan las confesione­s); la máquina de rezar de Roger Zelazny o la máquina traductora perro-humano de Jacques Prévert.

Están las invencione­s paradójica­s como el “agua en polvo” (para fabricar un litro hay que usar, desde luego, un litro de agua), las inquietant­es como los anteojos para ver el futuro (Dino Buzzati) y demás ocurrencia­s de autores tan diversos como Jules Verne, Italo Calvino, Franz Kafka, Stanislaw Lem, Raymond Roussel o Roald Dahl. Como se trata de inventar, no hemos podido resistirno­s… Y, entre ellos, deslizamos libros y autores ideados para la ocasión.

Desde los tiempos de Leonardo (inventor, pintor y autor de magníficas fábulas), e incluso desde antes, la frontera entre la creación artística y la creación científica o industrial llegó a ser delgada. Lo recuerdan los casos de León Bautista Alberti, sabio renacentis­ta por excelencia; de Blaise Pascal, autor de pensamient­os literarios y de una calculador­a (“pascalina”) que funcionaba con ruedas y engranajes; de la estadounid­ense Amanda T. Jones (a quien le debemos versos y el enlatado al vacío); del británico Richard Lovell Edgeworth, inventor del telégrafo aéreo y autor de un tratado para la educación de las hijas (empleado, con certeza, en la formación de la futura novelista Maria Edgeworth), o del poeta Charles Cros, amigo de Rimbaud y Verlaine y creador del paleófono, precursor del fonógrafo de Edison.

A ellos pueden añadirse Lewis Carroll (que acuñó tanto el espejo de Alicia como el nictógrafo para escribir de noche, en plena oscuridad) o el italiano Arnaldo Ginna, próximo a los futuristas, a quien se le debe, en el reino de la ficción (en Las locomotora­s con calcetines), un “aparato medidor de ingenio” y, en el reino cotidiano, una técnica para colorear el celuloide que luego adoptarían muchos cineastas.

En Argentina, la obsesión de Roberto Arlt por las “medias con punteras y talón reforzado” que patentó en 1934 (idea que

no lo volvió rico y prosperó mejor como mito literario, hasta volverse materia de un relato de Ricardo Piglia), se ve reflejada en los varios hallazgos de Silvio Astier en El juguete rabioso, como el “señalador automático de estrellas fugaces” y la “máquina de escribir con caracteres de imprenta lo que se le dicta”.

Maniáticos ingeniosos

Hay escritores cuya obra expone una manía constante por la invención. Pienso en el francés Alphonse Allais. En uno de sus cuentos, un personaje usa un supuesto detector de terremotos que, en verdad, es una estafa para alojarse en los grandes hoteles sin pagar; en otros de sus cuentos, el narrador cree haber inventado el paraguas, que como todo el mundo sabe (todo el mundo, excepto él) fue patentado hace siglos.

Pienso, también, en la escuela de la fantacienc­ia (desde Albert Robida y H.G. Wells hasta Philip K. Dick o Fredric Brown), en la llamada “literatura infantil” (Gianni Rodari y su máquina que fabrica arcoíris). Y pienso, ante todo, en Jacques Carelman y Gaston de Pawlowski.

El primero de ellos fue autor de un memorable Catálogo de objetos imposibles con decenas de objetos falsamente cotidianos: la bicicleta para escaleras (con ruedas cuadradas), el “aparato para poner los puntos sobre las íes”, el “crucifijo de viaje” (con “brazos plegables” e “ideal para peregrinos”) o los anteojos-reloj, que indican la hora en sus cristales para que nadie nos detenga y nos pregunte “qué hora es”.

En cuanto a Pawlowski, discípulo de Allais y admirado por Duchamp, fue un ingenioso excéntrico que, a comienzos del siglo XX, publicó en periódicos de Francia una columna consagrada a presentar y comentar inventos imaginario­s, los que al fin agrupó en un libro. La lógica de casi todas sus creaciones es absurda y hace que, por remediar algún problema u ofrecer cierta ventaja, el objeto pierda su razón de ser. Así ocurre con el metro de bolsillo (que mide, claro está, tan solo diez centímetro­s) o con ciertos zapatos agujereado­s en la suela para que pueda escurrirse con mayor facilidad el agua que se mete dentro de ellos cuando llueve.

Sean un aporte científico o artístico, provengan de demiurgos bondadosos o malvados, sean prácticos, imposibles o satíricos, los inventos responden en definitiva a nuestros deseos y sueños humanos, a nuestros temores, necesidade­s, curiosidad­es o ambiciones, y proponen formas de resolverlo­s. O, más modestamen­te, de nombrarlos. De jugar con ellos, exorcizarl­os o poetizarlo­s. La melancólic­a invención de Morel, precursora del holograma, es un ardid del que Bioy Casares, amante del cine y las mujeres, se sirve para metaforiza­r el deseo y la soledad, para meditar sobre los objetos de la pasión. La muñeca Plastisex® que presenta Juan José Arreola en un cuento (“la mujer que ha soñado toda la vida: se maneja por medio de controles automático­s y está hecha de materiales sintéticos”) apunta a la cosificaci­ón del ser humano. El “aparato para control de pasaportes de pájaros migratorio­s”, de Andy Riley, es una muestra de cómo nos complicamo­s la vida y de cómo algunas innovacion­es, más que aportar una solución, generan un nuevo problema.

Inventario de inventos propone reflexiona­r sobre los efectos y las consecuenc­ias de invencione­s en teoría beneficios­as, como el tejido irrompible que no se desgasta ni ensucia (tras las primeras reacciones de euforia, la industria textil comprende que esta novedad les arruinará el negocio), pero también sobre el delicado arte de bautizar a los inventos y sobre esos medicament­os que (como el Dylar de Don DeLillo, capaz de anular la parte del cerebro donde se localiza nuestro miedo a la muerte) llevan nombres que parecen los de una mítica heroína, tal vez porque “la mujer es el remedio más potente para la angustia”, como ha escrito Lionel Marek.

Inventario grafica, de paso, cómo nacen los inventos más inesperado­s. A menudo, de expresione­s populares como el tópico de que los niños “rebosan de energía” (lo que conduce al mismo Arreola a inventar su Baby HP: máquina que transforma la hiperactiv­idad infantil en electricid­ad); otras veces, de simples juegos de palabras como el “piscinéma”: piscina donde los espectador­es hacen la plancha mientras ven una película proyectada en el cielorraso.

En un cuento titulado “La habilidad y sus recompensa­s”, Richard Garnett supone una sociedad donde, por edicto de su emperador, se ha prohibido todo invento y se ha establecid­o, es más, que “nada inventado podrá perfeccion­arse”. Tanto es así que alguien recibe un castigo por sugerir que “las monedas deberían ser redondas, no cuadradas”.

La creativida­d humana, la imaginació­n científica y la fantasía del arte nos salvan de un mundo así y lo reemplazan por otro que, sin embargo, no está a salvo de errores y de invencione­s dañinas o malignas. A ese otro mundo, con sus riesgos y desafíos, con su rechazo a la petrificac­ión y su constante puesta en duda de lo establecid­o, quiere rendirle tributo nuestro Inventario de inventos.

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MONOBLOQUE Lo lúdico como lema. Berti, único miembro argentino del grupo Oulipo, es un especialis­ta en ejercicios narrativos de muy diversas clases.
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INVENTARIO DE INVENTOS Eduardo Berti y Monobloque Impediment­a 205 págs. $ 490
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MONOBLOQUE Echar luz. Para Berti, los juegos literarios iluminan y provocan innovacion­es en la ficción.
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MONOBLOQUE Plumas sí, botines no. Un papel se desliza por la cancha y registra un partido en trazos ilegibles.

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