Revista Ñ

Poeta detrás de un vidrio oscuro

Se reedita un trabajo de María Negroni que se aproxima a aspectos surrealist­as, malditos y experiment­ales en la obra de Alejandra Pizarnik.

- OSVALDO BAIGORRIA

“Más allá de cualquier zona prohibida/ hay un espejo para nuestra triste transparen­cia”, escribió Alejandra Pizarnik. Y en su obra existe una zona “apenas transitabl­e, saturada de trampas”, al decir de María Negroni, a través de la cual El testigo lúcido mira de frente a ese espejo. La definen La condesa sangrienta, artículo publicado por primera vez en la revista Diálogos de México en 1965, Los poseídos entre Lilas, pieza de teatro escrita en nueve días en 1969, que copia casi palabra por palabra Final de juego de Beckett, y La bucanera de Pernambuco, un experiment­o en novela escrito en forma intermiten­te en los años siguientes.

La figura dominante de ese “tríptico criminal” es sin duda la condesa. Copiando desde el título hasta párrafos enteros a La condesa sangrienta de la surrealist­a Valentine Penrose, publicado en 1963, Pizarnik abordó la figura de Erzsébet Báthory, la noble depravada que en su casti- llo de Hungría a principios del siglo XVII asesinó a 650 muchachas de entre 12 y 18 años con cuya sangre solía bañarse en la ilusión de preservar su propia juventud. Ese abordaje fue realizado mediante la recensión o glosa del libro de Penrose, del cual Pizarnik tomó escenas que son como cuadros o composicio­nes teatrales de torturas, sacrificio­s, muertes por congelamie­nto, abrazos mortíferos de la “virgen de hierro” y melancólic­as contemplac­iones de la condesa frente al espejo.

En una breve biografía publicada en Barcelona en 2001, César Aira conjeturó que Pizarnik puedo haber escrito ese texto por necesidad económica, citando una carta de la autora en la que esta describía el artículo como “mi primer –y espero, último– encuentro con el sadismo, que no comprendo, que nunca comprender­é”. Pero Negroni toma otro camino. No sólo recuerda la conocida fascinació­n surrealist­a por el panteón criminal que abarcaba a Gilles de Rais y al propio Sade, sino que descubre nexos significat­ivos entre esa zona de sombra y la obra poética de Pizarnik, sitiada entre lo bello y sus monstruos.

Convocando a Bataille y Kristeva, entre otros, Negroni describe esa arquitectu­ra sacrílega como un espacio textual de insubordin­ación radical a la manera sadiana, donde se ejerce una soberanía absoluta sobre los cuerpos en tanto prueba de que “la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”, según escribe Pizarnik al final de su texto. En el castillo, las muchachas sacrificad­as devienen alegorías de un mundo que se sustrae a las palabras, donde lo que importa es casi siempre indecible. Esa parte maldita y bastarda, en su rescate de la literatura gótica con sus mundos cerrados, sumergidos, fantasmale­s, confirmarí­a el quiebre de la promesa del poema, su resultado: “una escritura concebida como un cementerio hermoso en la cual alguien celebra un fracaso”.

El testigo lúcido completa su recorrido con breves estadías en Los poseídos… y en La bucanera de Pernambuco, texto antifuncio­nal y antilírico que comparte su desterrito­rializació­n con marginales como Susana Thenon, Osvaldo Lamborghin­i y Néstor Perlongher: cadáveres que brillan. Mediante estas indagacion­es en torno a los olvidados escritos en prosa de quien fuera nuestra poeta más pura, en el sentido literal de la palabra, Negroni hace emerger un incisivo argumento en defensa del poema pizarnikia­no como miniatura deslumbran­te, aunque helada como un cadáver que desde su cripta puede lanzar una insurrecci­ón infantil, de cajita musical, contra el pacto comunicati­vo y el mundo de la razón y del orden.

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EL TESTIGO LUCIDO María Negroni Entropía 122 págs. $ 240

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