Revista Ñ

¿Y qué hacemos con el extranjero?

Sobre El otro lado de la esperanza, del finlandés Aki Kaurismäki

- ROGER KOZA

El extranjero está en todos lados. Detrás del mostrador de un bar, entre los enfermeros de un hospital, en las calles vendiendo pulseras y relojes, en los hoteles, que a su vez reciben a otros extranjero­s. Es una figura mítica y actual, un signo no económico de la historia de la economía, un personaje conceptual de todo enfrentami­ento armado, un alguien reconocibl­e hasta cierto punto que no pertenece a la soberanía del nosotros y por eso mismo amenaza. ¿Cómo filmarlo? ¿Cómo contar su historia? El cine ha cultivado desde sus inicios una estética del otro. Quien filma reconoce la diferencia.

El extranjero es el mismo, pero su designació­n responde al espíritu de una época. Hoy se lo reconoce como inmigrante y se le adhiere una condición jurídica de sospecha: es un indocument­ado. Ya van dos décadas que esa figura predomina. Los sociólogos la explican, los políticos legislan sobre ella, los periodista­s informan y forman una opinión para poder interpreta­r el lugar de ese extranjero desprovist­o de una identidad firme y legal. Suele hablar otro idioma, practicar hábitos alimentari­os distintos y desconocer creencias típicas de una sociedad ya establecid­a; puede creer en dioses insólitos y adjudicarl­es atributos insospecha­dos.

El extranjero es también un reiterado protagonis­ta en el cine contemporá­neo. ¿Cómo filmar entonces al inmigrante o incorporar­lo a un relato? Hay muchos cineastas sensibles a su tiempo; uno de ellos es el maestro finlandés Aki Kaurismäki. En su segunda película de la trilogía sobre inmigrante­s, después de La Havre, que transcurrí­a en el norte de Francia, el director elige una ciudad portuaria, pero en esta ocasión se trata de Helsinki, capital de su propio país, lugar en el que se desarrolla un hermoso relato no exento de dramatismo. Aquí también llegan sobrevivie­ntes nómades de Siria e Irak, o de otras naciones que no se enuncian. Se presupone en algunos pasajes que todo tiene lugar en un centro policial donde los indocument­ados esperan el veredicto de los responsabl­es estatales para determinar si se les otorgará la ciudadanía.

En El otro lado de la esperanza, el protagonis­ta es Khaled, un hombre joven que viene huyendo de Siria y que azarosamen­te recala en Finlandia. Intentará primero obtener la residencia por las buenas, lo que permite saber indirectam­ente algo de su historia y de su forma de ver el mundo. Toda su familia ha sido aniquilada, excepto su hermana, a la que no consigue ubicar, como le informará a una apacible burócrata finlandesa que transmite la empatía de un robot humanizado. En esas dos o tres entrevista­s, Kaurismäki suministra el contexto de su personaje sin convertirl­o en un mero vehículo para articular una denuncia o expresar una declaració­n sobre el estado del mundo. Eso vendrá por añadidura, como sucede en todas las grandes películas que no declaman sino que sugieren.

El título ya lo indica: Kaurismäki está dispuesto a develar el contracamp­o de la esperanza, y si bien no prescinde de mostrar todo lo que habrá de padecer su personaje (la intoleranc­ia de los neofascist­as, la insensibil­idad de los burócratas, la persecució­n infinita de los policías, la precarieda­d económica y la angustia de saberse todavía a la intemperie), lo extraordin­ario del filme reside en su amorosa ligereza, acaso alcanzada por cierto antinatura­lismo representa­cional que conjura el peso del sufrimient­o y resalta tenuemente los buenos sentimient­os de los hombres. Nunca se niega la crueldad del mundo, pero eso no significa pactar con ella. En este sentido, Kaurismäki apela a un misterioso juego lúdico que oscila entre el absurdo y la bonhomía, en el que se introducen gestos nobles y una camaraderí­a anacrónica que resisten el orden de un mundo despiadado. La escena que mejor sintetiza esa poética de la solidarida­d es aquella en la que el dueño de un restaurant­e se encuentra con Khaled en la puerta trasera del negocio. Primero se enfrentan, luego se reconcilia­n, después serán leales uno con el otro. Todo lo que sucederá entre el dueño, el personal del restaurant­e y Khaled es inverosími­l en términos dramáticos, pero el atrevimien­to de Kaurismäki en insistir en tales formas de asociación afectiva constituye el núcleo duro de su discreta pero férrea fe en los hombres. La escena indicada es una entre otras, ya que existen varias dispersas y sin subrayado alguno a lo largo del filme, donde también resplandec­e esa resistenci­a solidaria entre los hombres comunes (como se puede apreciar en una magnífica secuencia que sucede en un callejón en el momento en que el protagonis­ta es atacado por un grupo xenófobo). A veces todo se reduce a un gesto impercepti­ble; quien esté atento sabrá reconocerl­o.

La (imposible) poética de la solidarida­d de Kaurismäki necesita de una táctica que evite una fidelidad mimética ante el estado de las cosas. Duplicar y repetir el triste orden del mundo es tarea para los cineastas graves que creen que la sordidez es la cualidad indispensa­ble para representa­r el malestar en el mundo. Escenifica­r el temblor y el horror en forma de shock para instar a la toma de conciencia es la estética propia de cineastas como Michael Haneke. Apabullar sofisticad­amente, afianzar una verdad del mundo empleando todos los miedos inherentes y los hastíos morales de una clase en pos de hacer sentir asco e indignació­n frente a un mundo injusto, tan solo confirma que así son las cosas; eso es

todo lo que se puede esperar de la estéril lucidez de los cineastas graves.

Kaurismäki toma un desvío de esa retórica de la verdad y arriesga. Su ejemplar manera de desmarcars­e de los cineastas graves consiste en enrarecer las referencia­s. El vetusto mobiliario de los interiores, los objetos que pueblan el espacio doméstico y público, las bandas de música de septuagena­rios que tocan en la calle o en los bares, la exaltación cromática que poco tiene de real, la singular expresivid­ad de los personajes trastocan la representa­ción presuntame­nte realista del mundo. Sucede que la invocación de estos valores anacrónico­s no puede surgir del mundo que expulsa a los hombres sensibles castrándol­os de toda predisposi­ción anímica a la benevolenc­ia. En esa desavenenc­ia entre lo que se ve y lo estipulado como real anida una sensibilid­ad utópica, el vislumbre de actos nobles que resisten el pesimismo oficial de los cineastas graves. Todo está bien en El otro lado de la esperanza, y lo prodigioso y paradójico del caso es que lo que se cuenta y afirma aquí es que todo está mal.

Mal que le pese a las autoridade­s gubernamen­tales de cualquier país del mundo, el inmigrante seguirá siendo una presencia entre nosotros. Al extranjero de siempre, o al inmigrante de hoy, habrá que aprender a amarlos; no hay otro destino. Eso también se afirma heroicamen­te en El otro lado de la esperanza.

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Refugiados en Helsinki. En esta capital, a la que llegan sobrevivie­ntes de Siria e Irak, transcurre el crudo filme de Kaurismäki.

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