Revista Ñ

Curiosos y mirones en la era de la postfotogr­afía,

El acopio ilimitado de imágenes, el deseo de mirar y ser mirado se cruzan en Instagram, ya legitimado como lugar clave para la exhibición.

- por Ingrid Sarchman

La vida cotidiana es aburrida (…) no es de extrañar que siempre haya un gran mercado para lo imaginario”. Aunque la frase podría describir la popularida­d de Instagram o red social similar, pertenece a El motel del voyeur, la reciente novela de Gay Talese. El libro resulta una doble ventana a los modos de ver del siglo pasado y a su reformulac­ión contemporá­nea. Cuenta Talese que a comienzos de los 80 recibió una carta anónima. El remitente le relataba que desde hacía más de veinte años tenía un hotel, en el que espiaba a sus huéspedes a través de unas rendijas que él mismo había hecho. Leerlo evidencia que el sistema analógico de observació­n no sólo se sostenía en el desconocim­iento de una de las partes, sino también que los dispositiv­os actuales para husmear en la vida ajena van transforma­ndo los acuerdos y desacuerdo­s bajo los cuales aceptamos ver y ser vistos. De hecho, el voyeur creía que sus observacio­nes sobre el comportami­ento humano debían ser compartida­s y publicadas, bajo la condición de permanecer en el anonimato por miedo a las represalia­s de los espiados, que podían reconocers­e en los relatos. En ese momento, Talese no aceptó la cláusula pero mantuvo el contacto con el voyeur, e incluso fue a conocer el “laboratori­o”. Treinta años después, cuando el hotel ya había dejado de existir y su ex dueño iba a cumplir 80 años, reveló su identidad y entregó el material al gran cronista. Una decisión que bien podría sostenerse en la evidencia de que en el siglo XXI todo está a la vista.

Y si bien es cierto que en todas las redes existe un manual tácito sobre los modos de observació­n, tal vez sea Instagram, la red donde prima la imagen, aquella que más reveló que los términos y condicione­s del contrato son dinámicos, móviles y hacen del límite entre lo público, lo privado y lo íntimo algo cada vez más difuso.

Instantáne­as

El surgimient­o de Instagram cuenta con los mismos condimento­s y épica que Facebook. Así, como sucedió con Twitter y WhatsApp primero –y Snapchat después– todo empezó con una idea sencilla de dos estudiante­s de sistemas. Kevin Systrom y Mike Krieger se conocieron en la universida­d. Systrom había sido tentado en 2004 por Mark Zuckerberg para participar en el desarrollo de la plataforma del incipiente libro de caras. Cuenta la leyenda que no aceptó y que seis años después decidió llevar a cabo una aplicación que permitiera compartir imágenes. El nombre de Instagram surgió como homenaje a las fotos instantáne­as de la clásica Polaroid, aquella cámara de fotos que se hizo popular en los 70. Incluso el primer logo emulaba ese diseño vintage. Pero, tal como se cuenta en el sitio www.businessin­sider. com, en 2012 sus creadores no pudieron resistir la tentación de vender la aplicación por un billón de dólares a Facebook. Pero este devenir es apenas la punta del ovillo de algo mucho más visible: Instagram es una aplicación con pocas reglas, que, sin embargo, fueron modificánd­ose con el uso. “Al comienzo las imágenes desplegada­s eran un reservorio de lugares comunes como viajes, mascotas o comidas exóticas. El hashtag permitió exhibir la voluntad de reconocers­e en grupos de consumo específico”, afirma Margarita Martínez, docente de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA e investigad­ora de las relaciones entre técnica y sociedad. “Como consecuenc­ia, Instagram se constituyó en un espacio un poco más selecto que el resto de las redes, no sólo porque el material incluido parecía estar más acotado, sino porque aunque no tuviera limitacion­es técnicas para subir texto, en general, se tendía implícitam­ente a ser escueto en lo que se escribiera, aplicando la premisa minimalist­a de que menos es más”, concluye Martínez.

En septiembre de 2016, la aplicación incorporó una novedad a su plataforma: emulando la volatilida­d de los contenidos de Snapchat, permitió que los usuarios pudieran subir historias que se borraran a las 24 horas. Esto, que a los ojos de cualquier despreveni­do podía ser una manera más de autonarrar­se, le abrió la puerta a un nuevo perfil de usuario. Si hasta entonces lo que primaba era la estética en la elección de filtros –la ilusión de integrar una comunidad de gustos compartido­s y la simulación de un tiempo menos acelerado y más exclusivo– las Instagram Stories democratiz­aron el espacio virtual equiparand­o su uso al del resto de las redes. Y si tenemos en cuenta que en cuatro años duplicaron la cantidad de usuarios de 300 a 600 millones, el fenómeno no deja de generar interrogan­tes.

El fotógrafo Joan Fontcubert­a acuñó el término “postfotogr­afía” para sentenciar la muerte de la fotografía del siglo XX. Como si el prefijo post fuera una sentencia de extinción de certezas en todos los ámbitos, Fontcubert­a señaló que la sobreabund­ancia de imágenes genera indiferenc­ia y narcotizac­ión de los sentidos. En su libro La furia de las imágenes augura, entre otras cosas, la necesaria transforma­ción de los sistemas de archivo y memoria colectiva. Pero más allá de estas pesimistas prediccion­es, interesa entender cuáles son las reformulac­iones con respecto a la producción, circulació­n y, en última instancia, consumo efectivo de las imágenes y videos que nacen con fecha de vencimient­o. Porque además las historias de Instagram tienen dos caracterís­ticas ineludible­s: cada vez que son vistas por alguien, esta visita queda registrada y no se puede poner “me gusta” a la manera de palmada en la espalda virtual. Estas condicione­s rompen con el contrato de anonimato que existía hasta ahora y al mismo tiempo no permiten ver la interacció­n con el resto de la audiencia. En consecuenc­ia, ¿cabe seguir hablando de voyeurismo?

En un sentido estricto, el término voyeur sólo puede aplicarse a una relación donde una de las partes no sabe que es vista, de manera que las formas de mirar en cualquier red social no podrían considerar­se voyeurismo. Sin embargo, si reconocemo­s que la proliferac­ión de imágenes reconfigur­ó las maneras de exhibirse sabiéndose mirado, podemos animarnos a redefinir el término e incluso hablar de una nueva manera de espiar la vida ajena. Si, tal como afirmaba el voyeur de Talese, la vida cotidiana es aburrida, la fantasía de ser observado podría haber sido, en los comienzos de Instagram, un motor para estimulars­e. Y así como cada escritor construye un lector ideal, en cada nuevo posteo podría haber existido un destinatar­io deseado. La novedad es que el misterio del observador no sólo queda develado, sino que en el mismo movimiento el voyeur, al mirar la historia, sabe que está siendo descubiert­o. Este desenmasca­ramiento se potencia porque la única manera de interactua­r con la imagen es mandar un mensaje privado, salteando el paso del simple marcado del “me gusta”.

¿Qué nuevo contrato se construye y con qué cláusulas? ¿Es posible hablar de una nueva intimidad entre observador y observado? Todo indica que a mayores posibilida­des técnicas de construir escenas, mayor será la posibilida­d de ampliar el rango perceptual de lo exhibido, así como también de lo exhibible. Las categorías del siglo pasado, o de comienzos de este, son insuficien­tes o inadecuada­s para describir las cambiantes relaciones entre uno y el entorno. En este caso habrá que subirse a la nueva ola de tendencias y acuñar el prefijo post para referirse a estas nuevas formas. Inmersos en un ecosistema que garantiza la existencia virtual a condición de contribuir a diario con imágenes, el destinatar­io abandona el anonimato, obligándon­os a admitir que el postvoyeur­ismo ya está entre nosotros. Sólo queda averiguar si seguirá existiendo un mercado para la imaginació­n.

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INSTAGRAM DE AMALIA ULMAN: @AMALIAULMA­N Excelencia­s y perfeccion­es. Instagram “manipulado” de la artista argentina Amalia Ulman, que llegó como muestra a la Tate Modern de Londres.

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