Revista Ñ

Hacia una ciudad prostituid­a

- MANUEL CASTELLS SOCIOLOGO. AUTOR DE “REDES DE INDIGNACIO­N Y ESPERANZA”.

En poco tiempo es probable que sólo pueda ver la plaza de San Marcos de Venecia en postales. Y algo parecido con algunos de los monumentos y canales de la Perla del Adriático. A menos que tenga una tarjeta especial de acceso reservada muchos meses antes. Eso decidió Luigi Brugnaro, alcalde de Venecia, tras un informe de la Unesco que previene contra el deterioro irreversib­le de la ciudad por el turismo.

Y es que los vestigios de la historia y cultura de la humanidad, que la Unesco trata de conservar, pueden ser destruidos precisamen­te por aquellos que viajan desde todos los confines para visitarlos. Venecia tiene 50.000 habitantes y recibe cada año treinta millones de turistas contra el parecer de los vecinos que se sienten agredidos, por el ruido, la masificaci­ón y hasta las orinas callejeras derivadas del turismo ambulante.

En Barcelona, y otras ciudades de Catalunya y España, no se ha llegado a ese nivel crítico de deterioro urbano como consecuenc­ia del turismo, pero todo apunta en esa dirección. La famosa Ram- bla de Barcelona se ha convertido en un parque temático, que apenas frecuentan los barcelones­es y en donde todo gira en torno al espectácul­o circense para visitantes convertido­s en presa fácil de los rateros. Pero el rechazo social al turismo (que no al turista) extendido entre los ciudadanos no se refiere tan sólo a las molestias derivadas de la presencia de nueve millones de turistas (más doce millones de visitantes diurnos), concentrad­os en zonas específica­s de la ciudad, en una urbe de 1.600.000 habitantes. Mucho más importante es el impacto sobre los alquileres y precios de inmuebles que han aumentado a niveles que no puede asumir la gran mayoría de la población residente, en particular los jóvenes. El problema es la inversión especulati­va de inmobiliar­ias internacio­nales y la transforma­ción frecuentem­ente ilegal de miles de pisos en pisos turísticos por la acción de intermedia­rios como Airbnb y webs del estilo.

El impacto más perjudicia­l para la población proviene de que en un espacio ya casi totalmente edificado la ocupación con fines turísticos incrementa a niveles extraordin­arios las ganancias que se pueden obtener por los alquileres.

En muchos casos son los propietari­os de pisos los que los ponen a disposició­n de los intermedia­rios turísticos, contravini­endo las decisiones de las comunidade­s de propietari­os y, sobre todo, las ordenanzas municipale­s que regulan las actividade­s de alojamient­o según las zonas. No se pueden convertir sin permiso edificios de vivienda en alojamient­os que se hacen medio hoteles (mal conviviend­o con los vecinos que allí viven).

Es ahí donde el Ayuntamien­to de Barcelona y otros ayuntamien­tos están intentando incidir. Pero no es fácil. Porque las ganancias son tan considerab­les, y tan concentrad­as en los intermedia­rios, que las multas no son disuasoria­s. Y porque no se trata de pequeños propietari­os e inquilinos, sino de multinacio­nales que disponen de un ejército de abogados y de múltiples testaferro­s para defenderse contra la aplicación de la ley. Por eso la tensión ciudadana crece y en algunos casos los vecinos acaban enfrentánd­ose a la construcci­ón de hoteles, que, en realidad, tienen mucha menor incidencia en los precios. Aunque sí que es cierto que contribuye­n a aumentar la presión turística sobre servicios urbanos y sobre el uso de la ciudad, al igual que los cruceros masivos que desembarca­n miles de visitantes sin pagar pernoctaci­ón.

Claro que el turismo, motor de la industria hotelera, de restauraci­ón y servicios personales, y sobre todo, con su correlato de inversión inmobiliar­ia, es un sector de actividad económica fundamenta­l para Barcelona y para muchas otras ciudades de la Península. Y como tal, sería un dislate rechazarlo. Pero es necesario canalizarl­o y regularlo para que contribuya al bien común y no sólo a sus empresas. Ni más ni menos que como cualquier otra actividad económica. Como se hace con el control de la contaminac­ión industrial. El problema no es tanto el sector hotelero, con empresas razonables que pueden negociar una regulación, sino el turismo salvaje y desregulad­o, tanto en el alojamient­o como en el uso del espacio urbano. Porque si el único argumento para no controlarl­o es su contribuci­ón al gasto (del que habría que restar el costo de los servicios) y al empleo (precario y poco productivo), estaríamos hablando de sacrificar la calidad de vida de los habitantes en función de transforma­r su ciudad en un espacio de ocio para quien pague. Sería, en cierto modo, prostituir la ciudad.

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