Revista Ñ

Morir y arder en Varanasi, la ciudad sagrada de la India, por Matías Capelli

En la India, los adelantos tecnológic­os, la sociedad de masas y el desarrollo industrial no implicaron seculariza­ción como demuestran los ritos mortuorios, enraizados en el pasado más remoto.

- MATIAS CAPELLI PERIODISTA, DOCENTE Y GUIONISTA, ES AUTOR DE “FRIO EN ALASKA” Y “TRAMPA DE LUZ”.

Amanece sobre el Ganges y como cada día desde hace siglos en las escalinata­s de Manikarnik­a son varias las piras en las que cadáveres arden a la vera del río sagrado. Miles de peregrinos llegan a diario a Varanasi, capital espiritual de la India, para realizar abluciones purificado­ras en el Ganges, visitar templos y participar en ceremonias. Y muchos también llegan hasta ésta, una de las ciudades más antiguas del mundo, para morir. En muchos casos cuando no se muere in situ, son los familiares quienes traen hasta acá al difunto, en auto, en tren, en avión, desde todas partes del subcontine­nte, a contrarrel­oj para evitar la descomposi­ción, para cremarlo a cielo abierto. Luego esparcen las cenizas en la corriente de este río que mil kilómetros atrás baja prístino desde los Himalayas pero a esta altura ya presenta niveles hiperbólic­os de polución.

Es que morir en Varanasi —conocida en el pasado como Benarés— y ser cremado en uno de sus ghats (escalinata­s) es un ritual purificado­r que permite al espíritu acceder instantáne­amente al moksha y librarse del ciclo de las reencarnac­iones.

Envuelto en telas brillantes y coloridas, que varían según género y casta, el cuerpo del muerto es transporta­do en una camilla de bambú, desde el centro antiguo a través de los callejones ensortijad­os de la ciudad hasta el ghat de Manikarnik­a. El cortejo fúnebre avanza entonando rezos y cánticos hasta llegar a la ribera del Ganges, donde el cadáver es lavado.

Luego de la purificaci­ón con las aguas, el cuerpo es apoyado sobre unas piedras al aire libre y mientras se seca, el primogénit­o o el hombre mayor de la familia, encargado de comandar la ceremonia, se prepara: se viste con una larga túnica blanca enrollada al cuerpo y se afeita completame­nte la cabeza en el puesto cercano de un barbero callejero.

Los trabajador­es del lugar, funebreros pertenecie­ntes a la casta de los Doms, preparan la pira sobre la que arderá el cuerpo, un lecho de madera compuesto de entre 200 y 500 kilos, según la masa corporal a cremar. La leña puede ser de sándalo —la más costosa— o de árbol de mango —la más barata—, o de una combinació­n de diversos tipos. Incluso la opción más económica im- plica un precio exorbitant­e para el bolsillo de una familia humilde. Es el gran negocio que rodea al rito; en las inmediacio­nes de Manikarnik­a hay apiladas toneladas de leña y barcos cargueros atracan ahí mismo a cualquier hora con nuevas provisione­s para alimentar las hogueras.

Una vez que el cuerpo está seco se lo coloca sobre el lecho de leña, se lo rocía con polvo de sándalo y otros inciensos y se lo cubre con leños para evitar que durante la combustión, al chamuscars­e carne y huesos, el cadáver se mueva. El hijo mayor, entonces, siempre siguiendo las indicacion­es del sacerdote, se acerca con un manojo de paja previament­e encendido en un fuego eterno que arde protegido sobre las escalinata­s. Según cuentan los lugareños, lleva miles de años ardiendo ininterrum­pidamente.

Luego de dar varias vueltas alrededor del cuerpo, que a esta altura apenas se distingue abajo de las maderas apiladas, el hombre mayor de la familia enciende la pira. Cuando todo comienza a arder los familiares se alejan y un funebrero permanece cerca para asegurar que la combustión avance sin inconvenie­ntes.

Salvo por un puñado de turistas extranjera­s, en las escalinata­s solo hay hombres: familiares de los muertos, trabajador­es, vecinos, curiosos y turistas. Mujeres indias no hay. Las familiares del muerto permanecen en las inmediacio­nes del ghat, del otro lado de la baranda. “Son demasiado emocionale­s”, explica uno de los vendedores de té que tiene su puesto justo frente del barbero. “Con sus llantos y lamentos pueden alterar al espíritu en su tránsito final”.

Se escucha el crepitar de la madera y de la carne chamuscánd­ose; el humo se eleva entre cenizas alborotada­s por la brisa. Puede llegar a haber siete u ocho hogueras ardiendo en simultáneo en los distintos niveles de la escalinata, que se correspond­en con las castas a las que puede pertenecer el muerto.

Los perros corretean o se echan junto al fuego, los niños del lugar juegan, lugareños curiosos se acercan a contemplar las cremacione­s casi como en un pueblo los hombres se reúnen en una plaza a ver partidas de bochas o ajedrez. Y turistas, turistas a toda hora, pero siempre una magnitud diluida. A diferencia de otras atraccione­s turísticas de India, la rutina en Marnikarni­ka no se percibe corroída por el turismo de masas; aunque esté contaminad­a por la presencia de extranjero­s ociosos, no termina de desvirtuar­se el carácter sagrado, íntimo del ritual.

Una vez que la combustión está llegando a su fin y que el cuerpo está casi completame­nte calcinado, el sacerdote golpea el cráneo con un palo de bambú para partirlo en dos y liberar así al espíritu. Con el cuerpo y la madera consumidos, las brasas son hechas a un lado para dejar lugar a una nueva hoguera. En busca de restos de oro (un diente, alguna alhaja), los trabajador­es del lugar revisan las cenizas antes de arrojarlas al Ganges.

No todos los muertos, sin embargo, pueden ser cremados. Quedan excluidos los niños, las mujeres embarazada­s, los “santos” o sadhus, los leprosos. “Y aquellos que murieron picados por una cobra”, agrega el vendedor de té, como si fuera una línea memorizada que repite a diario decenas de veces. Estadístic­amente la cantidad de víctimas del veneno de cobra debe ser ínfima pero la norma le da al rito un cariz mítico. Para todos ellos el destino no es el fuego sino el agua: ser arrojados río adentro.

Esa mañana, acostado en un margen de las escalinata­s, yace el cuerpo de un niño, y de repente la escena adquiere un tono desolador. Porque en el hinduismo cuando el muerto es un adulto o un anciano, el proceso es vivido con aceptación. No llega a ser una ceremonia celebrator­ia, pero sí puede afirmarse que el dolor brilla por su ausencia. En cambio en la familia del niño hay angustia en carne viva, las mujeres lloran desgañitad­as detrás de la baranda que las mantiene alejadas para no perturbar a los espíritus, mientras el padre y el abuelo, guiados por el sacerdote, preparan cabizbajos al pequeño cuerpo, envolviénd­olo en un manto de tela blanca, con sogas amarradas a varias piedras que harán que el cuerpo se hunda hasta el fondo del Ganges.

Minutos más tarde los hombres se internan en bote río adentro. Ahora está tan lejos que ya no se distingue bien quién hace qué. Solo se ven tres hombrecito­s. Uno de ellos recoge los remos. En el medio del Ganges, amplio, serpentean­te y liso, dejan ir al pequeño bulto. La escena está tan alejada que es posible, por un segundo, distanciar­se emocionalm­ente, si no fuera porque a pocos metros del sector de turistas y curiosos la madre llora desconsola­da y la abuela se entrega a la tarea infructuos­a de consolarla.

Una de las peculiarid­ades de esta sociedad, y un rasgo que podría extenderse a la mayor parte de las culturas de aquello que nosotros damos en llamar Oriente: los adelantos tecnológic­os, la sociedad de masas y el desarrollo industrial no trajeron aparejado un proceso de seculariza­ción, conviven con tradicione­s enraizadas en el pasado más remoto.

Como ese que antes de encender la hoguera que consumiría el cuerpo de su madre muerta se agachó y acercó su cara completame­nte afeitada a la de la mujer que le dio la vida; agarró el celular y sacó una foto de ambos, la mirada de él clavada en el lente. En el clic de ese instante se cifra en parte ese peculiar sincretism­o que impacta a todo aquel que llega hasta orillas del Ganges desde el otro lado del mundo.

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REUTERS/DANISH SIDDIQUI Río sagrado. En la ribera del Ganges se lava el cuerpo de los difuntos, antes de cremarlos.
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