Constelaciones que no arman un dibujo. Sobre “Sublevaciones”, por José Emilio Burucúa
Sublevaciones. El gran historiador no cuestiona la belleza de esta colección sino la organización caprichosa que vertebra la muestra del filósofo Georges Didi-Huberman.
Belleza y emoción hay a raudales en la muestra Sublevaciones, curada por el historiador del arte Georges Didi-Huberman, en el Hotel de Inmigrantes. Desde las caricaturas clásicas de Daumier y del Charivari, por supuesto, hasta la grotesca de Jean Veber sobre Clemenceau y la multitud, o las desgarradoras sobre los campos de concentración de los Boers en el Transvaal por el mismo Veber. De los deslumbrantes montajes fotográficos de Tina Modotti a las instantáneas de los levantamientos en Irlanda del Norte, tomadas por Gilles Caron, que despliegan la supervivencia de lo que Aby Warburg llamó fórmulas de pathos y harían sus delicias. De la aguada Revolución de Hans Richter, compuesta en 1918, a los grabados de nuestros Abraham Vigo y Víctor Rebuffo. Las muchedumbres sobrevoladas por los temerarios montados a las farolas de las plazas, registradas por Korda, Willy Römer o Alvaro Hoppe, componen una suerte de rapsodia visual de la armonía entre el unísono de las masas y el canto valiente de un solista. Las estampas de Armand Dayot son imágenes antológicas del dinamismo caótico y también feliz de las jornadas revolucionarias en el París de 1830 y 1848. La captura de la pose épica de Rose Zehner durante un mitín de la huelga en las fábricas Jevel-Citroën, hecha por Willy Ronis en 1938, es sencillamente una obra maestra de la fotografía. Lo mismo puede decirse (otra vez más) de la toma de Cartier-Bresson que muestra a un dormilón casi oculto en un sillón de la Escuela de Bellas Artes de París en mayo del 68. Idem de las poco frecuentadas tomas de la revolución berlinesa en noviembre de 1918 por Willy Römer, o de la vista de las barricadas atenienses en la guerra civil de diciembre de 1944, atrapada por la cámara de Voula Papaioannou, o de la foto magnífica de Juan Travnik de una fachada porteña en 1985 sobre la cual se desenvuelve una caravana de siluetas.
Ahora bien, a pesar de los cinco paneles explicativos, que describen de modo escueto y muy lánguido (nonchalant podría decirse en francés) los propósitos de cada una de las secciones en las que se ha organizado –I. Por elementos (desencadenados). II. Por gestos (intensos). III. Por palabras (exclamadas). IV. Por conflictos (encendidos). V. Por deseos (indestructi- bles)–, la exposición se yergue como el mejor ejemplo de que las imágenes sin el contrapunto de los textos, por más seriación o “diálogo” presunto en el que se las ponga, no deberían aspirar a desarrollar ningún discurso intelectual de coherencia y claridad mínimas, y no digo científico para no correr el riesgo de acabar quemado vivo, cual Giordano Bruno en el Campo de’ Fiori. No olvidemos que el propio Warburg necesitó hablar unas seis horas sin parar a la hora de explicar los flujos de significación de su atlas Mnemosyne, esa veintena de láminas donde emparentaba las mencionadas fórmulas gestuales, ante sus pares en la Hertziana de Roma, en enero de 1929. Sería, eso sí, legítimo que los ejemplos iconográficos se presentasen ante nosotros como un gran objeto estético. Y aun así, el capricho y la arbitrariedad de los montajes de que hace gala el curador francés merecerían varias aclaraciones explícitas para que los hommes communs, los hijos de Juan Pueblo que somos, no termináramos nuestros recorridos casi en ayunas, salvo el caso de los destellos que enumeré en el parágrafo anterior. Sé que el creador de este atlas de gestos sublevados desdeña las clasificaciones, según dijo en una entrevista (cosa reciente porque en Imágenes pese a todo y en La imagen superviviente hubo clasificaciones útiles para un pensamiento claro y distinto, aplicables a una comprensión posible del caos y los mayores dolores de nuestra era). De todos modos, podría haberse apiadado de los visitantes y 1) habernos señalado con precisión los gestos y sus combinaciones expresivas; 2) haber contextualizado mejor las imágenes mediante algunas definiciones de las palabras que suelen ser los centros de gravedad de los discursos insurreccionales; 3) haber ensayado una buena discriminación de los conflictos a la manera de lo que hacían los teólogos barrocos con la discriminatio spirituum para impedir que nuestras pobres almas cayeran presa del demonio; 4) haber intentado, por último, explayarse mejor acerca de los deseos que anidan desde la noche de los tiempos en nuestras almas sedientas de justicia y felicidad tras las tormentas sociales. Después de todo, el propio Warburg y sus herederos, exégetas y divulgadores, Panofsky, Gombrich, Saxl, Wind (cuya memoria no he de dejar de evocar tratándose de momentos de anarquía), Stoichita, Belting diseñaron diagramas extraordinarios, arborescentes, del mundo de las imágenes, sus evoluciones, sus efectos. Horst Bredekamp lo hizo también, con audacia e inventiva racionales, a propósito de una teoría que es probable haya impregnado el pensamiento reciente de Didi-Huberman, más que nada a la hora de idear esta
exposición enrevesada y al mismo tiempo deslumbrante.
Me refiero al tratado de Bredekamp sobre el acto icónico, que selecciona imágenes desde la prehistoria hasta las instalaciones contemporáneas y argumenta acerca de los fines de su inclusión en los corpora destinados a demostrar la existencia real, por fuera de su imaginación fértil, de actos icónicos esquemáticos, sustitutivos e intrínsecos. Para beneplácito del lector, su libro culmina en… ¡un cuadro sinóptico!
Aprecié mucho, años ha, las ideas de Didi-Huberman en torno al anacronismo que nos imponen las imágenes a la hora de componer un texto cuyo propósito sea el de explicar sus apariciones y sus metamorfosis de sentido. Creo que nuestro curador no sólo planteó entonces con audacia y cuidado la cuestión, sino que fue muy capaz de producir una nueva historiografía atenta a los entrecruzamientos de las temporalidades, a la descripción de los flujos de hechos, a la densidad creciente de hilos y tramas en la red de las causas y los efectos. Aludo, más que nada, a su ensayo a propósito del pensamiento dialéctico del cineasta soviético Sergei Eisenstein y a su trabajo de 2002 sobre Warburg y la “imagen superviviente”. En este estudio monumental, sus tejidos de fenómenos nuevos y fenómenos anacrónicos no abolían la anterioridad del pasado ni la contemporaneidad del presente, sino que enriquecían la construcción del objeto histórico y su complejidad, desenvueltas por el relato o la argumentación frente a nuestra ratio. A decir verdad, no me topo ahora con nada semejante. Al contrario, después de recorrer la muestra, la historia hecha de una multiplicidad de historias no parece más que una bruma desprendida de la secuencia en exhibición, una neblina que envuelve, borronea y confunde las acciones cuyas huellas sobreviven en las imágenes.
Me permito agregar un comentario concerniente a la participación argentina en la exposición. Ha sido una suerte para los nativos reconocer la calidad estética y significante de obras de nuestros artistas en las constelaciones armadas por DidiHuberman. Las tornan más comprensibles. Sin embargo, no acuerdo con lo dicho sobre la persistencia de una historiografía del arte envejecida, satisfecha “con clasificar sabiamente objetos ya conocidos”. El último cuarto de siglo, sobre todo en América Latina y en la Argentina, ha conocido un buen puñado de historiadores del arte que sacudieron nuestras mentes y nuestros saberes: Andrea Giunta en Argentina, Natalia Majluf en Perú, Raúl Antelo en Brasil, Renato González Mello en México, Armando Silva en Colombia, etc. Sospecho que una “propuesta teórico-crítica” como la que vemos en el Hotel de Inmigrantes no ha logrado “reinventar la disciplina”. Dudo de que estemos en presencia de un fenómeno de inflexión epocal. Me conformaría con un enriquecimiento del campo que aumentase, de verdad, las posibilidades de los más, los muchos más, a la hora de construirnos un pensamiento emancipatorio de esperanza a la Ernst Bloch.