“Somos los hijos de la caída del Muro de Berlín”. Entrevista con el corégrafo Ramiro Cortez
Diálogo con el coreógrafo Ramiro Cortez: su obra “Delfín negro” reelabora a través del cuerpo los procesos revolucionarios frustrados.
El reciente Festival Rojas Danza, pensado y dirigido por Alejandro Cervera, tuvo una programación amplia y multiforme. Entre las muchas obras que se presentaron, hubo dos estrenos encargados especialmente sobre un tema particular: el centenario de la Revolución Rusa, que fue abordado libremente por dos artistas convocados, Ramiro Cortez y Daniel Goldín. La obra de Cortez, Delfín negro, se repone el próximo 18 de agosto en el mismo Centro Cultural Rojas.
Cortez es un coreógrafo joven pero su recorrido en la profesión ya es sumamente intenso en el más amplio sentido de la palabra: sus dos primeras obras –Los cuerpos y La Corporación, creadas junto a Federico Fontán– tuvieron una repercusión infrecuente en un escenario de danza. Tampoco es habitual que dos coreógrafos trabajen a la par en una misma obra.
Delfín negro es la primera creación autónoma de Cortez, que reunió a tres intérpretes estupendas y afinadas en el exigente registro de la pieza.
–¿Cómo elaboraste la obra, considerando que el tema se te fue dado? –Fue muy bueno que Cervera me invitara porque en realidad desde hacía tiempo yo mismo quería hacer una obra política con el lenguaje de la danza, aun sabiendo el grado de abstracción que la danza posee. Tuvimos sólo dos meses para hacer el montaje pero, como contrapartida, conté con el lugar para ensayar, una fecha de estreno, el marco del Festival del Rojas y algo de dinero para la producción. Y además, algo fundamental, pude trabajar en el mismo lugar donde se presentaría la obra. Elegí el espacio llamado Cancha, que me gusta mucho por varios motivos. Entre otros, porque caben muchos menos espectadores que en la sala Batato Barea y yo prefería una cosa más íntima porque estaba un poco asustado.
–¿Cuál es tu método de trabajo en la creación de una obra, o de esta en particular?
–Trabajo mucho más en el ensayo mismo que antes, aunque no lo hago premeditadamente. Me cuesta pensar las escenas en frío; prefiero moldear el material de la obra con los bailarines, como el ceramista que va moldeando la arcilla mientras gira el torno. En el proceso de Delfín negro entendí que mi trabajo iba por ese camino, parecido al de un arquitecto. O quizás mejor, al de un albañil. Me atrae elaborar imágenes más que crear una obra totalmente coreográfica, y supongo que esto viene seguramente de mis intereses cinéfilos. Creo que Delfín… tiene una elaboración muy plástica de la imagen, algo de Tarkovsky si querés.
–Tu obra está precisamente recorrida por imágenes de dolor, de desolación, de cierta violencia, pero no por una historia concreta. ¿Cómo estableciste la conexión con la Revolución Rusa? –La Revolución Rusa me sirvió como un punto de comparación con la falta de líderes revolucionarios hoy en el mundo. Los grandes procesos revolucionarios ocurrieron antes de que yo naciera. Somos los hijos de la caída del Muro de Berlín
y de las grandes revoluciones frustradas. El capitalismo tiene la estrategia de reinventarse todo el tiempo y creo que de alguna manera la obra habla de eso. De todas maneras, llegué al estreno del Festival del Rojas con cosas que no estaban del todo resueltas y el próximo reestreno me sirvió para volver a elaborar ciertos aspectos que la escasez de tiempo no me había permitido antes. Soy meticuloso y obsesivo; no digo perfeccionista porque me gusta el accidente, el error y lo sucio; ¡pero no lo sucio por falta de trabajo! Me siento más un trabajador que un dotado, o al menos así me gusta verme. –Las intérpretes parecen actrices, además de bailarinas.
–Catalina Briski es hija de Norman Briski, una intérprete con mucho teatro encima pero también mucha danza; en escena es muy potente y se “afecta” intensamente. Brenda Boote es más bailarina y tiene algo de formación actoral. Su acercamiento a la escena es mucho más físico. Y Clotilde Meerof es muy actriz, más que otra cosa. El proceso hasta el estreno en el Festival fue corto pero pude elaborar con lo que ellas daban, con la materialidad que proporcionaban. No podía pasarles mi propio lenguaje de movimiento porque hubiera requerido mucho entrenamiento y tampoco me interesaba.
–¿Cómo elegiste el título de la obra? –Delfín Negro es el nombre de una cárcel de máxima seguridad en Rusia que data del siglo XVIII. Es una de las cárceles más duras y terribles del mundo y supe de ella mientras leía textos para la obra. Eso por un lado. Por el otro, hubo algo en este título que me permitió que la obra nombrara un espacio y no una situación. El escenario de la sala Cancha tiene algo de encierro, de muro de los lamentos, de cárcel. Y finalmente, me permití un juego de palabras, Del Fin Negro, que asocio con lo que al menos hasta ahora viene ocurriendo con todos los procesos revolucionarios en el mundo.
–Algo curioso en tu curriculum es que, siendo bailarín y coreógrafo contemporáneo, dirigís el Ballet de Tango del Colegio Nacional de Buenos Aires, dos entidades que además pareciera difícil asociar. ¿Cómo fue tu recorrido en el tango?
–Comencé a los 10 años en la escuela primaria como algo recreativo. Cuando ingresé al Nacional Buenos Aires encontré que había también un taller de tango y allí comenzó mi recorrido más serio. Nunca fui bailarín de tango, trabajo más como profesor. Me di cuenta de que me gustaba moverme y que tenía condiciones naturales para la danza. Después pasé a la danza contemporánea y luego me enteré de que existía el Taller de Danza del San Martín. “¿Y si me preparo para ingresar?”, pensé. Me preparé, entré y en esa carrera de tres años se me abrió un mundo: el conocimiento de otros lenguajes, de mis propias posibilidades físicas y expresivas y también compositivas, que es algo muy importante que tiene el Taller. No sólo te da herramientas como intérprete sino que también amplía tu horizonte. Terminé los tres años y pude comenzar a tomar clases junto con el Ballet Contemporáneo del San Martín. Esto duró poco tiempo porque me volqué a la composición con Federico Fontán, compañero del Taller, con quien sigo trabajando.
–¿Nunca pensaste en ser bailarín de tango?
–No, no se dio. Pero creo que sobre todo porque comenzó a interesarme mucho más la danza contemporánea, que me permitía relatar escénicamente en mayor medida que el lenguaje del tango. Fuera de esto, me encanta dirigir el Ballet de Tango del Nacional Buenos Aires. –Volviendo a Delfín negro, encontré en la obra una gran potencia poética, sin ser de ningún modo narrativa; ¿cómo llegaste a ese punto?
–Durante los ensayos proponía acciones físicas que luego se veían afectadas por determinadas emociones. Trabajo en general de esa manera: el cuerpo llevado a la fisicalidad más exacerbada. Ese soporte tan físico permitió que, después, el material de la obra pudiera desplegarse, volar e incluso contradecirse; y que los sentidos que surgieran de allí tuvieran una base sólida. Ese fue el proceso: primero, pautas físicas; luego, imágenes y sentidos.