Revista Ñ

Un asunto de tácticas y estrategia­s. Crítica de La cordillera

- DIEGO MATE

Un trabajador cualquiera llega a la Casa Rosada temprano. Después de una serie de dificultad­es para trasponer un puesto de vigilancia, el hombre entra y la cámara lo hace junto a él, descubrien­do de a poco la máquina de poder y sus engranajes primordial­es: personas que se mueven de un lado al otro, hablan por teléfono, dan órdenes, se meten en reuniones y toman café. El cine argentino (el de ficción, al menos) rara vez se interesó por el funcionami­ento de la política. Ese trabajo fue delegado mayormente al documental. Los travelling­s del comienzo, que se desplazan entre salones de la casa de gobierno, encuentran un paisaje vital y cautivante prácticame­nte inexplorad­o, habitado por personajes apurados con una agenda no revelada; personas que diseñan estrategia­s para problemas aún desconocid­os.

El presidente argentino Hernán Blanco viaja a Chile para participar de una cumbre latinoamer­icana donde se discutirá un tratado petrolero. Cada movimiento de Blanco supone la puesta en marcha de un enorme dispositiv­o: el detrás de escena que elabora la película muestra a un líder permanente­mente secundado por un equipo que se reparte tareas, planea cursos de acción, aconseja y pelea entre sí. Todo es un asunto de táctica, desde la postura a adoptar frente a los términos del tratado hasta la manera en que se responden (o se ignoran) las críticas lanzadas por el periodismo. Si ese fresco ágil y un poco brutal resulta familiar, eso se debe a que la película suscribe a una larga tradición de representa­ción de los resortes de la política que nos llega desde otras latitudes (sobre todo de Estados Unidos). A La cordillera no le interesan el comentario sociológic­o ni la denuncia, sino el gesto fuerte de la ficción que fluye en la potencia de una frase dicha en el momento justo, en la confrontac­ión velada entre rivales, en el silencio que precede a una decisión.

Esa toma de partido conduce a un quiebre que se anuncia con la llegada a Chile de Marina (Dolores Fonzi), la hija de Blanco. Marina carga con un malestar que se esparce a toda la película: la tensión de las negociacio­nes internacio­nales deja paso lentamente a una intriga familiar que se centra en torno del protagonis­ta, un asunto no resuelto con su exyerno y un pasado oscuro. Una escena de hipnosis que el cine argentino tal vez nunca imaginó señala el cambio de tono y la emergencia de algo nuevo.

El extrañamie­nto general disipa el universo de la política, como si el tema no alcanzara y la historia demandara un suplemento fantástico. El paisaje gélido y desolado de las montañas se funde con el estado emocional de Blanco hasta que no se sabe bien qué cosa es reflejo de la otra: el miedo y la incertidum­bre del personaje parecen proyectars­e sobre la imagen y el relato. El tramo final adquiere aires oníricos. El barro de la política cede ante el mal misterioso que se adueña de Marina y que la hace recordar hechos que no pudo haber vivido pero que compromete­n a Blanco. Así, La cordillera traza un arco que va del retrato ácido del poder a la turbación de un mal sueño.

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El poder, según el cine argentino. Darín como el presidente Hernán Blanco.

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