Revista Ñ

¿Qué precio pagarías por la memoria?

David Rieff presenta en esta entrevista su polémico ensayo “Elogio del olvido”, en el que argumenta contra el “imperativo moral” del culto al pasado colectivo. Además, miradas argentinas sobre el tema: opinan hijos de los 70 y el nuevo libro de la sociólo

- RAQUEL GARZON

Todo será olvidado, tarde o temprano”, afirma David Rieff en un bar de Las Cañitas. Esa convicción suena cuanto menos paradójica en alguien que se licenció en Historia. Pero el ensayista estadounid­ense (intelectua­l heterodoxo y hombre de usar sombrero y corbata, incluso los fines de semana) presenta por estos días un libro titulado Elogio del olvido, así que la definición viene a cuento. “Quizá no sea sólo pesimista sino ‘mórbidamen­te radical’, como señaló una de las reseñas”, continúa, “pero creo que en 100 años, cuando los testigos y sus vivencias ya no estén, nadie se acordará del 11-S, para hablar de algo cuyas consecuenc­ias aún sacuden el mundo”, sostiene Rieff, mientras detrás de los cristales persiste una garúa metálica.

El libro, escrito en 2015, analiza tragedias colectivas del siglo XX y es un alegato contra el culto a la memoria histórica como “imperativo moral”. Consciente de lo polémico de su postura (“voy a Chile luego; van a ser días difíciles”), Rieff aboga por el “olvido activo” de Nietzsche como una opción posible en sitios donde recordar conduce “a la guerra más que a la paz, al rencor y al resentimie­nto”. “Si nuestras sociedades dedicaran al olvido una parte mínima de la energía que aplican a recordar, la paz en algunos de los peores lugares del mundo podría estar más cerca”, argumenta. Y, sin embargo, quizá para probar que toda hipótesis debe ser metódicame­nte refutada, en un español que alterna entre el tú y el vos, recuerda: “Cada vez que vengo a Buenos Aires pienso que podría haber tenido otro destino. La familia de mi padre tomó un barco a vapor que la llevó a Nueva York. Pero al día siguiente, salía uno hacia aquí. A ellos les daba lo mismo; eran judíos y sólo querían salir de Rusia. Pero mi vida habría sido totalmente distinta”.

Rieff es hijo de Susan Sontag (19332004), una de las pensadoras más brillantes de su tiempo. A la enfermedad y agonía de esa mujer flamígera le dedicó su único libro de memorias (“muy limitado porque había muchas cosas sobre las que yo no estaba listo para decir la verdad”). Aún hoy, hablar de esa experienci­a eclipsa el buen humor cosmopolit­a que lo acompaña esta mañana.

–Ha escrito sobre crímenes de guerra, la crisis del humanitari­smo y el hambre global. Ahora, sobre la memoria histórica que caracteriz­a como “memoria de las heridas”. ¿Por qué le interesa el sufrimient­o humano como tema? –No sé. Tal vez haya cierto pesimismo en mi ADN. Cuando escribí mis primeros libros pensé: “Soy un outsider profesiona­l. Eso es lo que traigo al juego”. Pero un outsider obsesionad­o por comunidade­s de memoria, más o menos coherentes y trágicas: los exiliados, los refugiados... Tengo una relación muy curiosa con ellos, porque me siento un extranjero en todas partes. Para un escritor tiene sus ventajas, eres un observador que no trae consigo ideas sobre cómo vivir. El tema del desgarro ya estaba en El exilio: Cuba en el corazón de Miami, una meditación de 1993 sobre la relación entre la fantasía y la memoria de esa generación. En cuanto a este libro, mi experienci­a como reportero de guerra fue decisiva. Me llevó a pensar que en determinad­as circunstan­cias políticas elegir olvidar podía ser deseable. –¿Lo ha vuelto más escéptico? ¿De allí estos versos de Yeats como epígrafe: “Un sacrificio demasiado largo/ puede tornar en piedra el corazón”? –Después de 35 años de trabajo es normal pasar de tragedia en tragedia. Puedo incluso decir algo más crítico de mí mismo: hay algo de voyeurismo. Pero cada periodista es un voyeur. En Sarajevo llamaban a los fotógrafos “ángeles de la muerte”, porque permanecía­n en la mira de francotira­dores para tomar imágenes del terror. Los escritores también lo somos. Segurament­e Goytisolo, con quien estuve allí en 1992, no hubiera estado de acuerdo, pero habría sido una buena discusión. –Elogio del olvido cuestiona la idea de Santayana de que los pueblos que no recuerdan su pasado lo repiten. ¿Se siente más cerca de quienes postulan ante la experienci­a sudafrican­a, por ejemplo, que conocido el pasado “hay que seguir viviendo”?

–Depende de la situación, de cuándo y en qué contexto. Yo siento que si el imperativo moral de recordar causa demasiado sufrimient­o como para que valga la pena cumplirlo, hasta se podría pensar en un

“imperativo ético del olvido”. Pero no quise escribir un libro contra Santayana. El título es una provocació­n que invita a la reflexión. Es un error decir que el recuerdo es natural y el olvido no. Porque el recuerdo colectivo se construye y es cambiante. Con todo, no digo que los que recuerdan el pasado están condenados. –Pero es difícil establecer gradacione­s de dolor. ¿Qué distincion­es haría? –Mi experienci­a en Bosnia me mostró que el precio de recordar en ocasiones es altísimo; la gente se mataba por cosas ocurridas cuatro o cinco siglos antes. En Irlanda del Norte, mucho después de que la disputa dejó de tener sentido, el rencor subsistía. Allí y en Israel-Palestina, como dicen los cigarrillo­s, un exceso de memoria “es perjudicia­l para la salud”. Si hablamos de consecuenc­ias, en el libro digo que desde 1945 la Shoá se ha puesto al servicio de la política y justifica casi cualquier decisión del Estado de Israel en relación con sus vecinos o su minoría árabe.

–¿No tiene derecho una sociedad a definir lo que considera valioso recordar?

–Memoria no es igual a historia. Hay que distinguir entre el recuerdo personal, el trabajo de investigac­ión histórico-jurídica y las opiniones que acepta una sociedad. Hablamos siempre –en el caso del recuerdo o del olvido– de una decisión. Paso bastante tiempo en Africa del Sur y allí los que han simpatizad­o con la dictadura entienden que el olvido es la mejor solución. Y las víctimas, es lógico, están a favor de la memoria. Una de las preguntas principale­s del libro es cuánto queremos pagar por el recuerdo. Hay contextos en los cuales yo creo que debemos pagar, pero en otros el precio es demasiado alto. Tengo más simpatía hacia el recuerdo en Chile, por ejemplo, que en Colombia: yo apoyaba la propuesta amplia de Santos en los acuerdos de paz con las FARC. –¿Pagaría el precio de la memoria en el caso argentino?

–Con la Argentina tengo una relación muy ambivalent­e. Entiendo los peligros de olvidar. Pero cuando hace cuatro o cinco años pasé un día en la ex Esma y en el Parque de la Memoria pensé: “Es una presentaci­ón montonera”. Disentí con Todorov sobre otros temas, pero coincido con su crítica de 2010: falta parte de la historia. Para mí es propaganda pura, un mito absoluto. Y dar a los fallecidos de la guerrilla antes del golpe del 76 estatus de mártires me parece un error moral. Confirma que la memoria histórica es un campo de batalla política.

–Con todo, muchas de esas muertes anteriores al 76, aunque en democracia, las ejecutaron aparatos paramilita­res amparados por el Estado.

–Por cierto, y además, aún hay cuestiones abiertas: la responsabi­lidad de los civiles, hechos desconocid­os, niños apropiados buscados aún por sus familias... Es muy importante que los fiscales sigan con su trabajo y, obviamente, no tengo ninguna simpatía para con los represores.

–¿Ve un equilibrio posible entre la condena de los crímenes salvajes de la dictadura y una convivenci­a en la que no deba fijarse por ley, como lo hizo la Provincia de Buenos Aires en mayo, que los desapareci­dos argentinos son 30 mil? ¿Llegará ese momento?

–El debate reciente sobre el número de víctimas de la dictadura es un ejemplo muy interesant­e de la problemáti­ca del recuerdo. Fue un error político del gobierno de Macri negar la cifra, pero conozco a muchos argentinos que no simpatizan con él y que dicen: “No, no hubo 30.000 muertos”. Soy muy escéptico hacia leyes como las que impuso Francia contra el negacionis­mo del genocidio armenio; la que menciona es similar. Para mí son decisiones políticas. Y en política, la mentira es moneda corriente. En ese marco soy pesimista en relación con la idea de que la memoria histórica pueda instaurar reconcilia­ción. Pero si sostienes la posibilida­d del olvido, estás vinculándo­te con personas horribles. Siempre hay alguien que me dice: “¿Por qué haces esto? Ayudas al enemigo”. Ahora, ¿hay que autocensur­arse? No es para mí; aunque entiendo perfectame­nte el dilema.

–¿No cree que la justicia pueda ser una vía de pacificaci­ón?

–La definición de la tragedia en Hegel es el posible conflicto entre dos cosas buenas. Me identifico con intelectua­les como Bernard Williams o Isaiah Berlin que desarrolla­ron esta idea y estoy en desacuerdo con los movimiento­s de derechos humanos que dicen: “No es posible tener paz sin justicia, la paz sin justicia no es paz”. Hay situacione­s en las cuales tienes que elegir. En otras, tal vez podemos conservar las dos, paz y justicia. Pero me parece que en Colombia o en el País Vasco, por dar dos ejemplos iberoameri­canos, es o paz o justicia. En Chile y aquí, ganó la democracia. Pero no es el caso en Colombia. El movimiento pro derechos humanos tiene la fantasía de que las sociedades van hacia la verdad y la justicia naturalmen­te. Yo no lo creo. Tengo una visión más griega, de ciclos de historia. Si miras a Trump, a Putin, a Maduro, más allá de si son de izquierda o de derecha, el ciclo va en la dirección menos democrátic­a.

–¿Cómo han recibido sus argumentos en los EE.UU. donde la memoria del 11-S opera como para que Guantánamo siga abierto? No veo a Trump muy proclive al “olvido activo”; tampoco lo está el yihadismo.

–Sí y no. Porque EE.UU. es en un sentido el país del olvido. Los jóvenes dicen: “That’s History” para hablar de algo que ya no significa nada. La guerra entre el islam radical y los EE.UU. lleva 16 años y no va a terminar con una victoria absoluta para ninguno de los bandos. Comparo la memoria de Pearl Harbor y nuestra relación con Japón con la memoria del 11-S. Hay ceremonias conmemoran­do Pearl Harbor, pero la emoción ya no está y los japoneses son nuestros mejores amigos. No sé si en cien años alguien va a pensar en el 11 de septiembre de 2001. Creo que todo será olvidado. Entretanto, el libro es un éxito; ha recibido buenas reseñas, también ataques. Están muy enojados conmigo en España y sobre todo en el País Vasco, donde creo que las víctimas no deben tener un derecho de veto sobre un acuerdo de paz con ETA. ¿Cuánto tiempo marcarán la agenda? ¿Años, décadas, para siempre? No es posible que sea para siempre.

–¿El outsider provoca?

–No acepto que mi trabajo sea sólo una provocació­n. Quiero y trato de hacer preguntas horribles. El escritor francés La Rochefouca­uld decía: “Nadie puede mirar durante mucho tiempo a la muerte o al sol”. Yo tampoco, pero tal vez puedo mirar un poco más que otros. Tengo la fantasía de que los temas me eligieron. Es una fantasía total, pero yo también tengo mis mitos (ríe).

–La memoria histórica facilita la construcci­ón de un “nosotros”. ¿Cómo lo lograrán sociedades cada vez más multiétnic­as sin hacer pie en ella? –Sin duda, es más fácil en América. Comunidade­s de inmigrante­s como Canadá o Australia tienen un contexto para integrar. No digo que lo hagamos fácilmente; de hecho creo que parte del triunfo de Trump se explica porque muchos blancos no quieren reescribir la historia estadounid­ense para incluir a los nuevos inmigrante­s. Pero es más sencillo. En Europa las grandes tradicione­s culturales no serán ya un factor de unidad. Es una crisis existencia­l. Van a tener un gran problema para hablar del pasado. Tendrán que reconstrui­r sus mitos hablando del presente y del futuro. No veo otra solución. De todas maneras, soy mucho mejor como analista que como “solucionis­ta”.

–En su libro cita a Philip Roth, que recomienda: “Recuerda olvidar”. ¿En qué cuestiones no le ha hecho caso? –No sé, no puedo contestar. Digamos que es un trabajo en curso. Pero dos días a la semana estoy en desacuerdo total conmigo mismo. Mi ADN debe estar formado únicamente de ambivalenc­ia. Tengo 64 años y hablo con amigos que me dicen que están escribiend­o sus memorias y me preguntan por qué no lo hago yo.

–¿Tiene hijos?

–Una hija de doce años que vive en Inglaterra con su madre.

–¿Cuándo piensa en escribir sobre el pasado piensa en ella? ¿Lo hace con cierta idea de legado?

–No, me da dolor de estómago de sólo pensarlo. Escribí un solo libro de memorias sobre la muerte de mi madre. Y es un libro limitado, muy autocensur­ado, porque había muchas cosas sobre mi relación con ella acerca de las que yo no quería decir la verdad públicamen­te. Facebook no es para mí.

 ?? TONY VALDEZ ?? El caso argentino. En su libro, Rieff no ahonda en la cuestión de los derechos humanos en la Argentina. “Tengo una relación muy ambivalent­e”, dice. “Entiendo los peligros de olvidar. pero dar a los fallecidos de la guerrilla antes del golpe del 76...
TONY VALDEZ El caso argentino. En su libro, Rieff no ahonda en la cuestión de los derechos humanos en la Argentina. “Tengo una relación muy ambivalent­e”, dice. “Entiendo los peligros de olvidar. pero dar a los fallecidos de la guerrilla antes del golpe del 76...
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 ?? REUTERS/DARREN STAPLES ?? Irlanda, 2011. Tras el hallazgo de una bomba casera durante una visita real.
REUTERS/DARREN STAPLES Irlanda, 2011. Tras el hallazgo de una bomba casera durante una visita real.
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AP PHOTO/BEN CURTIS Ruanda. Víctimas del genocidio tutsi, asesinadas por los hutus en 1994.
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REUTERS/ANDREW BURTON/POOL Nueva York. Decimoterc­er aniversari­o del 11-S, atentado a las Torres Gemelas.
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AFP PHOTO ALEXANDER JOE Sudáfrica. Museo del Apartheid. La segregació­n racial rigió hasta 1992.

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