Relatos que nacen de la incertidumbre
¿Qué lleva a un hijo de desaparecidos, como yo, a reunirse con el hijo de un condenado por delitos de lesa humanidad, como Aníbal Guevara? ¿La reconciliación? No, la reconciliación jamás: eso suena desde hace cuarenta años con campanadas que de tan monótonas y aburridas parecen eclesiales. Bueno, en realidad, son eclesiales. Lo que me lleva es, claramente, algo mucho más intrépido: la curiosidad. Casi la misma que uno puede sentir cuando está de pícnic y encuentra a un desconocido que trae raras historias para pasar la tarde en el parque.
La primera vez que entrevisté a Guevara, en 2013, me pareció que, a pesar de ser alguien que cuestionaba la condena de su padre, y de ser, en aquel tiempo, acaso el principal referente de un colectivo (ya extinto) autodenominado “Hijos y nietos de presos políticos”, era una persona con la cual se podía acordar en que las fuerzas armadas, en dictadura, habían hecho un papel desastroso, criminal y mucho más condenable que el del conjunto de las organizaciones armadas del momento. Incluso, no mucho después, ya bastante avanzado nuestro largo pícnic, admitió que lo que él y sus amigos buscaban no era tanto batir el parche de la ilegalidad de los juicios, y en consecuencia alcanzar una nueva impunidad –como hacen militantes como Cecilia Pando (AFyAPPA) o Victoria Villarruel (CELTYV)–, sino sobre ciertas cuestiones procesales implicadas en los mismos.
Además, desde el comienzo, Guevara se mostró más preocupado por volver a pensar todo el proceso de “Memoria, verdad y justicia” que en perseguir los beneficios que la justicia, eventualmente, pudiera otorgar a los leso humanistas de nuestro infeliz pasado. Alguien que empezaba a intentar comprender todo este gran trauma nacional, derramado sobre uno desde hace décadas, con un enfoque muy ajeno, muy extraño: algo enternecedor, por momentos, y también algo al borde del morbo máximo que todo curioso arrastra como si fuera un animal que parece manso, angeli- cal, pero que sabemos que es capaz de morder, incluso matar.
En todo caso, detrás de la curiosidad estaba la incertidumbre. Porque si hay algo a lo que siempre habilita la memoria de los 70 es a la proliferación y a la incertidumbre casi total sobre el destino de los cuerpos de los desaparecidos, su clandestinidad, y la clandestinidad y anonimia de sus desaparecedores. Y de la incertidumbre, como sabemos, nace el relato. ¿Y qué le interesa a un escritor, como yo, más que un relato?
Luego el pícnic se amplió con más hijos de uno y otro lado y me desentendí un poco. No perdí curiosidad, sino que surgió la pregunta: ¿para qué pensar un colectivo con esto? Es cierto que, desde hace mucho, al proceso de “memoria, verdad y justicia” le falta aire, que está contracturado y tenso, dominado por una solemnidad que lo empasta, y que la sola idea de hacer un pícnic quizá ayude a aflojar. ¿Pero cómo? ¿Por qué? En todo caso, son rachas. Después, cada uno vuelve a su trinchera. Por otro lado, y más importante: ¿cómo se entronca este pícnic con los elementos en disputa: “memoria”, “verdad”, “justicia”?, ¿qué aporte significa ese pícnic? En realidad, al menos por ahora, ninguno. Las distintas “memorias” de los 70 están sobre la mesa desde mucho antes: es mentira que haya un solo relato de esas memorias. Y, lo que es más interesante, están llenas de baches. La “justicia”, bueno, ya sabemos que funciona todo lo bien y todo lo mal que puede funcionar la justicia federal argentina. Y la “verdad”, ¡ah!: ¡la “verdad”! Claro, ahí está, aparece de a poco, impulsada por las memorias bacheadas y por la estremecedora justicia. ¿Es suficiente? ¿Es todo lo que se puede hacer? Quién sabe. Es lo que tenemos. En realidad, lo único que parece brillar, en cuanto a nuevas formas de reunión, antes de que el sol caiga, termine la tarde y tengamos que levantar los tupers y las canastas, es el colectivo “Historias desobedientes”, conformado por hijos de represores condenados que, enojados con los crímenes de sus padres, hacen algo en consecuencia de ese enojo y se proponen aportar algo de la verdad que sus padres nunca contaron. Pero bueno, esa ya sería otra historia.