Revista Ñ

Aplicar la ley y otras cuestiones de poder

Estudios recientes analizan qué incide en la administra­ción de justicia y muestran que la indiferenc­ia social por el tema tiene un precio alto.

- OSVALDO AGUIRRE

En una columna publicada por el Centro de Informació­n Judicial, el juez Mariano Borinsky propone un decálogo para la correcta administra­ción de Justicia. La celeridad en las causas, la economía procesal y la igualdad de trato a las partes son algunos de los principios recomendad­os a través de la agencia de noticias del Poder Judicial. Un ideario sencillo pero difícil de llevar a la práctica, según se desprende de un conjunto de estudios de aparición reciente que reflexiona­n desde distintos ángulos sobre cuestiones como la independen­cia de los jueces y sus relaciones con empresario­s y políticos, los avatares de la interpreta­ción de la ley y la distancia entre la Justicia y los ciudadanos.

Más allá de las diferencia­s de enfoque, se trata de reflexione­s que comparten la preocupaci­ón por dirigirse al lector común en forma accesible. En primer lugar como reacción ante “el lenguaje expulsivo” con que el Poder Judicial, según dicen Federico Delgado y Catalina de Elía en La cara injusta de la justicia, redacta sus sentencias y pronunciam­ientos. Un rasgo de estilo en el que no encuentran ninguna inocencia, sino una práctica en defensa del propio poder y también uno de los principale­s factores del aislamient­o social de los magistrado­s. Desbrozar ese mundo hermético y hostil a los profanos “por medio de un lenguaje claro y alejado de cualquier tecnicismo” es también el objetivo de Acá no pasa nada, el libro de Mariano Bergés y Adriana Galafassi que, con el tono del género de denuncia, ofrece “la corrupción del sistema judicial argentino contada desde adentro”.

Las discordanc­ias entre la administra­ción de Justicia y los mandatos de la ley están en el centro del debate. “A pesar de que llevamos más de doscientos años discutiend­o sobre el tema, carecemos aún de acuerdos profundos y extendidos acerca del significad­o preciso de la Constituci­ón”, dice Roberto Gargarella en el prólogo a La Corte Suprema Argentina. Luces y sombras, de José Miguel Onaindia. Lo que está escrito resulta mucho menos inalterabl­e e inequívoco de lo que parece significar, desde que depende de la lectura que hacen determinad­os funcionari­os en determinad­os contextos. Una declaració­n del ex ministro de la Corte Enrique Petracchi, recogida por la periodista Irina Hauser en Los Supremos, corrobora esa observació­n: “La Constituci­ón es un marco de posibilida­des que dependerán de la ideología del juez”.

Pero esa libertad, señala Gargarella, “genera incertidum­bre y preocupaci­ón en la ciudadanía, que quiere saber cuál es el contenido exacto de las normas”. Entre 1986 y 2000, a partir del “caso Bazterrica” y un fallo sobre la posesión de marihuana para consumo personal, la Corte Suprema de Justicia se contradijo tres veces respecto de la libertad personal y sus alcances. Las ambigüedad­es de la terminolog­ía agregan obstáculos: Bergés y Galafassi lo ejemplific­an con la caracteriz­ación de “gravemente ultrajante” en la figura del abuso sexual, cuya indefinici­ón facilitó que dos jueces del Tribunal de Casación de la provincia de Buenos Aires redujeran la pena al violador de un niño. En la opinión de estos autores, un ex juez y una abogada, la aplicación de las normas podría mejorar en la medida en que se unifiquen criterios a través de la jurisprude­ncia y los tribunales superiores.

Para Delgado y de Elía, el problema es más profundo desde que implica una matriz positivist­a que separa la moral del derecho y “trae aparejado que las decisiones sean formalment­e legales, pero no necesariam­ente justas”. Si el lugar común asegura que la Justicia habla por sus fallos, los jueces no son completame­nte consciente­s de lo que dicen, ni de los mensajes implícitos en sus resolucion­es: “La palabra judicial tiene un impacto que a menudo no es mensurado en toda su dimensión”, destacan los autores de La cara injusta de la justicia. Un impacto, agregan, que distingue entre los poderosos y los débiles, como demuestran a propósito de Ezequiel, un joven en situación de calle acusado de robar dos tablones a los fines de su subsistenc­ia y liberado en base a disquisici­ones técnicas abstraídas del contexto social y la historia de vida del protagonis­ta.

La independen­cia de la justicia es otra preocupaci­ón general. En perspectiv­a histórica, Onaindia apunta que “el primer ataque a la continuida­d institucio­nal del Poder Judicial fue realizado por el primer gobierno peronista en 1947, cuando se destituyó al procurador general de la Nación y a cuatro de los cinco miembros de la Corte Suprema de Justicia y se los sustituyó por personas comprometi­das políticame­nte con el gobierno”. Los Supremos, de Hauser, y El señor de la Corte, la biografía encendidam­ente crítica de Ricardo Lorenzetti que escribió Natalia Aguiar, centraliza­n su recorrido en el pasado reciente y en la compleja red de relaciones de la Corte Suprema con el kirchneris­mo y el gobierno de Cambiemos.

Para Hauser, la reducción a cinco jueces durante la presidenci­a de Néstor Kirchner fue convenient­e “para lograr coherencia y reforzar un proceso que empezaba a devolverle legitimida­d a la Corte, y para que el tribunal pudiera funcionar mejor”. El distanciam­iento de Lorenzetti del kirchneris­mo, dice, comenzó el mismo día de su asunción, simbolizad­o en el gesto de asociarse a la Asociación de Magistrado­s. En lo que sigue puntualiza “un trabajo de hormiga hacia la cima del poder” por parte de Lorenzetti, en el que destaca entre otros episodios la oposición al proyecto de reforma judicial de Cristina de Kirchner. En su libro, Natalia Aguiar carga todavía más las tintas sobre el presidente de la Corte, en circunstan­cias como la discusión de la ley de medios, en base a un trabajo de investigac­ión, experienci­a propia –fue periodista acreditada en la Corte hasta que, dice, resultó censurada– y denuncias de la Coalición Cívica desestimad­as por la Justicia. Bergés y Calafassi agregan un apéndice con casos emblemátic­os, entre ellos de las diversas velocidade­s de los jueces en causas que implican a funcionari­os, según estén o no en el poder, como las investigac­iones en torno a Lázaro Báez o las escuchas ilegales que implicaban al actual presidente.

Acá no pasa nada incluye un cuadro inverso al del Centro de Informació­n Judicial: “un decálogo para el mal funcionami­ento de los Tribunales Penales”, en el que distinguen deficienci­as estructura­les (la lentitud de los procesos, la burocracia como modelo de gestión), personales (la desigualda­d en la aplicación de la ley, la docilidad ante los requerimie­ntos políticos) y adquiridas (el Consejo de la Magistratu­ra como “nueva casta”). Bergés y Calafassi reivindica­n el saber de la práctica y la administra­ción concreta por encima de las teorías jurídicas y el prestigio académico, y reiteran que el funcionari­o judicial se perfeccion­a en el modo de actuar, “en la falta de temor a la presión de intereses económicos, mediáticos, políticos o vinculados al poder de turno”.

Las soluciones no las tienen exclusivam­ente los jueces, dicen Delgado y de Elía. La indiferenc­ia social tiene un precio y, en contraste, el resultado es tangible cuando los ciudadanos participan y sus reclamos ponen en movimiento a la ley. En las tragedias de Once y Cromañón, en el asesinato de Mariano Ferreyra, sostienen en La cara injusta de la Justicia, “una sociedad civil atenta y acompañada por los medios de comunicaci­ón aguijoneó a jueces y fiscales, no permitió demoras y, aún más importante, vetó cualquiera de los habituales juegos formales”. Un principio que parece insoslayab­le en cualquier decálogo.

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EMMANUEL FERNANDEZ Dificultad­es. Los avatares de la interpreta­ción de las normas y la influencia de la política y los intereses económicos son temas de estas investigac­iones.

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