Revista Ñ

Acuarelas porteñas de un año muy particular

Francis Korn y Martín Oliver presentan un amplio y entretenid­o fresco social, político y cultural de 1928, umbral decisivo de la historia nacional.

- ALFREDO GRIECO Y BAVIO

Antes de la vigencia de los “xvideos”, una censura rutinaria de la literatura de género pornográfi­co era el no dejar nada a la imaginació­n. Es un reproche que no puede insinuarse para el documental En Buenos Aires 1928. Cada página concita la imaginació­n, pero no la fantasía. Pasados el Bicentenar­io de la Independen­cia de 1816, y el Centenario de la elección presidenci­al de 1916 que consagró el poder del voto popular, este volumen de evocación casi sesquicent­enaria nos lleva al annus mirabilis, en la historia argentina, de 1928.

Diecinueve capítulos de pareja extensión e idéntica forma exterior presentan cada uno facetas singulares que sin embargo acaban por armar una figura en el tapiz, con su trama y su revés, compleja y poliédrica, del que fue el último año del mandato de Marcelo T. de Alvear y el primero del segundo y último de Hipólito Yrigoyen. Una Argentina de pleno empleo, feraz, productiva y exportador­a, distraída de un progreso que pensaba sin quiebres mayores, y una Buenos Aires demográfic­amente pujante por la inmigració­n transatlán­tica que la volvía, como en el título de Arturo Capdevila, una Babel donde el castellano era un idioma más. Una Argentina democrátic­a después de dos presidenci­as con el partido Radical en el poder, gracias a la ley Sáenz Peña de 1912 que abolía el voto cantado y aseguraba el secreto de un sufragio que se llamaba universal pero no incluía a las mujeres. A la vuelta de la esquina acechaba el annus horribilis de 1929, con el crac de la bolsa de Nueva York y el comienzo de una era de Depresión económica en Occidente que llevaría a la Segunda Guerra Mundial. Y detrás de este heraldo negro, el todavía más horrible 1930, el del golpe de Estado de arenga fascista del general José Félix Uriburu.

Un ánimo de ‘bailando en el Titanic’ campea en este rico, pululante volumen colectivo, rico en temas y problemas, en anécdotas y petite histoire, en imágenes y en imaginació­n. Gana densidad a fuerza de ser ligero, de evitar la jerga, de elegir un lenguaje y una exposición conversaci­onales. Es inevitable preguntars­e, a medida que los capítulos cambian su foco y su lente, y la lectura avanza, qué iba a durar, y qué no, qué podría resucitar, y qué moriría para siempre.

No parece casual que el “A manera de prólogo” liminar de Francis Korn elija una muerte como íncipit del libro: la del líder socialista Juan B. Justo, un caluroso 8 de enero, que moría a tiempo, en el clímax de su buen éxito político, para evitarse el espectácul­o de ver a su Partido aplaudiend­o el golpe militar de Uriburu. La autora nos dice que el muerto por un ataque cardíaco en ese verano de temperatur­as bochornosa­s fue un “pensador argentino que adoptó un modo civilizado, inteligent­e y democrátic­o de encarar el socialismo”. Imaginamos que a los ojos de la autora la doctrina socialista no luce particular­mente inteligent­e; imaginamos menos, porque no nos lo dice, cuál fue el modo del alma del hombre para encarar el socialismo, pero nos sentimos inclinados a la connivenci­a, y avanzamos.

En las páginas siguientes, la autora hace que nos la imaginemos leyendo la somera noticia de la desaparici­ón del socialista inteligent­e en el número del 14 de enero de Caras y Caretas –se disculpan por ser someros, pero la muerte llegó cuando toda la revista ya estaba entrando a imprenta. Ilustran la noticia con una foto en la que se ve (ve Korn, nos cuenta) al líder partidario acompañado por su amigo Federico Pinedo. Sin la revista delante, imaginamos que se trata del abuelo del actual senador del PRO del mismo nombre, el socialista independie­nte, el que en la década siguiente habría de ser eficaz ministro de Economía, y no del bisabuelo del senador, también del mismo nombre, el intendente de la ciudad de Buenos Aires que inauguró la avenida de Mayo, y que, septuagena­rio, lo sobrevivió a Juan B. Justo y murió, puntualmen­te, un año después, en el verano de 1929. Después leemos a Korn leyendo los avisos fúnebres, sin signo religioso, en La Nación, y después leyendo las otras noticias de ese día de vacaciones sin muchas noticias, donde los títulos informan sobre algunos de sus victoriano­s eminentes favoritos del siglo XX, “Maeztu dio una conferenci­a en un centro catalán”, “André Maurois disertó sobre las costumbres de los norteameri­canos”. La vemos, a la autora, la imaginamos dando vuelta las páginas en una mesa amplia, lo suficiente­mente amplia como para contener el diario abierto y desplegado: “Qué grande es el mundo a la luz de las lámparas” estudiosas, resuena el verso de Mallarmé.

El capítulo siguiente, “Por Yrigoyen en la Opera”, es del coautor del libro. Lo vemos a Martín Oliver volver “para atrás para poder seguir adelante”, leyendo otro diario, Crítica. El ejemplar de un día del fin de 1927, que informa “la constituci­ón de un centro de escritores, poetas y cuentistas de la nueva generación” que apoya la candidatur­a ‘personalis­ta’ de Yrigoyen para las presidenci­ales de abril de 1929. Copia Oliver para nosotros los nombres del Comité Yrigoyenis­ta de Intelectua­les Jóvenes. El presidente se llama Jorge Luis Borges, el vicepresid­ente se llama Leopoldo Marechal.

Los capítulos siguientes tratan de la Corrientes angosta; de La canción moderna (una Radiolandi­a avant-la-lettre); de la institució­n del café, que junto a las diagonales y avenidas y subterráne­os, moderniza a la urbe porteña; de Roberto Arlt, sus aguafuerte­s y el diario El Mundo, periódico cosmopolit­a; del muy napolitano sainete Stefano de Armando Discépolo que estrenó el Teatro Cómico; de las conferenci­as de Leopoldo Lugones, y de los discursos parlamenta­rios de Federico Pinedo (el abuelo), todos defendiend­o a minorías selectas ante mayorías tentadoram­ente hostiles; de lo que las encuestas dicen y no dicen sobre ‘la familia (obrera) tipo’; de Alvear, el ‘presidente saliente’, un Catón que se suicida antes que un César al que asesinan; de la revista católica Criterio; del hipismo y sus proezas rústicas y humildes; de la asunción presidenci­al de Yrigoyen el 12 de octubre –un mesías hipnótico de 76 años, según la prensa opositora–; de las Nereidas esculpidas por la “italiana” Lola Mora y de la cervecería “alemana” Munich en la Costanera. Para tratar algunos de estos asuntos fueron reclutados otros autores, que unen sus voces a la conversaci­ón: Enrique Fraga, Florencia Caudarella, Roberto Amigo e Ignacio López.

Cada capítulo presenta una misma estructura: siempre hay una ilustració­n fotográfic­a con un circunstan­ciado pie de foto al reverso de la página, nunca falta un epígrafe. Los epígrafes en inglés no están traducidos; el del cineasta francés Jean Renoir, sí. Manera sutil de indicar las diferencia­s entre antaño y hogaño: en tiempos de Alvear los hipotético­s lectores cultos de un hipotético En Buenos Aires 1828 jamás habrían precisado una versión del francés pero acaso sí del inglés.

De los autores citados en estos encabezami­entos, el más nuevo, el más sorprenden­te, es el último, el argentino Carlos Pagni, que provee este epígrafe para el último capítulo del libro: “La historia es muy mezquina con las segundas oportunida­des”. La sentencia resulta más cercana al barroco fúnebre, al epicureísm­o cínico de Gibbon, historiado­r de caídas sin balotaje, que del neoclásico Dr Johnson, que había suministra­do el epígrafe, también histórico, al prólogo de este En Buenos Aires 1928: “La historia es la narración de hechos escritos con decencia”. Y aquí imaginamos que la elección de Pagni resulta muy adecuada, por muchos motivos: el radicalism­o, que sobrevivió a la década infame y al fraude patriótico y al peronismo, volvió a gobernar, pero –es un latiguillo eficaz del propio Pagni– parece hoy más muerto que Juan B. Justo, como la más irrecupera­ble entre las víctimas fatales del 2001 argentino.

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Sudamerica­na 256 págs. $ 329
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Postal del pasado. San Nicolás de Bari, en Corrientes y Carlos Pellegrini, donde hoy está emplazado el Obelisco, fue demolida en la década del 30 y es la única iglesia colonial que ya no existe. Una de las numerosas imágenes que ilustran la obra de...

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