Revista Ñ

Barro, riberas y algunos varones primarios

En una zona precaria del litoral, “Jardín primitivo” escenifica una picaresca amarga, en la que deudas y rebusques signan la superviven­cia.

- A. RODRIGUEZ BALLESTER

No es un paraíso el Jardín primitivo al que alude el título de la novela de Carlos Bernatek. Su geografía física y existencia­l se encuentra en las antípodas del locus amoenus de los poetas latinos; se trata de un jardín sin rastros de cultivo, carencia que comparte metonímica­mente con sus habitantes.

El espacio en que transcurre la novela es el de la ribera santafesin­a, una isla que se inunda irremediab­lemente, el de los pueblos chatos y polvorient­os en las inmediacio­nes de la capital de la provincia que conforman “la zona” a la que retorna el autor, luego de La noche litoral, y que coincide, de manera paródica, con la zona saeriana.

“Todos estaban sucios, por lo menos, manchados. Pero no estaban allí por una cuestión higiénica, mucho menos para confesarse”, se lee al comienzo, y es precisamen­te esa suciedad material y metafísica en la que chapotean los personajes como en el barro viscoso y turbio de la orilla, lo que insiste y se constituye en verdadero tema de esta novela.

Primitivo es el entorno pero, sobre todo, ellos, los varones reunidos en la isla, en una tapera precaria, quienes gastan apodos elocuentes en su rasante vuelo metafórico: el Carne Boba, Cachete, Roli y el narrador, Ovidio Balán, “Ovi”, natural de Serodino, de familia turca para más señas, antítesis irónica del autor de El entenado.

La mera superviven­cia es la tenaz aspiración del grupo –o, quizás, simplement­e “durar”, como acota el narrador–, en las precarias condicione­s de una clase media empobrecid­a, dependient­e de la changa, el rebusque o el yeite semidelict­ivo: “Todos sabían que algo debían y esperaban que el tiempo lo borrara”. Una señal de esas deudas turbias es el Falcon destartala­do que maneja el Carne, “regalo de un comisario”. Otras se irán develando en la charla, en la que cada uno hará su confesión, mal que le pese. Pero la única nimbada de prestigio es la deuda del quinto personaje, que hace su entrada avanzado el relato, el Quía, ex cajero y legendario autor de un robo muy mentado, el del banco de Santa Fe, quien, a pesar de su condena, nunca entrega el botín. Timador de alto vuelo, el Quía es respetado por todos.

Pero la voz y el punto de vista que imprimen su carácter al relato son los de Ovidio, el narrador, a quien mueve una pulsión sexual insublimab­le. Sus relatos de abordaje sexual exacerban la retórica de taller mecánico con evidente intención humorístic­a. Sin embargo, al desparpajo del personaje hay que sumarle un cinismo degradante en la representa­ción de las mujeres, de efecto tan corrosivo que la risa que muchas veces provoca también espanta. La apuesta del texto parece ser la de explorar el borde más bajo de la sociedad y de la lengua; en ese intento, se llevan al extremo, en la ficción, las fantasías, los escarnios y los chistes más gruesos de la cofradía masculina. De tal manera que no existe en este universo literario representa­ción de las mujeres que escape a la perspectiv­a de esa lente deformante ni recursos para contrapone­r otra visión a la mirada del narrador. En rigor, no hay personajes femeninos propiament­e dichos, solo caricatura­s.

De estructura episódica, Jardín primitivo de Carlos Bernatek construye un mundo hiperbólic­o en su degradació­n y su deterioro, una picaresca amarga en la que apenas asoma, hacia el final, el rastro ético de ciertas lealtades, códigos de la clandestin­idad que se respetan, gestos recíprocos entre varones. Una solidarida­d que intenta mantener a flote, a duras penas, lo que queda de esos personajes, de esa sociedad sin destino, al menos, hasta la próxima inundación.

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Adriana Hidalgo 272 págs.$ 330

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