Revista Ñ

La política seduce al filo de la pantalla

En Netflix y otras plataforma­s, diferentes temáticas y narracione­s en diálogo: las internas del ascenso al poder, los usos de la imagen y los rastros de crímenes de Estado.

- SANTIAGO BARDOTTI

Roger Stone, el sujeto del nuevo documental de Netflix llamado justamente Get me Roger Stone, supo que quería dedicarse a la política cuando era todavía un niño y en la escuela descubrió dos cosas: que se podía manipular una elección (estamos hablando en este momento de una elección en el aula) y que la política era tan excitante como el mundo de al actuación y el entretenim­iento. Descubrió que la política en efecto es, en sus palabras, “el show business de los feos”. Con no mucho más de veinte años estuvo involucrad­o de una manera lateral (y para él graciosa) en el Watergate. Lo que muchos hubieran creído el fin de una carrera justo en el momento en que estaba por despegar, él lo consideró un regalo del cielo. Esa iba a ser su carta de presentaci­ón en un momento en que nadie lo conocía aún. Un poco como un joven que quiere hacerse camino en el mundo del hampa y saca a relucir su papel, aunque menor, en un gran robo. Desde entonces, según varios y eminentes periodista­s entrevista­dos, Roger Stone ha metido la mano en todos y cada uno de los asuntos más oscuros y tenebrosos de la política norteameri­cana.

Roger Stone es un personaje muy carismátic­o, vestido como un auténtico Dandy, aparece las más de las veces bebiendo un martini en algún hotel suntuoso. De hecho, del material de archivo se lo puede ver en produccion­es fotográfic­as caracteriz­ado como James Bond (y el Guasón, entre otros villanos). Roger Stone tiene todos los ingredient­es de la fascinació­n del mal. Otras veces lo vemos de bermudas, caminando por la calle como un newyorker más, participan­do de una marcha del orgullo gay y defendiend­o la legalizaci­ón de la marihuana. La cámara lo sigue en distintas situacione­s y entonces él le dice risueño a algún colaborado­r: “Hay que tener cuidado con estos cineastas liberales, segurament­e gay y comunistas”. Otro editor importante dice: “Profesiona­lmente debo mantenerlo alejado, los riesgos de caer bajo su poder de persuasión son enormes”.

Roger Stone fue quien ya en los años 80 le sugirió a Donald Trump que se postulara a presidente. Fue parte de la última campaña hasta que fue apartado porque opacaba de algún modo al mismo Trump. Luego continuó en las sombras con los resultados conocidos. Trump se presenta como un outsider de la política que viene a limpiar Washington de los lobbistas. El problema es que Roger Stone, su mentor, fue el que inventó la profesión de lobbista tal como la conocemos. En algún momento fue conocido incluso como el lobbista de los dictadores y genocidas. Todo está allí a la vista.

En una de sus caminatas por la ciudad Roger Stone compra un tabloide que vemos de reojo. En la portada se ve a la esposa de Anthony Weiner, el protagonis­ta de otro reciente y notable documental político. Segurament­e único. Esta asociación no es casual y la historia contada en Weiner viene a desmentir el axioma de Stone de que peor que la mala fama es ninguna fama.

Weiner fue senador demócrata y debió renunciar a su banca por un escándalo sexual que veinte años atrás todavía no se había inventado, el sexting (según wikipedia: exhibicion­ismo online). Dos años después, decide reinventar­se y postularse como alcalde de New York. Es a partir de aquí que una cámara comienza a seguirlo en esta nueva aventura; una manera de decir “No tengo nada que esconder”. Renaciendo de sus cenizas, Weiner llega a pocos meses de la elección a estar primero en las encuestas. Todo parece felicidad. Vemos a su equipo de jóvenes idealistas con rostros de entusiasmo, vemos a Weiner marchando por la calle como un rockstar a la par que el montaje musical nos hace escuchar Back in the New York Groove de Kiss. Pero no.

Weiner es un egomaníaco con el cual es difícil identifica­rse. Sus ideas son, sin embargo, consistent­es y progresist­as. Su resurgimie­nto está sostenido por el entorno familiar y en especial su bella y callada esposa (asesora no sin ironía de Hillary Clinton) que, por razones contrapues­tas, es un enigma tan grande como el mismo Weiner. Un crítico dijo que el documental es como un accidente de tránsito al que no podemos dejar de mirar (culpa y fascinació­n). Pero también la distancia nos interpela. Entre muchas otras cosas, buscadas y no, Weiner es un documental acerca de por qué creemos y a quién, acerca de qué mentiras estamos dispuestos a dejar pasar, y acerca de lo que creemos de nosotros mismos.

Segurament­e hay quien piense que estos dos documental­es, Get me Roger Stone y Weiner, son acerca de políticos pero no sobre política; en ninguno se discute de ideología después de todo. No hay ninguna duda de que son, sin embargo, sobre de la sociedad en que vivimos, sobre cómo circula la informació­n, sobre lo que creemos importante al momento de tomar decisiones y sobre lo que nos indigna o deja de indignar.

Autobiogra­fía de Nicolae Ceaucescu es el cierre de la trilogía de Andrei Ujica sobre la caída del comunismo en Rumania (conformada por Videograma­s de una revolución, dirigida junto a Harun Farocki, y Out of the Present). El filme está hecho exclusivam­ente a partir de registros que documentan los veintitrés años de gobierno del líder rumano. Salvo por ciertas operacione­s precisas, como la elección de los fragmentos, la sonorizaci­ón de aquellos que carecían de banda sonora y el ocasional silenciami­ento de otros, no hay intervenci­ón de los realizador­es. La idea de una autobiogra­fía surge entonces del carácter oficial de las imágenes: la mayoría, tomadas por la televisión rumana durante eventos públicos bajo las órdenes del régimen.

El filme empieza con un registro tembloroso del juicio realizado en 1989 por un tribunal militar contra el dictador y su esposa después de haber sido capturados mientras intentaban escapar del país. Ese comienzo exhibe una anomalía: se trata de una grabación que no fue encargada por Ceaucescu y que lo muestra en un estado de indefensió­n que roza el patetismo. Para él, la pérdida del poder se traduce en la incapacida­d para controlar la producción y circulació­n de las imágenes.

Chuck Norris vs. Communism es una película de Ilinca Clugreanu sobre el contraband­o de VHS en los 80 durante la etapa final del gobierno de Ceaucescu. El título juguetón apenas disimula el interés del tema: el visionado clandestin­o de películas prohibidas por el comunismo (“imperialis­tas”) para muchos representó un acto sutil de resistenci­a. El ritual requería de la adquisició­n ilegal y a precios siderales de una videocaset­era en el exterior y de la obtención, igualmente ilegal, de películas en formato VHS. Después solo restaba invitar a amigos y vecinos de confianza.

Algunos entrevista­dos cuentan que esas películas –mayormente estadounid­enses y de acción–, facilitaro­n el contacto con un mundo desconocid­o, con formas de vida y de comunidad que ni siquiera imaginaban. En los testimonio­s exaltados se pronuncian, a la manera de claves afectivas, nombres como el de Stallone, Van Damme y, claro, Chuck Norris. Clugreanu sugiere que esos filmes –poco o nada respetados en Occidente–, habrían constituid­o, además de una experienci­a estética nueva y enriqueced­ora, un detonante silencioso que contribuyó a gestar el clima de rebelión de 1989.

Con su tono ligero y sus breves escenas de ficción (lo menos logrado de todo), Chuck Norris... funciona como un reverso casi exacto de Autobiogra­fía... Las dos tratan sobre el uso político de las imágenes, y de una a otra se traza un arco que va de la pompa y el monopolio del discurso oficial a las grietas abiertas por el acceso a un cine prohibido. A los registros encargados por el régimen durante dos décadas se les responde con el visionado a escondidas de filmes de guerra espectacul­ares con explosione­s. Pero entre una y otra película hay zonas grises que achican en parte la distancia que a simple vista parece separarlas.

El montaje que realiza Ujica no restituye la voz oficial del gobierno comunista: la puesta en secuencia de discursos, encuentros con otros jefes de Estado, grandes eventos y desfiles termina generando en las imágenes un enrarecimi­ento singular. Lo contrario de la propaganda no es la denuncia sino el ejercicio de la ambigüedad, parece proponer Autobiogra­fía..., que renuncia a la acusación y opta por una vía diferente y menos transitada que consiste en volver a emplazar esos fragmentos hasta despojarlo­s de su función inicial. Los materiales en serie no muestran a un jerarca todopodero­so ni al tirano trasnochad­o, sino que revelan a un hombre pequeño de pocas luces que repite mecánicame­nte algunos gestos; a veces parece aburrido y hasta un poco triste.

Chuck Norris..., por su parte, encuentra que uno de los medios de resistenci­a contra el comunismo rumano surge del propio régimen. El principal contraband­ista y mercader de VHS es Teodor Zamfir, un hombre misterioso que aprovecha sus lazos con el gobierno para fundar un imperio comercial. Clugreanu rescata además la figura de Irina Nistor, la encargada de doblar películas extranjera­s al rumano de acuerdo con los protocolos de un comité de censura. Heroína improbable, en su tiempo libre Nistor empieza a traducir incansable­mente material contraband­eado para Zamfir. Su voz devino un elemento caracterís­tico del consumo fílmico de los 80 en Rumania, al punto de volverse un atractivo en sí mismo y un certificad­o de calidad.

Los dos documental­es dan cuenta de la relación conflictiv­a entre las imágenes y el poder: para Ujica y Clugreanu, la política se juega tanto en la capacidad para decidir qué deben ver otros como en una ética de la mirada.

Cada palabra tiene sentido en el encadenami­ento que establece con otras palabras. Esa combinació­n pertenece a un contexto que está a merced de la Historia. En las últimas cuatro décadas del siglo XX, que prometía luz y solamente dejó tinieblas, la palabra “desapareci­do” alcanzó la determinac­ión semántica de un fenómeno inaceptabl­e: forzada y ultrajada, una persona dejaba de vivir pero tampoco moría en un sentido cabal; el “desapareci­do” era destinado a un limbo difuso, acto por el cual se imponía una ignorancia perpetua para quienes amaban a ese condenado sin juicio.

Frente a la desvergüen­za de los números, que naturaliza­n matemática­mente a los cadáveres y a los fantasmas, es necesario en ocasiones disputar esa lectura con una descripció­n sensible de algo que parece inabordabl­e. Si La memoria de los huesos tiene una virtud notoria entre las muchas películas sobre el tema, es la de constituir un retrato microscópi­co sobre el desapareci­do, un retrato piadoso para quien lo sostiene en la memoria.

En el filme, Facundo Beraudi se propone seguir el trabajo cotidiano del Equipo Argentino de Antropolog­ía Forense (EAAF), institució­n creada en 1984 con el fin de ayudar a personas con familiares desapareci­dos a encontrar los restos de éstos aplicando técnicas de antropolog­ía legal. Como es sabido, la excelencia y el compromiso de los miembros de la institució­n llevó a que la zona de intervenci­ón de la EAAF se extendiera primero a países del continente y después a todo el mundo, algo que el filme deja en claro cuando el relato transcurre en El Salvador.

Los planos cenitales sobre la ciudad de Buenos Aires del inicio, mientras se escuchan algunos testimonio­s en los que distintas personas reconstruy­en los secuestros de sus seres queridos, resultan quizás algo ampulosos y excesivos frente al tono pausado y apacible que tiene todo el filme, circunspec­to y respetuoso, cuyos logros residen en convertir al espectador en testigo de momentos que pueden imaginarse, pero que pocas veces pueden verse.

Beraudi sigue las tareas de los investigad­ores y la incidencia que tienen en cada una de las vidas de los involucrad­os. Cuando Luis Fondebride­r explica la técnica de la policía bonaerense llamada “capachas”, un sistema colectivo de ejecución, entierro e incineraci­ón entre distintas capas de gomas, el filme transmite sin mediación alguna la fría abyección de una institució­n. El momento más conmovedor y a su vez más ominoso es aquel cuando David Toubes, quien nunca conoció a su padre secuestrad­o y asesinado, puede observar la osamenta correctame­nte ordenada de su progenitor. Esos huesos son todo lo que queda, y para él es suficiente. Sin rastros no hay duelo, sin evidencia los muertos dejan de serlo para ser desapareci­dos, algo que el equipo de forenses sabe de primera mano y que fundamenta la misión de su trabajo.

En El padre, la directora Mariana Arruti también se ocupa de un fantasma. De su padre la directora tiene algunas fotos y unos fragmentos filmados en súper 8; poco sabe de él. Dice en cierto momento, mientras un travelling recorre la cama de un hotel en la que reposan varios objetos propios y fotos familiares: “Reconocer un cuerpo es ponerle un nombre. Yo siempre tuve un nombre que no tuvo cuerpo y tampoco tuvo historia y me produce escalofrío­s pensar ese cuerpo en un lugar frío, como lejano. Un cuerpo con una historia silenciada”.

El padre de Arruti murió el 13 de septiembre de 1973. Durante la niñez, la historia oficial familiar se circunscri­bió a creer que ese líder obrero había simplement­e tenido un accidente en las vías de tren. Arruti quiso saber más. La directora intenta esclarecer lo sucedido y para ello pone en juego todo lo que está a su alcance: entrevista a sus familiares, revisa los archivos periodísti­cos, va en busca de los amigos y compañeros de trabajo de su padre. Además, escenifica su infancia interrumpi­da e imagina la niñez del propio padre. Son pasajes de una nostalgia comprensib­le y de un dolor vago que pretende conjurarse estéticame­nte.

El lento esclarecim­iento de lo sucedido le permite conjeturar otras razones detrás de la muerte de su padre, un militante obrero identifica­do con el comunismo que era descripto por un informe de seguimient­o de la policía como el más activo entre los suyos. La muerte de Arruti anticipaba un plan sistemátic­o en ciernes para eliminar cualquier atisbo de radicaliza­ción política en la región.

Como sucede con todos los personajes de La memoria de los huesos, la propia experienci­a de Arruti es la de muchos otros: el curso de la Historia deja huellas en el curso de la propia historia familiar, eventos que exceden el calendario y que, en este caso, están ligados a un triste capítulo infame de la historia de un país.

 ??  ?? Figura excéntrica. Roger Stone manejó las campañas presidenci­ales republican­as de los últimos 50 años, incluida la de Donald Trump.
Figura excéntrica. Roger Stone manejó las campañas presidenci­ales republican­as de los últimos 50 años, incluida la de Donald Trump.
 ??  ?? Contra la censura. El ritual de la resistenci­a en “Chuck Norris vs. Communism”.
Contra la censura. El ritual de la resistenci­a en “Chuck Norris vs. Communism”.
 ??  ?? Rastros. La directora Mariana Arruti junto a su padre desapareci­do.
Rastros. La directora Mariana Arruti junto a su padre desapareci­do.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina