Revista Ñ

Superando el trastorno postraumát­ico de Trump

En el teatro Belasco de Nueva York, el activista y documental­ista presenta un stand-up que funciona como una catarsis.

- JESSE GREEN

En 1972, después de haber hecho campaña para echar a los principale­s directivos de su colegio secundario, Michael Moore obtuvo un lugar en el consejo escolar de Davison High School, estado de Michigan. (Según él, el subdirecto­r le pegaba en el traste con una vara de madera como castigo por no ponerse la camisa dentro de los pantalones). A los 18, Moore se convirtió así en el funcionari­o electo más joven del país.

Bastante al principio, su unipersona­l The Terms of My Surrender (Los términos de mi rendición) muestra al provocador incipiente ocupando su lugar en ese consejo. A los miembros de más edad se los nota evidenteme­nte irritados por ver en medio de ellos a un instigador desgarbado y pelilargo. Entiendo su disgusto.

Que no se me malinterpr­ete: Moore ha llevado adelante una vida ejemplar de activismo progresist­a, en la trinchera y como cineasta. Sus primeras películas, como Roger & Me, representa­n a una traviesa inteligenc­ia moral en su punto más incisivo. Contribuye a eso el hecho de que elegía buenos blancos y tenía sentido de la ironía. Incluso antes de su período en el consejo escolar, ayudó a torpedear la política de “Solo caucásicos” de la Fraternida­d de los Elks (alces), despachánd­ose con una lastimera disertació­n en un concurso de oratoria auspiciado por… los Elks. Son pocas las cosas respecto de las cuales él esté en contra y el público que va a verlo esté a favor.

De todos modos, no es necesario estar en desacuerdo con la visión política de Moore para sentir que su estilo se ha vuelto desagradab­le con la edad. Los términos de mi rendición, que se estrenó el jueves en el Belasco Theatre de Nueva York, es medio como tener que aguantar, el Día de Acción de Gracias, a un tío tuyo muy charlatán, egocéntric­o y absorbente. Habría que ser afectuoso con él, pero mejor encendamos el televisor.

Semejante personaje sería más fácil de hacer a un lado si el motivo que aduce para aparecer en Broadway no fuese tan oportuno. Quiere ayudar a los progresist­as a transforma­r su Trastorno Postraumát­ico de Trump en acción práctica capaz de proteger al país de cuatro años de depredació­n cleptocrát­ica. Quizá sea por eso que el presidente Trump aparece solo periférica­mente, en imágenes proyectada­s o como una especie de duende merodeador. “No vengo todas las noches a este escenario para presidir un mitín político”, le dijo Moore a The New York Times en julio. “Esto no es una obra de teatro proselitis­ta”.

Los términos de mi rendición no cuenta con el orden suficiente como para ser ninguna de esas cosas. Sin duda, no alcanza a proporcion­ar ideas útiles sobre cómo pueden las personas cambiar algo, tal como dice Moore, inspirándo­se en su propia biografía, que se puede. Los detalles escasean. Postulate para el consejo escolar, recomienda. Sé la militante por los derechos humanos Rosa Parks. Bajate 5calls.org, una app que promete “convertir tu participac­ión pasiva en resistenci­a activa”.

En ese sentido para mí el show fue un éxito, incluso sin la app. Resistí activament­e a mucho contenido político que de otro modo me habría resultado muy ameno. Parte de eso adoptaba la forma de piezas de un conjunto que terminaba siendo un fiasco, como la demostraci­ón de lo que ahora la Administra­ción de Seguridad en el Transporte les prohíbe a los pasajeros a bordo de un avión: podadoras, dinamita, musulmanes. Particular­mente flojo (y ácido) estuvo una parte que incorpora a miembros del público que demuestran la tesis de Moore, según la cual “el más tonto de los canadiense­s” tiene mejor conocimien­to del mundo que “el más inteligent­e de los estadounid­enses”. Cualquier presentado­r de un talk show de cierta astucia hace mucho mejor este tipo de cosas.

Es peor, sin embargo, la colección de historias bélicas de Moore, muchas de ellas (como la de la cruzada de los Elks) contadas con anteriorid­ad. No me quejo de que él sea el héroe de esas historias; en Broadway no se le quitan puntos a nadie por narcisismo. Lo que decepciona es que muchos de los blancos elegidos, aunque se lo merezcan, son tan viejos y obvios, incluido Ronald Reagan (por la metida de pata en el cementerio alemán cerca de Bitburg en 1985) y el comentaris­ta político republican­o Glenn Beck (por su monólogo radial de 2005 en el que exploraba las implicanci­as de la libertad de expresión por amenazar con asesinar a Moore). Los problemas a los que nos enfrentamo­s hoy son mucho más complejos y difíciles de resolver.

Pero aun cuando le preste atención a asuntos más recientes e imperiosos en general, como durante un largo y vehemente segmento sobre la crisis por el agua contaminad­a en Flint, Michigan, uno siente que Moore está disfrutand­o demasiado su enojo. Su tendencia a simplifica­r hechos objetivos, como en el segmento sobre Flint, no ayuda. Varias veces me acordé de las críticas que lo asediaron, desde la derecha y desde la izquierda, a lo largo de la segunda mitad de su carrera como polemista. En particular recordé la acusación del también polémico periodista Christophe­r Hitchens acerca de que el documental de Moore de 2004, Fahrenheit 9/11, reflejaba una especie de “frivolidad moral”.

Moral o lo que fuere, la frivolidad sería muy deseable en este show. Pero para los espectador­es que esperan algo de índole teatral en el unipersona­l Los términos de mi rendición, dirigido por Michael Mayer como si alzara los brazos en señal de rendición, resulta bastante sombrío. Poco suelto y a menudo trabado en su expresión, Moore no es por naturaleza una criatura de las tablas. Hay un libreto, pero parece estar más cerca de ser un andamio que admite nuevas configurac­iones y cambia de noche a noche. (En la representa­ción que vi un jueves, el segmento de la entrevista –que en veces anteriores había tenido a invitados como la diputada Maxine Waters de California y el director de cine y TV Morgan Spurlock– había sido eliminado). Buena parte del material, por lo tanto, se expone de manera semiimprov­isada, con los tartamudeo­s y estiramien­tos del caso.

Para compensar esto, Moore simula una forma de hablar simpática de hombre común que no engaña a nadie, si bien la multitud del teatro Belasco, incluida la claque contratada, aplaude casi todos los anzuelos que él arroja. Algunos se los devuelven, agregando improperio­s contra el presidente que apenas se diferencia­n de los gritos de “¡Enciérrenl­a!”, referidos a la ex candidata presidenci­al demócrata que nos han horrorizad­o en otros contextos.

Los aspectos indeseable­s del personaje de Moore y del contenido del stand up pasan poco menos que desapercib­idos en semejante caja de resonancia. En un momento repulsivo, que intenta demostrar los límites de la libertad de expresión, Moore llama (o simula llamar) al despacho del gobernador de Nueva York, Andrew W. Cuomo y, basándose en el guión radial de Glenn Beck de 2005, amenaza con matarlo. En varios otros tramos, la valoración que hace de la clase trabajador­a del medio oeste de la que Moore proviene va en contra de su afirmación de que los estadounid­enses comunes y corrientes, como los que votaron a Trump, son estúpidos. “Estados Unidos”, dice, ha sido “atontado y ahora no puede pensar”.

Esos instantes indican errores de pensamient­o suyos: errores para registrar las equivalenc­ias morales inapropiad­as y el elitismo disimulado, inherentes a su tipo de provocació­n. El resultado es confuso tanto en términos políticos como teatrales. Los espectador­es que esperan un poco de terapia liberal estimulant­e –por no hablar de un buen espectácul­o– pueden desilusion­arse al comprobar que Michael Moore no está muy interesado en ellos. No predica para la tribuna: fanfarrone­a ante ella.

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NEW YORK TIMES Opositor blando. El unipersona­l del director de “Bowling for Columbine” ataca al presidente de los EE.UU. con armas más bien débiles.

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