Revista Ñ

Controvers­ias de los 70 en orden alfabético

El diccionari­o que armó Gustavo Noriega incluye hechos, nombres clave y debates de una época que no admite una edición definitiva.

- CARLOS A. MASLATON

El periodista y crítico Gustavo Noriega no tiene inconvenie­nte en poner el dedo en la llaga. Y si su opinión es controvert­ida, mejor aún, porque encender la mecha de la polémica le resulta estimulant­e. En estos días está presentand­o Diccionari­o crítico de los años 70 (Margen izquierdo), un libro en el que el procedimie­nto lexicográf­ico es una vía propicia para poner sobre la mesa qué pasó en aquella década signada por la violencia política. A través de cien conceptos, traza un retrato de lo que experiment­ó la sociedad argentina en el enfrentami­ento que basculó entre el Terrorismo de Estado ejecutado por la dictadura militar desde 1976 y su contracara, las acciones de agrupacion­es guerriller­as como Montoneros y el Ejército Revolucion­ario del Pueblo (ERP), entre otras. Un compendio de entradas exhaustiva­mente documentad­as en el que Noriega indaga en tópicos –sin quitarle el cuerpo a la opinión personal– como Jorge Rafael Videla, ESMA, la Triple A, Rodolfo Walsh, la ejecución de Aramburu, manteniend­o siempre una posición que aspira a la ecuanimida­d a la hora de mensurar los horrores que, aun siendo asimétrico­s, se cometieron en uno y otro bando.

–En la introducci­ón del libro sostiene que “en los setenta, la Argentina se volvió loca”. ¿Cómo arriba a ese diagnóstic­o?

–Revisando lo que pasó en la década del 70 me encontré con un montón de episo-

dios que solo podrían describirs­e como demenciale­s. Episodios protagoniz­ados tanto por la Dictadura como por grupos guerriller­os y me dio la sensación, leyendo materiales diversos, que lo que articulaba la idea de locura, lo que habilitaba el hacer cosas fuera de norma y justificac­ión, era la idea de revolución. Mejor dicho, la idea de la inminencia de la revolución. De que la sociedad podía cambiar tanto rápidament­e, de que iba a haber un hombre nuevo. Y eso habilitaba a hacer cualquier cosa de un lado, y a que los que se sentían amenazados por esa idea se pensaran igualmente habilitado­s. Y una de las entradas más escalofria­ntes de las que es- cribí que reflejan esa locura perversa es la que cuenta de las mujeres detenidas en la ESMA, esclavizad­as por el proyecto de Emilio Massera, que una noche las visten, las sacan a bailar a “Mau-Mau” (boliche de moda), bailan con los marinos represores, después las suben al auto, las devuelven a la ESMA, les sacan la ropa y les ponen otra vez los grilletes.

–Desde 2003, con el arribo al poder del kirchneris­mo, se revisitó discursiva­mente la década del 70 y se reivindicó el accionar de la juventud que se decantó por la lucha armada. ¿Cree que esto dificultó discutir imparcialm­ente los hechos terribles que ocurrieron en aquella década?

–Es indudable que la épica que le puso el kircherism­o a la década del 70, con la idealizaci­ón de la juventud revolucion­aria, es algo que estaba muy forzado por una mirada política contemporá­nea, que iluminaba el pasado de una manera muy sesgada y que además dejaba muchas cosas sin resolver. Congeló un relato muy idealizado, muy esquemátic­o, y muy represivo respecto de lo que se podía decir y de lo que no. Es la hora de la reacción frente a un relato congelado. Por otra parte, la dictadura generó un nivel de violencia que va a tardar mucho en saldarse. A todos los países les cuesta mucho salir de una época tan violenta; la Argentina eligió un camino, con sus pro y sus contra, muy decidido de rechazo hacia la violencia, y el tiempo pasa pero las heridas quedan. Es muy difícil y hay heridas de las que no se habla, que son las víctimas de los grupos revolucion­arios. Esa es una deuda que tiene la conversaci­ón pública. La sociedad tiene esa deuda: por esa cristaliza­ción del relato idealizado es muy difícil escuchar al familiar de un colimba o de una persona que estaba cerca del lugar donde explotó una bomba, porque son mal mirados en la conversaci­ón pública, y eso es algo que hay que saldar.

–Aborda la cifra de los desapareci­dos con la entrada “Treinta mil”. Es un tema todavía actual y conflictiv­o. ¿Cuál es su posición frente a él?

–Las denuncias se acercan a la cifra de diez mil desapareci­dos. Probableme­nte sean más de diez mil, pero difícilmen­te lleguen a triplicars­e. Una suma que no importa demasiado, porque igual es una cantidad enorme de asesinatos cometidos y ocultados por el Estado. Una consigna no debe impedir una investigac­ión seria acerca del número de desapareci­dos. Es una tarea científica, académica, no de militantes, ni siquiera de mi libro, que revisa bibliograf­ía al respecto. Es una tarea de historiado­res. Pero de ninguna manera puede ser puesta con límites previos, condiciona­dos por un discurso público. Hay que determinar cuántos son. Tampoco me parece que sea tan relevante el número final, porque los casos seguros que tenemos, diez mil, ya hablan de la mayor acción represiva por parte del Estado que tuvo la historia argentina. Con eso alcanza, en términos políticos y morales, para juzgar lo que fue la dictadura militar. –En medio de esa vorágine de violencia, rescata las figuras del periodista Robert Cox y la funcionari­a estadounid­ense Patricia Derian como dos personas justas…

–Lo que me impresiona sobre Cox y Derian, más allá de que quizás no es casual que sean nacidos en otro país y que ambos sean anglosajon­es, es que fueron dos personas que pusieron los valores del ejercicio de la profesión que tenían por delante de todo lo demás. En el caso de Cox, era un señor nacido en Inglaterra, director del Buenos Aires Herald, que recibió el golpe con el beneplácit­o de los grandes diarios argentinos, que pensaba como

tantos otros que se podía poner un poco de orden a la violencia que estaba descontrol­ada en el año 75 y principios del 76, y tenía la idea de que Videla era un caballlero –idea compartida por Borges, Sabato, una gran parte de la sociedad, y hasta un arco político que iba del Partido Comunista hasta la embajada de EE.UU. Pero cuando le llega informació­n de que la gente es desapareci­da y hay madres que dan vueltas en la plaza reclamando por sus hijos, él va y averigua. Se pone en contacto con las madres, va a las morgues y cementerio­s, averigua que hay cadáveres N.N. Cumple con su tarea de periodista, y al hacerlo no solo les da contención humana a las futuras Madres, poniéndose en peligro él, sino que también en ningún momento deja de pensar en cómo actuaba la guerrilla. A los hijos de las madres, que en su mayor parte eran miembros de las fuerzas revolucion­arias, los sigue llamando terrorista­s, a pesar de que ya establece una relación humana, publica las desaparici­ones y pone en riesgo su vida. El no necesitó desdibujar la idea del combatient­e para defender sus derechos, sino que le parecía que, por ser humano, tenía derechos universale­s e inviolable­s, y eso le bastaba. Tuvo que exiliarse, por supuesto. Fue un héroe que simplement­e cumplía con su trabajo de periodista y defensor de los derechos humanos.

–¿Y Derian?

–Ella, como secretaria de Derechos Humanos del gobierno de Jimmy Carter, lo mismo: en su primer viaje, mucha de la gente con la que se reúne –miembros de partidos políticos, sindicatos, etc.– le decían que había una corriente no tan salvaje dentro del gobierno militar, que la presidía Videla, y que no había que hablar tanto de la represión porque se estimulaba a los sectores más duros en contra de Videla. Y ella averiguó, como Cox, y llegó a la conclusión de que era una represión salvaje, e incluso contra la opinión de algunos sectores del propio gobierno estadounid­ense, logró hacer una presión tal en el gobierno argentino, de modo que se aceptara la visita de la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos. Es muy irónico que las personas que más hicieron porque en el mundo se conozca que en la Argentina los militares violaban los derechos humanos fueran un gobierno estadounid­ense y un señor inglés de valores totalmente liberales.

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Epica. Noriega sotiene que la idealizaci­ón de la juventud revolucion­aria que realizó el kirchneris­mo fue algo que estaba muy forzado.
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$ 389
DICCIONARI­O CRITICO DE LOS AÑOS 70 Gustavo Noriega Margen izquierdo 312 págs. $ 389

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