No hay lugar para dos egos en la Casa Blanca
Trump no toleró el perfil creciente de su asesor ultranacionalista, quien vuelve a su papel de agitador fanático en la Web.
En muchos, si no en la mayoría, de los gobiernos estadounidenses, surge alguna figura que convence a la prensa de que el presidente no podría funcionar sin él (todavía no ha habido una “ella”). El colaborador indispensable es, en realidad, uno de los recursos más trillados de la presidencia moderna. Karl Rove era el “cerebro de Bush”; Harry Hopkins mantenía unido al prolífico equipo de la Casa Blanca de Franklin Delano Roosevelt; Bill Moyers apareció en la portada de una revista como el “Angel Bueno de Johnson”. Sin esa figura, dice inevitablemente el relato, el gobierno sería un lío, un desastre.
La mitad de las veces, el recurso es inventado o alentado por la figura indispensable misma. Los periodistas suelen creer la historia, independientemente de cuánto fundamento tenga: clarifica todo y les da algo sobre lo cual escribir. El colaborador indispensable está más que dispuesto a revelar alguna anécdota dramática de cómo salvó la situación, tuvo una idea particularmente ingeniosa o impidió algún terrible error.
Pero, la mitad de las veces, la autodenominada figura crucial se excede. En la Casa Blanca de Reagan, Don Regan, que sucedió a James Baker como jefe de gabinete, se creyó primer ministro: se incluyó en las fotos de Reagan con Mikhail Gorbachev, era grosero con los seres inferiores (incluidos los periodistas) y cometió el error fatal de cortarle el teléfono a Nancy Reagan, que estaba dedicada a cuidar a su Ronny. Regan pronto salió de escena.
Los presidentes no leen con particular agrado que un colaborador superinteligente les haya sacado las papas del fuego. Todos los presidentes tienen su ego: si hay otros que son tan vivos, ¿por qué no son presidentes? El presidente electo sagaz detecta a los pavos reales y evita esa especie desde un comienzo o sabe cómo controlarle las plumas. Barack Obama estaba bastante contento consigo mismo, y con razón, pero tal era su dignidad que durante su presidencia no surgió ningún supercolaborador. A sus asesores no se les ocurrió tratar de brillar más que él.
Stephen Bannon no fue particularmente sagaz como colaborador de la Casa Blanca –no podía contener su pavo real interior– y el ego de Trump es particularmente frágil. Ambos son o fueron inadaptados en su papel. Trump había pasado su vida en los negocios rodeado de familiares y aduladores: ningún accionista o vicepresidente con ambiciones propias. Ambos eran un mal matrimonio celebrado en el infierno de la Casa Blanca.
Mientras era candidato, Trump seguía sus instintos, y en la campaña presidencial 2016 su instinto era que los obreros y otras personas que tenían temor por su futuro económico necesitaban una víctima, ya fueran los inmigrantes mexicanos o los banqueros multimillonarios. Un muro –fantasmagórico o no– podía dejar fuera a las “malas personas” que México “nos estaba enviando”.
Da la casualidad que, de todas las personas que rodeaban a Trump, Bannon era la que más coincidía con esas posturas. Una persona como Bannon –que se presenta como una figura erudita y confirma nuestra propia genialidad– es una persona que uno quiere tener cerca. Trump es básicamente un tipo que dice “lo que sea que funcione”. Una vez elegido, trajo multimillonarios para poblar su gabinete y hasta ahora parece haberse salido con la suya al decir a sus seguidores que se necesitan ricos para dirigir el país.
Bannon, en cambio, se envolvió en lo que podría definirse aproximadamente como una filosofía, que consistía en una ira nihilista hacia cualquier “establishment”. Pero el suyo era un falso populismo: si bien políticamente Bannon defendía a los obreros, vivía de los millones que había acumulado durante su gestión en Goldman Sachs y a través de una inversión afortunada en la comedia Seinfeld. También prosperó con el respaldo de la familia multimillonaria Mercer. Los Mercer, que amasaron su fortuna gracias al genio high-tech del patriarca Robert Mercer y un fondo de cobertura que este dirigía, el fondo Breitbart News, un sitio web de derecha antes editado por Bannon que promueve el ultranacionalismo y la supremacía blanca, con tufillo a antisemitismo. Las opiniones ostensiblemente radicales de Bannon estaban vestidas de un elegante conjunto de principios bordado con menciones de nombres de pensadores estrafalarios. En materia de comercio e inmigración, por ejemplo, la filosofía adquirida de Bannon se alineaba con el oportunismo político de Trump.
Era un error ver a Bannon como el Pigmalión de la Galatea de Trump o, como hacían algunos, como el Rasputín de la Casa Blanca de Trump. Bannon fortaleció la inclinación nacionalista que llevó a Trump a no hacerle caso a su hija Ivanka y sus asesores económicos retirándose del acuerdo de París sobre el clima. Y Bannon interfirió en la política exterior al hacer que lo nombraran durante algún tiempo en el Consejo de Seguridad Nacional, hasta que dos de los generales del gobierno de Trump –el asesor de Seguridad Nacional H.R. McMaster y John Kelly (actualmente jefe de gabinete)– lograron que se lo removiera. (Se cree que Bannon fue el responsable del reciente esfuerzo para echar a McMaster, principalmente sugiriendo que el militar es “anti-Israel”).
Pero el papel de Bannon como genio sin cartera –con el que Trump lo consintió hasta que llegó Kelly y le aclaró las cadenas de mando– fue su perdición. Al no tener ninguna responsabilidad definida, interfirió donde quería… y acabó con numerosos enemigos. Tuvo tiempo suficiente para librar batallas internas al dar información a los periodistas sobre sus rivales en la Casa Blanca, aunque pasaba a alguien (por ejemplo, al ex jefe de gabinete Reince Priebus) de rival a amigo según le conviniera. Bannon era tanto un buscapleitos como un funcionario… y ambos roles no encajaron entre sí. Trump también empezó a ver a Bannon como alguien que filtraba información. Y la Casa Blanca de Trump está demasiado llena de filtraciones: muchos de los que trabajan allí hacen saber a los periodistas que, en el mejor de los casos, tienen sentimientos encontrados respecto a trabajar con Trump pero creen que la valentía es quedarse y proteger al país de su liderazgo.
La fanfarronería de Bannon lo llevó al terreno más peligroso donde enfrentar a Trump: la obsesión del presidente con su victoria electoral. La ambigüedad de ganar la votación del Colegio Electoral (no, como postula falsamente, por el mayor margen desde Reagan) pero perder el voto popular por casi tres millones de boletas, persigue a Trump. Es por eso que inventó millones de votantes “ilegales” e hizo imprimir mapas que mostraban en rojo los estados en que había ganado –que abarcaban la mayor parte del territorio de los EE.UU.– sugiriendo incluso a por lo menos un periodista que su diario publicara el mapa en la portada.
Las insinuaciones de Bannon de que tuvo un papel importante en la victoria electoral de Trump fueron tóxicas para la relación entre los dos. Y por eso este inadaptado a la Casa Blanca finalmente tuvo que irse. Sin embargo, ahora que Bannon ya no está, lanzará misivas desde su nuevo viejo puesto en Breitbart, al que volvió el mismo día en que anunció su partida. Y Trump seguirá siendo Trump.