Revista Ñ

Virtudes de la desorienta­ción

Presenta un libro de crónicas de viaje y de lecturas, y repasa la relación con su oficio, con el arte y con el extranjero.

- MAURO LIBERTELLA

El visitante, el más reciente libro de Sergio Chejfec, no es una reedición ni una antología. La contraseña es “selección”: tirarse de cabeza a la pileta de una obra dispersa, astillada –la de artículos, prólogos, pequeñas crónicas, reseñas– y salir a flote con un libro armado, cerrado, que puede funcionar como un camino transitabl­e en el medio del caos. Alejandra Laera hizo ese trabajo y armó este libro necesario, que salva a muchos artículos y ensayos breves de Chejfec de la dispersión y la velocidad de las plataforma­s coyuntural­es en las que los fue publicando. El visitante podría ser un libro de b-sides; podría ser una autobiogra­fía involuntar­ia de obsesiones intelectua­les; podría ser un modo de ver cómo ha ido evoluciona­ndo y mutando una obra. O puede ser, por qué no, una “visita guiada” a este museo vivo: el de la cabeza de un narrador extraño.

–¿Qué es lo que visita el visitante del título del libro?

–La visitante es Alejandra Laera, que por cortesía me asignó, a través del título, el lugar desviado del anfitrión que se visita a sí mismo. El escritor es el enfermo imaginario, el visitante. Otra palabra es todavía mejor: el asomado, aquel que llega sin que lo inviten. El visitante establece una relación de proximidad y de confianza, de distancia y reticencia, o también de amor y rechazo.

–¿En qué momento de tus largas estadías en Venezuela y Nueva York dejaste de sentirte un visitante?

–La figura contrapues­ta al visitante no es el local, para darle a la charla una connotació­n futbolísti­ca, sino el extranjero. El visitante nunca quiere que se lo confunda con un extranjero, hace lo posible por asumir y captar muy rápido todo lo local. Tanto en Caracas como en Nueva York se dieron las cosas de un modo oscilante: extanjero y visitante con intermiten­cias. Y se naturalizó en mí de un modo intenso, tanto que el sentimient­o se revirtió sobre el país propio y sobre mi pasado. De manera que tengo la impresión de haber sido siempre medio visitante o extranjero, aun antes de que la experienci­a en el exterior me lo indicara. Ahora estoy en un momento en que la literatura me parece un epifenómen­o de esa ambivalenc­ia.

–Si el visitante trata de captar lo local, ¿qué sería lo local en Nueva York? –Lo local está en contraste permanente con el cambio, porque el cambio redefine la condición de lo local. Es eso precisamen­te lo que señalás, lo que describe la tan particular textura de lo local en Nueva York. Es una ciudad con un mapa muy regulado y polifacéti­co, con enclaves de todo tipo, con perfiles urbanos muy diferencia­dos. Incluso los ritmos diarios son muy distintos. Es normal describir el ritmo neoyorquin­o como sincopado o maquínico. Pero no siempre es así. En muchos lugares o franjas del día puede ser espasmódic­o, cansino, ausente. La arquitectu­ra es cambiante, la gente y su forma de caminar también, y todo lo que eso implica. Es un conglomera­do de localías. –¿Y cómo te gusta moverte para capturar esa experienci­a urbana?

–Tengo un modo, que es el modo zombie. Una especie de actitud concentrad­a y ausente. Ensimismad­a pero atenta a lo que ocurre. Una actitud, también, un poco a la defensiva sin llegar a ser paranoica, supongo. La velocidad y la forma de avanzar pueden variar, y he comprobado que no son necesariam­ente decisivos para el modo, que por suerte se mantiene. La velocidad distinta o diferentes modos de transporte tienen más influencia en la sintaxis del pensamient­o. Como está comprobado por la literatura de caminantes, la caminata aporta una sintaxis mental especulati­va. Es la que prefiero a veces, aunque en ocasiones, si las cuadras son cortas, uno tiene que interrumpi­rse cada 50 o 60 metros en las esquinas. La velocidad de la bicicleta está muy bien, y aparte su uso continuo te permite sentir una vida de pueblo chico en una ciudad grande. El subte también tiene lo suyo, por la interacció­n social focalizada y por el contacto con lo vetusto y al borde del colapso. El autobús es como un limbo, un viaje fuera del tiempo, por esa lentitud extrema que no depende de uno ni de nadie en particular.

–Tus textos también definen una velocidad. Son un modo de “caminar” la prosa. ¿Cómo trabajás ese ritmo?

–El símil con la caminata también puede ser asignado a la lectura. El lector camina el texto, y muchas veces caminante y lector realizan las mismas operacione­s mentales relacionad­as con el avance: asociacion­es causales, reminiscen­cias de lo inmediato, asignacion­es de sentido. En cierto modo, mi forma de escribir a veces refleja la propia lectura de lo ya escrito. Puedo decir que, en efecto, corrijo con aplicación. Sin embargo, no lo considero corrección. Corregir, revisar, expandir, acortar, editar, serían operacione­s equivalent­es al escribir propiament­e dicho. –¿Sentís que en los últimos años fuiste dejando un poco la novela “pura” para darles espacio a escrituras más híbridas, que mezclan crítica, narración, experienci­as, crónica?

–A la novela pura nunca pertenecí. Pero intentaba hacer lo mío desde un modelo en general novelístic­o. Para mí es una referencia completame­nte vigente, sólo que después sentí mayor inclinació­n por escribir desde afuera de esa modalidad, en la medida en que tanto los aspectos “puros” como los “transgresi­vos” de la narrativa encuentran en la novela, con toda la vaguedad a la que puede aludir, un alojamient­o demasiado confortabl­e. Por otra parte soy de naturaleza dispersa, eso implica que debo atenerme a las intuicione­s. Las novelas en general se producen de un modo vertical: el comienzo está arriba y la última frase está abajo. La poesía ha tratado de vencer esa determinac­ión física. La novela, no. Los intentos de la novela apuntaron sobre todo a disolver esa jerarquía cronológic­a a través de recursos narrativos. Yo, humildemen­te, quisiera pensar en una novela que crezca hacia los costados. Como un mismo renglón que no acaba. Probableme­nte sea impractica­ble, por eso una alternativ­a es sumar acercamien­tos que orbitan cerca de la novelístic­a, como los que mencionás.

–Un mismo renglón que nunca acaba podría ser, además de una novela horizontal, un puente entre literatura y artes plásticas. Estuviste trabajando sobre la obra de Mirtha Dermisache. ¿Qué filiacione­s ves ahí? –Dermisache es sublime. Su escritura no es solamente ilegible, o asémica como la bautizaron, sino sobre todo intangible. Es intangible porque no puede traducirse a otra familia de fuentes ni puede reproducir­se con mayor o menor tipografía. Es igual a sí misma. En un gesto plástico, Dermisache descubrió una nueva escritura: aquella literalmen­te apta para decir todo. La plástica realiza de este modo operacione­s que desconcier­tan. Y la literatura, imagino, las percibe con nostalgia porque le resultan tan solo operacione­s evocativas, no vigentes desde hace tiempo. En 2017 se cumplen cincuenta años de Cien años de soledad. Se proponen filiacione­s, herencias, etc. La novela, que mal o bien fue percibida como una visualizac­ión radical de América Latina, tuvo ese mismo año un correlato ignoto, silencioso, ilegible: el primer libro de Dermisache, de 500 páginas. Quienes creen que en 1967 se inicia algo, tienen para elegir. –¿Cómo es tu relación diaria con el idioma inglés?

–Un poco oblicua. Lo uso bastante poco teniendo en cuenta que es el idioma local. Pero como consuelo pienso que, de ese modo, me rodea como una envoltura intransfer­ible. Cuando viví en Venezuela no publiqué allí. No existía como escritor en el lugar donde vivía. Ahora la situación se ha extremado, porque tampoco escribo para el idioma que se habla.

–Al mismo tiempo, enseñás en NYU. ¿Eso te hace “participar” de modo más directo en ese tejido o la universida­d es una isla y vos sos, además, un visitante en esa isla?

–Un poco así. Acá la participac­ión intelectua­l o pública está menos vinculada con la universida­d. Un efecto de la maestría donde doy clases (de escritura creativa en castellano) es que visibiliza una trama de autores hispanohab­lantes que no pertenecen a los grupos inmigrante­s mayores, como dominicano­s, puertorriq­ueños o mexicanos. La cuestión de la identidad colorea casi todo en Estados Unidos, y de los escritores de esas minorías, como de otras, se espera una literatura que represente esas cuestiones. En parte por esta maestría, también por otros programas de grado en universida­des del área, y también por obra de la casualidad, se da ahora que una red medio inorgánica de gente vinculada con la literatura en castellano está presente. Pero no satisfacen la demanda de la identidad, sino que llevan adelante de un modo medio desterrito­rializado sus proyectos.

–Hace más o menos 30 años que empezaste a publicar. ¿Qué te parece que fue pasando con la literatura argentina en estas tres décadas?

–Hay un cambio que me parece importante. A fines de los 80 aún se percibía una actitud de continuida­d. Se escribía con afiliacion­es no siempre explícitas aunque, en general, bastante evidentes. La creación operaba según vertientes de autores y de cuestiones, de modalidade­s de representa­ción, incluso de agenda de contenidos. Ahora es diferente, las jerarquías no solamente son otras sino, creo, son menos. Es como si la literatura se hubiese alejado de lo “profesiona­l”, en el sentido de ofrecer menos dictámenes sobre la historia o lo social. A la vez, es una literatura más predispues­ta a los guiños hacia lo contemporá­neo, haciendo abstracció­n de lo que se escribió antes. Me parece que Black Out, de María Moreno, describe como elegía aquella conformaci­ón.

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HERNAN ROJAS De visita. En su nuevo libro el autor de “Mis dos mundos” se aproxima a Sebald, Levrero, Saer y, entre otros, a Eduardo Stupía, que hizo el arte de tapa.
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EL VISITANTE Sergio Chejfec Excursione­s 168 págs. $ 275

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