Cómo vivir habiendo perdido la cabeza
Un crimen da pie a sucesos delirantes, que proponen algunos interrogantes sobre lo verosímil, la familia y la identidad.
Enrique es un tipo del montón, con escasa confianza en sí mismo, cuya envidia y resentimiento para con el marido de su ex mujer –talentoso violinista que lo ha desplazado en varios sentidos, incluso en la preferencia de sus hijos– lo llevan a planear asesinarlo. Una noche lo embosca antes de llegar a la que fue su casa, pero en el momento en que está a punto de lograr su cometido algo en su interior flaquea y será la proyectada víctima quien le seccione la cabeza con una de las cuerdas del violín. A partir de ese momento, lejos de terminar, la vida de Enrique se transforma, la perspectiva de vivir separado del cuerpo, de ser sólo una cabeza parlante, se vuelve un desafío inesperado; el “torcito”, que al principio se extraña, se revela de pronto como un atributo prescindible, una percha donde colocar la humanidad.
La entereza promueve todo el tiempo la erosión de esos supuestos (identidad, género, fami- lia, clase, amor filial), no desde una pretensión aleccionadora sino más bien desplegándolos en los hechos.
Por un tiempo, y a pesar de las innumerables humillaciones, Enrique vuelve a sentir el gusto de la vida; la relación con Perla, su ex mujer, con sus dos hijos, y hasta con su “seccionante” se reconfiguran, y su salida al mundo, una vez conseguido el artilugio con el que desplazarse, derivará en un viaje alucinante.
Contra el discurso que promueve la integridad cuerpomente, el disloque, la alienación del par constitutivo empieza a devenir verdadera entereza, “solamente yo sabía lo que me había costado perderme”. Pero este no es el relato de una redención, sino más bien del derrumbe de la imagen; a través de inquietantes peripecias asistimos al desmadre de todas las categorías que apuntalan la estabilidad. Una liberación a partir del absurdo, siempre amenazada por la disolución.
Como en El tiempo involuntario, su novela anterior, Rubinschik maneja admirablemente ese registro en el que lo real y su eco son intercambiables, una especie de sonambulismo que abre la puerta a un territorio suprarreal. Y más pronto que tarde, uno naturaliza aquello que se opone a cualquier verosímil, lo que llevado al límite, como sucede en este caso, genera situaciones desopilantes, de una comicidad donde la risa estalla fogoneada por oscuros estremecimientos.
Es notable la delicadeza con que el autor explora los dominios del grotesco acercándolos a cierta poesía de lo cotidiano. La precisión narrativa, una sintaxis finamente labrada que siempre da la espalda a la salida fácil, es el sostén de todo lo demás: “era incapaz de abrir distintos planos en su conversación, y se revolvía estérilmente, como los perros recién atropellados corcovean de un dolor optimista para esquivar su final inminente”.