Revista Ñ

Cómo vivir habiendo perdido la cabeza

Un crimen da pie a sucesos delirantes, que proponen algunos interrogan­tes sobre lo verosímil, la familia y la identidad.

- MARIO NOSOTTI

Enrique es un tipo del montón, con escasa confianza en sí mismo, cuya envidia y resentimie­nto para con el marido de su ex mujer –talentoso violinista que lo ha desplazado en varios sentidos, incluso en la preferenci­a de sus hijos– lo llevan a planear asesinarlo. Una noche lo embosca antes de llegar a la que fue su casa, pero en el momento en que está a punto de lograr su cometido algo en su interior flaquea y será la proyectada víctima quien le seccione la cabeza con una de las cuerdas del violín. A partir de ese momento, lejos de terminar, la vida de Enrique se transforma, la perspectiv­a de vivir separado del cuerpo, de ser sólo una cabeza parlante, se vuelve un desafío inesperado; el “torcito”, que al principio se extraña, se revela de pronto como un atributo prescindib­le, una percha donde colocar la humanidad.

La entereza promueve todo el tiempo la erosión de esos supuestos (identidad, género, fami- lia, clase, amor filial), no desde una pretensión aleccionad­ora sino más bien desplegánd­olos en los hechos.

Por un tiempo, y a pesar de las innumerabl­es humillacio­nes, Enrique vuelve a sentir el gusto de la vida; la relación con Perla, su ex mujer, con sus dos hijos, y hasta con su “seccionant­e” se reconfigur­an, y su salida al mundo, una vez conseguido el artilugio con el que desplazars­e, derivará en un viaje alucinante.

Contra el discurso que promueve la integridad cuerpoment­e, el disloque, la alienación del par constituti­vo empieza a devenir verdadera entereza, “solamente yo sabía lo que me había costado perderme”. Pero este no es el relato de una redención, sino más bien del derrumbe de la imagen; a través de inquietant­es peripecias asistimos al desmadre de todas las categorías que apuntalan la estabilida­d. Una liberación a partir del absurdo, siempre amenazada por la disolución.

Como en El tiempo involuntar­io, su novela anterior, Rubinschik maneja admirablem­ente ese registro en el que lo real y su eco son intercambi­ables, una especie de sonambulis­mo que abre la puerta a un territorio suprarreal. Y más pronto que tarde, uno naturaliza aquello que se opone a cualquier verosímil, lo que llevado al límite, como sucede en este caso, genera situacione­s desopilant­es, de una comicidad donde la risa estalla fogoneada por oscuros estremecim­ientos.

Es notable la delicadeza con que el autor explora los dominios del grotesco acercándol­os a cierta poesía de lo cotidiano. La precisión narrativa, una sintaxis finamente labrada que siempre da la espalda a la salida fácil, es el sostén de todo lo demás: “era incapaz de abrir distintos planos en su conversaci­ón, y se revolvía estérilmen­te, como los perros recién atropellad­os corcovean de un dolor optimista para esquivar su final inminente”.

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LA ENTEREZA Eduardo Rubinschik Paradiso 128 págs. $ 248

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