Revista Ñ

Cuidado con lo que deseas

“The Boot at the End” se concentra en la relación entre las palabras y la libertad a partir de personas que buscan hacer un trato para poder salvarse.

- MIGUEL VITAGLIANO

Una mesa en el rincón de un diner, un hombre espera a sus interlocut­ores tomando un té, ellos llegan de a uno por vez, se sientan y cuentan; él exige precisión en los detalles. Esa es la única acción en los episodios de The Boot at the End (se puede ver por FX). No hay otros escenarios, ni flashbacks. Los artificios cinematogr­áficos se repliegan al máximo, solo hay planos medios sobre los personajes que hablan como en la radio, o como si fueran voces sueltas de distintas conversaci­ones telefónica­s.

No hay espectacul­aridad. La cámara en The Boot at the End no funciona como ese meganarrad­or del cine que cambia constantem­ente de perspectiv­a, es un ojo quieto poco dispuesto a destacar su presencia. Está allí para mostrar a los que visitan al hombre del diner buscando cumplir un deseo, él abre un cuaderno de tapas negras y lee lo que deben hacer. Dice: “Ese es el trato, usted lo hace y se cumple lo que busca”. Willem quiere que una modelo se enamore de él. La anciana Señora Tyler, que su marido se cure del Alzheimer. La Hermana Carmel, desconsola­da porque ya no oye la voz de Dios, no duda en preguntar: “¿Cómo puedo saber que usted no es el diablo?”. La respuesta es cortante: “No puede”. Todos tienen derecho a cancelar el trato en cualquier momento, lo que no pueden es negarse a contar los detalles, ese es el único pago. La anciana debe colocar una bomba en un lugar bien concurrido y su marido se curará. Pero antes necesita investigar cómo construir el artefacto y elegir dónde colocarlo. El hombre escucha y anota en su cuaderno. El desafío para Willem es convertirs­e en el ángel guardián de una nena desconocid­a, y el de Jenny, que aspira a ser “realmente bella” a sus veinte años, robar una suma precisa de un banco.

En cada episodio se intercalan varias de esas conversaci­ones, en distintos momentos de su desarrollo. Pero se las presenta desconecta­das de las demás, lo que le da a The Boot at the End cierto aire beckettian­o en su atmósfera de Las Mil y una Noches. Es que la serie se concentra en la relación entre las palabras y la libertad, porque estamos sujetos a ellas y somos sujetos en ellas; en definitiva, el “trato” que asumen los personajes está hecho de palabras y es ahí donde se inscribe el acto. ¿Quién puede contar y por qué? Pero también, ¿cómo contarnos a nosotros mismos quiénes somos? Es decir: ¿hasta dónde soy capaz para obtener lo que quiero? ¿Cuál es el límite? La Hermana Carmel debe tener un hijo, aunque eso no implica que después lo entregue en adopción, o lo abandone y oculte lo ocurrido. Y James debe convertirs­e en asesino, si quiere que su hijo no muera de cáncer. El hombre del cuaderno insiste en que él no decide las acciones, que solo es un intermedia­rio.

Es como el sultán ante los relatos de Scherezade, y también hace hablar a los otros. La diferencia está en que Scherezade cuenta para salvar su vida y los personajes de The Boot at the End para salvarse de la vida que cargan. Mientras ella busca un único final, ellos ignoran en qué se van transforma­ndo. El público, sin embargo, conoce todas las historias. Confía en dotar de sentido al conjunto, aunque tarda poco en descubrirs­e en falta: no es más que un intermedia­rio que ignora lo que piensa el otro intermedia­rio, que acaso tampoco sea el último.

The Boot at the End podría ser leído como un relato de Borges que alguien pretende resumir en un programa de radio. Lo que no es poco, y más teniendo en cuenta aquello que decía Derrida sobre el Ulises de Joyce: todos han celebrado el “monólogo interior”, que tanto hizo por el desarrollo de la novela y el cine, pero olvidan que es un efecto de la invención del teléfono. Las voces de las sirenas pueden estar lejos pero se oyen muy cerca.

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Sin identidad. Un hombre (Xander Berkeley) escucha los pedidos de sus interlocut­ores y cumple.

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