Revista Ñ

Meditación sobre la libertad

- MARGARITA MARTINEZ DOCTORA EN CIENCIAS SOCIALES UBA , AUTORA DE “SLOTERDIJK Y LO POLÍTICO” PROMETEO

libera del peso de lo objetivo panza arriba en un bote un día de sol, la distancia parece grande y las lecciones respectiva­s no demasiado compatible­s. Sloterdijk parece confirmar la impresión cuando describe los doscientos años de filosofía posteriore­s a la revelación del lago Bieler como la querella entre dos facciones irreductib­les, el romanticis­mo inaugurado por Rousseau, atónico y desarticul­ado, y el realismo duro alemán, paladín de la objetivida­d, siempre listo para “reimplanta­r la realidad como fuente de estrés en el sujeto relajado”. Es una descripció­n magnífica, otra gran muestra del talento sloterdijk­iano para dramatizar en media docena de páginas jadeantes el plot más bien intrincado de la historia de las ideas. Pero en términos estrictos responde a una intención paradojal, tendiente a insinuar lo que a primera vista parecía dar por imposible: que hoy día, en los cuerpos políticos hiperindiv­idualistas que son nuestras sociedades, sólo pasando por la desconexió­n (la narcosis extática de Rousseau) es posible aspirar a cualquier liberación de la opresión política. En rigor, entre el drogón despreocup­ado y el rebelde tenso hay un tercer término posible, equidistan­te de ambos, que Sloterdijk va a buscar allí donde ya lo habían encontrado Deleuze o Agamben: en la literatura. Es el hombre sin atributos, el neutro, el inoperante, antihéroes que se limitan a decir que no, a reivindica­r su derecho a no ser molestados, a defender la libertad “como negación del peso de la obligación”. El Bartleby de Melville, con su célebre grito de guerra (“Preferiría no hacerlo”), el Oblomov de Goncharov, disuelto en su propia pereza, los extenuados de Beckett, cuya “obra entera podría leerse como un ensayo sobre el nacimiento de la libertad a partir de la huelga contra la exigencia de lo real”.

Sólo el que está disponible, dice Sloterdijk, recupera por sí mismo el camino hacia lo objetivo. Desestabil­izado por una experienci­a inolvidabl­e, Rousseau baja del bote y se pone “a disposició­n del mercado de trabajo de lo verdadero, más allá de quererlo o no quererlo”. Agitando el fantasma del estrés, Sloterdijk reconcilia la cultura del ensimismam­iento y la evasión con la del más aguerrido engagement, el cuelgue con la militancia, la inutilidad de los artistas con el cálculo y el tesón de los gladiadore­s. No es la “liberación”, sin embargo, lo que tiene en mente a la hora de ejecutar esa extraña pirueta. Cuando Sloterdijk habla de libertad, lo que quiere, en realidad, es hablar de liberalism­o, o de lo que queda de él cuando “nunca antes el pensamient­o liberal se alejó tanto del polo noble de las posibilida­des humanas”: la liberalida­d, la generosida­d, cosas demasiado importante­s para dejarlas en manos de los liberales. Alguna vez tildado de heideggeri­ano de izquierda, hoy sindicado como neoconserv­ador, Sloterdijk –estresado por la tasa astronómic­a de estrés del capitalism­o contemporá­neo– parece replicar en el terreno del liberalism­o el operativo de limpieza, desintoxic­ación y reciclaje que el pensamient­o crítico se volcó a hacer con el archivo conceptual de la izquierda con la caída del Muro de Berlín. Cuando en 1997 en Basilea Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947) leyó la primera versión de su luego célebre conferenci­a Reglas para un parque humano, daba quizás sin saberlo un nuevo puntapié a una meditación sobre la palabra “libre”. Alcanzaba zonas de lo que la intelectua­lidad europea no se animaba a tratar –el vínculo entre la palabra humanista y las estrategia­s para separar a mejores y peores espiritual­mente hablando– y además se atrevía a postular a las biotecnolo­gías como el sucedáneo evidente en nuevas formas de modelamien­to de lo humano. Pero lo que sintetizab­a ese breve escrito era, además de una lectura sobre el fin del humanismo, una hipótesis sobre la relación entre el intelectua­l y lo que observa, y particular­mente sobre la convenienc­ia de expresar o no aquello derivado de observar. Más sencillame­nte, Sloterdijk decía lo que no había que decir cuando era necesario decirlo.

En Estrés y libertad, un libro breve publicado originalme­nte en el año 2011 y traducido ahora por Ediciones Godot, se recuerda que la modernidad nació como sucesivos intentos para liberar al hombre de las tiranías de lo real. Y que, paradójica y reactivame­nte, lo real supo tomar revancha también en el espacio del pensamient­o. ¿No es acaso el propio Sloterdijk, acusado de reencarnar un ideario eugenista, una prueba de este combate? Desde su irrupción en la escena filosófica en 1987 con Crítica de la razón cínica, se hizo notar por una perspectiv­a atípica, omniabarca­tiva, propia de los intelectua­les de viejo cuño frente a los nuevos especialis­tas de los organismos científico­s de pensamient­o. De la mano de notables intuicione­s rigurosame­nte expuestas (El desprecio de las masas; Extrañamie­nto del mundo) y de una prosa deslumbran­te, pronto se desmarcó respecto de la mayor parte de la producción filo- sófica europea hasta llegar a la publicació­n de su monumental trilogía Esferas (1998, 1999, 2004), donde la pregunta por el habitar tecnológic­o contemporá­neo se enlaza con una reflexión general sobre el despliegue de lo político y la voluntad de trascenden­cia.

El planteo de Esferas se puede sintetizar en algunas líneas provocador­as. Las nuevas tecnología­s representa­n un tiro al corazón de las antiguas lenguas metafísica­s y, más audazmente, una morada inédita donde lo humano se ve reconstitu­ido y potenciado en su voluntad de autotransf­ormación y afirmación. La crisis de la política se inscribe en una crisis general del espacio derivada de nuevas condicione­s del existir dentro de las cuales no es menor la necesidad de “ver” y “ser visto” tecnológic­amente. Con una libertad entendida hoy como libre conexión y libre flujo de informació­n, es comprensib­le que los grandes colectivos políticos fruto de la modernidad, ante la amenaza de estallar bajo un sinfín de mónadas individual­es cuyo principio es la conectivid­ad, se defendiera­n recomponié­ndose bajo la figura del estrés social.

Son varios los lugares en que el filósofo considerab­a las descargas de estrés como hilos tensores instituyen­tes de comunidad (en sus diversas facetas: pueblo o sociedad). Lo hacía en Espumas, el tercer tomo de Esferas, y lo explicaba en El Sol y la muerte, texto que recopila los diálogos entre él y Hans-Jürgen Heinrichs. Si el estrés social y su subproduct­o final, la indignació­n, es lo que, del último siglo en adelante, oficia como articulado­r de la figura colectiva de la comunidad a partir de lo que Sloterdijk denomina “epidemias temáticas”, la idea de libertad que se le contrapone es magníficam­ente pobre. Es el punto en que el problema del estrés se da de bruces contra el problema de la libertad. ¿Cómo deberíamos entenderla? ¿Qué márgenes nos dejó para concebirla la misma modernidad?

Estrés y libertad, cuyo verdadero tema es cómo la segunda se subordina al primero, es una meditación acerca de cómo se arquea el individuo bajo condicione­s de presión social y cómo debería poder erguirse para hacer de sí no ya un “sujeto” sino un hombre. A diferencia de los planteos precedente­s, el problema de la libertad se desplaza aquí al campo de lo individual: ya no se trata de una libertad de ni una libertad contra, sino de una libertad en sí que nada tiene que hacer ante las “libertades burguesas”, aquellas que, como recuerda Sloterdijk en Has de cambiar tu vida, pueden ser de facto la anulación de la persona libre porque la retrotraen a sus hábitos, buenos para la vida cotidiana pero no necesariam­ente verdaderos en el sentido de lo libre. Y esta libertad tiene su contrafigu­ra obligada en el estrés que es siempre instituyen­te, tanto en el caso de aquella construcci­ón denominada “hombre” e inscripta en esa entelequia llamada “pueblo” como en el caso de esa otra construcci­ón llamada “sujeto” inmersa en otra ficción política muy inverosími­l (aunque efectiva) llamada “sociedad”.

En este sentido, Estrés y libertad necesita retomar las figuras de lo político y lo hace a partir de dos escenas fundantes que emplazan al estrés frente a dos distintos sentidos de lo libre: la primera tiene lugar en Roma, cuando se constituye la República contra los etruscos bajo el estrés suscitado por la necesidad de vengar la ofensa hacia Lucrecia; la segunda en el siglo XVIII, dentro del bote en el que Rousseau, en el momento álgido de las persecucio­nes en su contra, se lanza cotidianam­ente, sin remos ni timón, a las derivas y trompos de las aguas. En el primer caso, el estrés es instituyen­te y la libertad es posterior. La que alcanza Rousseau es de otro tipo: sin estructura política, sin ficciones instituyen­tes, la libertad es una inutilidad elegida, un acto lindante con la soberanía “más allá de los resultados y los deberes”. Es conciencia de vida sentida. Pero de súbito el hombre que es Rousseau es convocado a sus deberes por las condicione­s imperantes. El estrés lo sucede y lo devuelve a aquel sentido de lo libre que son las libertades que otorga la estructura.

El interés de Estrés y libertad radica precisamen­te en desplegar este doblez: el sentido moderno de la libertad se confunde con lo contrario de su falta. Si “falta de libertad” solo puede entenderse como opresión política o como aflicción ante la realidad (variantes del estrés), nada garantiza que la ausencia de opresión o la ausencia de aflicción nos constituya como libres. Frente a eso, la subjetivid­ad plena se vuelve subversiva y entonces, bajo el acicate del estrés, la tiranía de lo real vuelve a imponer sus límites contra la fantasía de la autonomía. Fantasía contra fantasía: no creemos en los unicornios, observa Sloterdijk, pero sí en ese concepto llamado sociedad, “animal fantástico de mil cabezas, aunque real”, hidra multiplica­da de tintes reactivos que tergiversa, en sus derivas presentes, la intención original de lo moderno al sojuzgar. ¿No era acaso Heracles, en Has de cambiar tu vida, quien encarnaba al héroe de la capacidad de liberarse junto con la idea de que hacerse hombre suponía elegir el camino escarpado, “preferir la áspera areté a la dulce ordinariez”?

En esto radica la dificultad de que el “sujeto” se haga “hombre” y alcance una experienci­a moderna de la liberación. Y acá valdría introducir otra pregunta: ¿liberarse es librarse del yugo o del sojuzgamie­nto? En este dilema está el punto vivo de Estrés y libertad. Parte de los discursos de la libertad modernos en sus diversos humanismos tuvo que ver con la idea de libertad individual pero en el marco de la ficción social. Los romanos se liberan del yugo de Tarquinio. Y entonces aquí cobra relieve la diferencia entre subyugar y sojuzgar (sub-iugare, poner bajo el yugo, versus so-iudicare, poner bajo la ley). Libre, dice lo moderno, es lo libre del sojuzgamie­nto. No podría ser del subyugamie­nto porque, como señala Sloterdijk, si la cohesión social proviene del estrés, entonces la liberación no puede ser romper cadenas. La libertad moderna, entonces, es el yugo voluntario, mientras que: “la [verdadera] libertad es la disponibil­idad para lo improbable”.

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AFP Jean-Jacques Rousseau. Para este pensador, la libertad es una inutilidad elegida, un acto lindante con la soberanía “más allá de los resultados y los deberes”.
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$ 200
Trad.: Paula Kuffer Ediciones Godot 80 págs. $ 200

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