En el corazón de las tinieblas más íntimas
“Suicidio” es la segunda obra que se conoce en castellano del escritor y fotógrafo francés Édouard Levé, autor de una curiosa “Autobiografía”.
Edouard Levé cultivó la pintura y la fotografía, pero también recaló en la literatura, primero para esbozar dos experimentos conceptuales (Obras, Diario) y poco después para confiarnos las preferencias que formaban su vida (Autorretrato). Finalmente, lo hizo para proyectar bajo la forma de un enigma exquisitamente redactado un modelo de su propia muerte (Suicidio). Se ahorcó en octubre de 2007, días después de haber entregado a su editor el manuscrito de su libro. “Mi muerte no cambiará nada”, había escrito. No es cierto: su muerte lo cambia todo, también el valor de su obra peculiar y exigua; incluso tal vez lo distorsione. Porque, además de cancelar el futuro, el suicidio ensombrece el pasado; todo pasa a ser visto a través del prisma de un único momento fatal. En Apuntes sobre el suicidio, el filósofo Simon Critchley deslizó una observación crucial: “El suicidio puede dar coherencia a una vida, pero sólo al precio de arrebatarle su complejidad al contemplarla a través del instante de la muerte”.
Ahora sabemos que, en su último libro, Levé conjura una vida truncada –la de un amigo innominado que se habría suicidado a los 25 años– para prologar su propia muerte. Aunque la obra reclama un lugar de excepción, se ubica en un linaje bien francés de suicidios literariamente premeditados. Tal vez lo inició el dadaísta Jacques Rigaut, dueño de un elegante humor macabro y jefe fundador de la Agencia General del Suicidio. Antes de tirarse una bala en el corazón en noviembre de 1929, Rigaut sostuvo que valía la pena inventar caminos más legítimos hacia esa muerte que, desde la edad de la razón, llevamos en el bolsillo. Cuando André Breton incluyó pasajes de su obra en la Antología del humor negro, no se privó de recordarnos que también el surrealismo es un existencialismo: “El más bello regalo de la vida es la libertad que nos permite abandonarla a nuestra hora”.
Conviene arrimar a esta cofradía a otro especialista en el tema. Al comienzo de Relato secreto, su último escrito, Pierre Drieu La Rochelle destaca los aspectos que lo fascinan del suicidio: la inmediata posibilidad, la extrema facilidad, lo prodigioso del resultado, la potencia irremediable del gesto. No son razones para pasar por alto. Mucho antes de suicidarse él mismo, Drieu La Rochelle se había inspirado en la muerte de su amigo Rigaut para escribir la novela El fuego fatuo (1931).
Tres décadas más tarde, en 1963, Louis Malle se atrevió a llevarla a la pantalla. Entre sus aciertos se contaron la fotografía de un adusto blanco y negro, la elección de planos muy cerrados y la actuación desconsoladora de Maurice Ronet: un cuerpo abatido y un rostro memorable, ajado no por la edad sino por la angustia; a todo lo entristecía un poco más la música de Erik Satie. Ese mismo año se descubrió el “Adiós a Gonzague”, un manuscrito inédito en el que Drieu La Rochelle se despedía tardíamente de Rigaut (el poeta ya había aparecido bajo el nombre de Gonzague en su relato “La valija vacía”, de 1923). Por extraño que parezca, ese adiós tan de otra época comparte más de una afinidad formal con Suicidio de Levé: escrito en segunda persona, está concebido para ser leído póstumamente por sujetos distintos del destinatario, contiene una referencia cifrada a una persona efectivamente existente, y sus virtudes, al igual que sus debilidades, nacen de una tendencia lírica que el autor trata de mantener a raya. Asume la forma de una carta para un receptor que no puede escucharla, un mensaje vibrante que vuelve como un eco al lugar del enunciador. Al principio de Suicidio, Levé le dice a su amigo, en un susurro póstumo, que su suicidio fue de una belleza escandalosa. Al final de su carta, Drieu La Rochelle le asegura a Gonzague que haberse dado la muerte es lo más bello que él podía haber hecho con su vida.
Huellas y espejos
Cuando recuerda en Autorretrato las pocas películas que dejaron en él una huella, Levé menciona una predilección inquietante: El diablo, probablemente (1977), de Robert Bresson. No es que falten suicidas en las películas de Bresson, comenzando por la perversa Mouchette (según una caduca nouvelle de Bernanos); la serie continúa con “La mujer dulce” (según un torturado relato de Dostoievski) y con Marthe, la suicida recobrada de Cuatro noches de un soñador (otra oportuna relectura de Dostoievski). Pero ninguno más desolador que Charles, el veinteañero que protagoniza su anteúltima película. Lo que le da a El diablo, probablemente su radicalidad es la ausencia de toda trascendencia: el consuelo de la religión queda arrumbado en el arcón donde se amontonan los otros discursos (los de la ecología, la revolución, el psicoanálisis, las drogas, el amor y la pareja, la familia, la sociedad capitalista del éxito).
“En el arte, sacar es mejorar”, leemos en Suicidio. “Desaparecer te ha fijado en una belleza negativa”, le dice el autor a su amigo. Más tarde, esto se atribuye a un ansia de perfección parejamente achacable al amigo y a quien lo evoca: “Tu sentido de la síntesis hizo que, en lugar de acabar los trabajos empezados, acabaras directamente con tu vida”. El clasicismo, arte ritual del sacrificio, termina con la autosupresión: un proceso en que el estilista se vuelve verdugo de sí mismo. Según ese duro principio, las frases de Suicidio están cuidadosamente ponderadas, tienden al paralelismo, a ordenarse en estructuras simétricas según una cadencia impecable: por momentos, parecen oraciones concebidas por un escolar extremadamente aplicado.
La retórica se aligera todavía más en los 79 tercetos que epilogan el relato: una serie que la esposa del muerto habría encontrado en su escritorio. Son tríadas que profundizan la discriminación de preferencias, uno de los métodos que Levé usó para autorretratarse. “Construir me obsesiona / Conservar me sosiega / Destruir me alivia”, averiguamos. Cabe interpretarlas como tréboles de una dialéctica nihilista, y también como letanías escuetas. Sin la disposición en verso, uno de los tercetos (“El lago me llama, el charco me repele, el estanque me deja indiferente”) aparecía ya como una contraseña secreta entre las sentencias de Autorretrato.
Jacques Derrida destacó que la escritura fúnebre no espera la muerte para comenzar: trabaja desde siempre en el corazón de la vida, sobre todo en ese género voluble que llamamos autobiografía. Todo relato del yo, por lo demás, es un epitafio, en la medida en que inevitablemente fragua la ficción de una voz de ultratumba (las Memorias de Chateaubriand representan tan sólo un caso extremo de esta ley general). Por eso no extraña que Autorretrato abunde en chistes macabros y esté tan sembrado de referencias ominosas a la posibilidad de la propia muerte. Pero en Suicidio, la pulsión autobiográfica se exacerba y, al refractarse, se vuelve pura literatura: supremo artificio y, en el mejor de los casos, suprema verdad. (En el camino, Levé se deshace en parte de la herencia jovial de Perec y la Oulipo; a menos que la transfigure).
Simon Critchley destaca el efecto a la vez íntimo e impersonal que supone la elección de la segunda persona del singular. Esta opción retórica se le antoja “tan glacialmente distante como hondamente personal”, y se pregunta si acaso no se trata de algún tipo de bucle narcisista. Otros críticos han hablado de autorretrato oblicuo, testamento estético, autoficción especular, funesta performance de último momento. Las etiquetas podrían multiplicarse.
Hay, por si fuera poco, biografías apócrifas, autobiografías redactadas en tercera persona, autorretratos en verso y reflejados en un espejo convexo. Antes de matarse, Levé reactualizó una variación que, en pequeña escala, ya había ensayado ese escritor de veras maldito que fue Drieu La Rochelle: la biografía trágica de un amigo, en la que se adivina el autorretrato del suicida en que uno mismo habrá de convertirse. También conjugó los verbos en segunda persona, para que por magia de la retórica el lector pudiera ocupar ese lugar y sentir, gracias a una extraña dislocación, toda la dimensión de la pérdida.