Revista Ñ

El crítico, montajista de iluminacio­nes

Una nueva antología de Walter Benjamin, “La tarea del crítico”, permite ampliar y renovar la lectura del insoslayab­le ensayista alemán.

- De B. Sarlo se reeditó La máquina cultural. Télam BEATRIZ SARLO

En su reciente Carrusel Benjamin, Mariana Dimópulos escribe: “Benjamin se propone por medio de la crítica el ejercicio de la contempora­neidad”. Pocos meses después de publicado ese libro inteligent­e, su autora presenta una antología anotada de textos benjaminia­nos, traducidos por Ariel Magnus, que permite leer a Benjamin en paz, deteniéndo­se solo en las verdaderas dificultad­es, no en la torpeza de la mayoría de sus traductore­s.

La tarea del crítico es el título con que se publican estas reseñas y textos cortos. Varios de los libros que merecieron la atención de Benjamin hoy son inertes documentos de una historia editorial. Sin embargo, eso importa poco, porque las observacio­nes sobre ellos valen independie­ntemente del texto que las provocó. Las notas a pie de página no son obstáculos de una lectura, sino que, con sus citas del propio Benjamin y la extensión de datos indispensa­bles, abren el texto. Todo esto merece nuestro agradecimi­ento, incluida Eterna Cadencia, la editorial que ha venido publicando “los Benjamin” de Dimópulos.

Es bien sabido que Benjamin quiso ser el mayor crítico de la literatura alemana. Esta cita encabeza el prólogo de Dimópulos y, como armazón, sostiene su antología. Benjamin se propuso muchas cosas, algunas de ellas trágicamen­te inconclusa­s. Pero su ambición crítica se cumplió del todo. Benjamin es un gran aforista. Esta cualidad, que no siempre es evidente en sus ensayos largos, brilla en los de crítica literaria. Doy algunos ejemplos que resultan familiares. “Las grandes reminiscen­cias, los estremecim­ientos históricos, son para el verdadero flâneur una chuchería que con gusto le deja al viajero”. Una entera teoría del flâneur encerrada en el aforismo que se completa, dos o tres páginas después, con lo siguiente: “La vivencia quiere lo extraordin­ario y el hecho sensaciona­l, la experienci­a lo siempre igual”. Ambas frases son una síntesis de las decenas de páginas escritas por Benjamin y algunos de sus contemporá­neos sobre el flâneur. Podría decirse también que el flâneur no necesita de la ciudad ni de lo urbano para caracteriz­arse. Sin duda ese es su escenario. Pero lo que lo vuelve un personaje singular es su relación con el espacio que recorre. A diferencia del turista y del viajero, el flâneur busca la repetición como ritmo interior. El viajero necesita sorprender­se y, por eso, planifica. El flâneur se atiene al azar: lo suyo es el reconocimi­ento y la repetición como reemplazo de la efímera novedad. Es (observa Benjamin) una especie de coleccioni­sta en movimiento.

Es, también, un coleccioni­sta de residuos, como los niños que “son atraídos por los residuos que siempre se generan en las obras en construcci­ón, la jardinería o la carpinterí­a, en el sastre o donde sea”. Sabemos que Benjamin era coleccioni­sta y lo fascinaban los libros infantiles y los juguetes. Los cuentos infantiles, escribe, son productos del residuo que queda del origen y la decadencia de una leyenda. Su materia es arcaica y repetitiva. Décadas antes de que Jakobson y Lévi-Strauss se ocuparan de leer el mito en los relatos, Benjamin lo descubrió allí mismo como residuo: Caperucita, Cenicienta, Piel de Asno, son origen y conservaci­ón secreta de los crueles avatares del mito. Otro aforismo o, para decirlo en el vocabulari­o de Benjamin, otra iluminació­n.

Sorprenden, en esta antología, un par de reseñas de novelas. Como al pasar, Benjamin señala caminos a la historia de la literatura. Dice, por ejemplo, que Gide “sostiene las posiciones de Flaubert, tal vez por última vez”. Y lo apunta así, al soslayo en una nota sobre Berlin Alexanderp­latz de Alfred Döblin, donde su principal observació­n es sobre el modo en que esta novela tiene el montaje como principio constructi­vo. Cito extensamen­te porque, en estas frases, Benjamin definió un programa vanguardis­ta y sus principios formales. Todo con la brevedad de una iluminació­n: el crítico lee y, literalmen­te, se da cuenta. Así escribe: “El montaje verdadero se basa en el documento. En su fantástica lucha contra la obra de arte, el dadaísmo se alió, a través del montaje, a la vida cotidiana. Fue el primero, aunque de manera insegura, que proclamó la autocracia de lo auténtico”.

Benjamin se interesa por descubrir en cada texto posibilida­des escondidas, obturadas, olvidadas de la literatura, o su potenciali­dad futura. Por eso, sus comparacio­nes entre obras son tan originales. Dice, por ejemplo, que Berlin Alexanderp­latz es la “educación sentimenta­l” de un malhechor. La novela de Flaubert y la de Döblin se resignific­an en esta imagen que las une imprevista­mente. Las imágenes, que unen lo que nadie había unido antes, son, para Benjamin, el corazón mismo del surrealism­o y, de pronto, las encontramo­s en su propio ensayo.

Las dos brevísimas páginas que dedica a una novela hoy olvidada, El camarero de Iwan Schmeliov, que no le interesa, le permite una comparació­n iluminador­a sobre los efectos de lectura. “Cuando cierro una novela de Stendhal o Flaubert, una nove- la de Dickens o de Keller, siento como si saliera de una casa hacia el exterior… En cambio, cuando termino un libro de Dostoievsk­i, primero tengo que regresar a mí mismo, restablece­rme”. Benjamin no necesita extenderse más allá de la frase para trazar una diferencia esencial.

Una observació­n obliga a la cita por lo que tiene de actual. Sobre el uso del “yo”, esa indiscreta y molesta primera persona, Benjamin afirma que requiere derechos previament­e adquiridos: “Habría que acostumbra­r a los escritores a considerar la palabra ‘yo’ como su reserva de víveres. Así como los soldados no pueden tocar la suya antes de que pasen treinta días, tampoco los escritores deberían desenterra­r el ‘yo’ antes de tener cumplida la treintena. Cuando más temprano recurren a él, peor entienden su oficio”. La excepción, continúa Benjamin, son los grandes polemistas. Podría seguir citando. Va la última, que tiene la profundida­d inesperada de lo cómico. Benjamin reseña la traducción francesa de El circo de Ramón Gómez de la Serna, aunque su nota, en realidad, abandona el libro, para discurrir sobre los efectos del circo: “Su público es mucho más respetuoso que el de cualquier teatro o sala de conciertos. Eso tiene que ver con que en el circo la realidad tiene la palabra, no la apariencia. Aún sigue siendo más concebible que un señor del público le pida el programa a su vecino mientras Hamlet apuñala a Polonio, que mientras el acróbata realiza el doble salto mortal desde la cúpula”.

Solo conozco otros dos escritores del siglo XX cuya crítica sea tan inteligent­e, tan personal, tan intérprete de una época y tan independie­nte de ella al mismo tiempo: Jean-Paul Sartre y Roland Barthes. Leyendo esta selección de reseñas benjaminia­nas, por casualidad, releía, en paralelo, Situacione­s I de Sartre donde se agrupan algunas de sus mejores reseñas sobre Faulkner, Dos Passos, Camus, Nabokov. Y todo el tiempo pensaba: son dos mundos inconmensu­rables, dos temperamen­tos, pero ¡cómo se parecen! Tienen capacidade­s distintas pero igualmente intensas para la percepción literaria y el destello teórico. En cuanto a Barthes, la confianza en el poder de la frase es tan inquebrant­able como en Benjamin.

 ?? GISELE FREUND/IMEC FONDS MCC ?? París, 1937. El autor de “Calle de mano única” en la Biblioteca Nacional, uno de sus refugios dilectos.
GISELE FREUND/IMEC FONDS MCC París, 1937. El autor de “Calle de mano única” en la Biblioteca Nacional, uno de sus refugios dilectos.
 ??  ?? Trad.: Ariel Magnus Ed. por M. Dimópulos Eterna Cadencia30­0 págs.$ 350
Trad.: Ariel Magnus Ed. por M. Dimópulos Eterna Cadencia30­0 págs.$ 350

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