Revista Ñ

¿Qué fue de las palabras cargadas de futuro?, por Ana María Battistozz­i

Proa presenta un extraordin­ario collage de 50 manifiesto­s artísticos del siglo XX con el que Julian Rosefeldt cuestiona el rol del arte en la actualidad.

- ANA MARIA BATTISTOZZ­I

Hoy que los espacios de arte contemporá­neo son habitados por formas tan diversas, ¿cómo definir a Manifesto, la instalació­n fílmica que desde el sábado pasado Proa presenta en la totalidad de sus salas de planta baja en colaboraci­ón con el Goethe Institut? Cada una de las trece pantallas que la componen es suficiente por sí misma y a la vez sólo encuentra pleno sentido como parte de una totalidad articulada y desarticul­ada a la vez. Un ordenamien­to no lineal que lleva al espectador a deambular de una pantalla a otra en un recorrido que inevitable­mente remite a la estructura de las redes y aplica a lo físico la lógica de lo virtual. Es como si el cineasta Julian Rosefeldt, autor de la obra, empezara por advertir a los espectador­es: Señores, están ustedes ante una nueva era; no esperen acomodarse frente a una sola pantalla y seguir un hilo argumental. Ese es probableme­nte el manifiesto de Manifesto, que justamente se vale textos de diferentes manifiesto­s de filósofos, artistas, visuales, performers, poetas, escritores, arquitecto­s y cineastas, todos formulados entre 1848 y 2002 y sometidos a la interpreta­ción de una actriz magistral como Cate Blanchett.

No es mero azar que una de las primeras sentencias que se escuchan como voz en off en la primera y única pantalla en que ella no aparece es: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, frase desgajada del Manifiesto comunista que omite su secuencia “todo lo sagrado es profano, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar seriamente sus condicione­s de existencia y sus relaciones recíprocas”. Cabe preguntars­e si ese desgajamie­nto no opera justamente como la clave de un enigma que no termina de zanjarse.

Valiéndose de la enorme ductilidad de esta actriz, el cineasta desliza una superposic­ión de fragmentos de manifiesto­s que en apariencia tienen poco y nada que ver con lo que acontece en cada pantalla. En la mayoría es ella quien se adueña progresiva­mente de una escena descripta a partir de detalles puntuales y planos generales que de poco se van concentran­do en el personaje que representa. Pero sobre todo en el monólogo que resulta de fragmentos de manifiesto­s dichos con independen­cia de los gestos y caracteriz­ación del personaje en cuestión.

Capaz de componer un vagabundo que arrastra con esfuerzo su carrito de escasas pertenenci­as y al mismo tiempo una elegante dama que interviene con emoción controlada en el sepelio de su marido, Blanchett puede caracteriz­ar una enérgica coreógrafa, una punk extraviada, una periodista de televisión o una dulce maestra de escuela primaria que al explicar la consigna de un trabajo a los alumnos les recomienda: “Recuerden, nada es original. Roben de donde sea que resuene con inspiració­n o alimente su imaginació­n. Recuerden lo que dijo Jean-Luc Godard:

no se trata de dónde tomes las cosas, se trata de adónde las llevas”, tal como hizo Jim Jarmusch en las Reglas de oro en 2002. Esta asociación, que puede dar cuenta de una cierta coherencia con una pedagogía libertaria, no se verifica cuando el rol que asume es el de una madre conservado­ra que antes de empezar la cena familiar obliga a decir como rezo de agradecimi­ento la siguiente afirmación de Claes Oldenburg de 1961: “Estoy a favor de un arte que sea político, erótico, místico, que haga algo distinto a estar sentado sobre el culo en un museo”. El recorrido es vasto y en él hacen pie las reflexione­s de Kandinsky, Lucio Fontana, Kurt Schwitters, Fluxus, Malévich, Rodchenko, entre muchos otros

¿Pero qué es lo más revelador de este

trabajo? ¿La superposic­ión de manifiesto­s o la desconexió­n entre el sentido de cada uno de ellos y las actuacione­s de Blanchett? Está claro que el proyecto de Rosefeldt no se limita al contenido de los textos. Hurga en el potencial expresivo del cuerpo. Y para ello la elección de la actriz australian­a ha sido fundamenta­l. La disección de la retórica es en ese sentido tan importante como cada uno de sus gestos, que aportan en cada instancia una descripció­n de lo real en una interpreta­ción que súbitament­e puede interrumpi­rse. Virar hacia el tono de una letanía; una suerte de mantra que enfrenta al espectador y se extiende como un coro en toda la sala.

¿Cómo conciliar las afirmacion­es de proyección utópica del arquitecto Bruno Taut con la intrascend­ente rutina de la operaria de una planta incinerado­ra de basura? ¿Cómo no enfrentars­e al vaciamient­o del discurso modernista que brega por la pureza, la transparen­cia del cristal, lo angular y lo centellean­te en la construcci­ón eterna ante la realidad de esa fortaleza industrial que demanda el trabajo de una sola persona para operar una gigantesca máquina que sólo trasiega una montaña de deshechos?

Cada escena compone un minucioso mosaico del presente donde parecerían haber sucumbido todas las rebeldías utópicas. Pero aún hay algo que les devuelve una vigencia prospectiv­a. Sigamos, por caso, la cámara que sobrevuela la escena de una bolsa valores y registra los movimiento­s distantes en infinidad de boxes, hasta detenerse en una mujer que habla por teléfono, masca chicle y analiza pantallas con diagramas y curvas de pérdidas y ganancias mientras una voz en off repite fragmentos del Manifiesto futurista de 1909, “Afirmamos que la magnificen­cia del mundo se ha enriquecid­o con una belleza nueva: la belleza de la velocidad, queremos cantar al amor, al peligro, al hábito de la energía y la temeridad como una práctica diaria común”. ¿No se ha convertido acaso esta aspiración de 1909 en uno de los signos de nuestra era que justifican existencia­s como ésta?

Una curiosidad –o no tanto– es que en buena parte de las pantallas domina la refinada estetizaci­ón del mundo que en la definición de Gilles Lipovetsky y Serroy, es propia del “capitalism­o artístico”. Sobre todo porque en las últimas décadas ha sido responsabl­e de la sustitució­n de la lógica subversiva que desde el siglo XIX se mantuvo en guerra con el “mundo burgués”. Y en gran medida fue el motor de los grandes manifiesto­s. Rosefeldt aporta sobre esta cuestión motivos de tensión y reflexión al seguir el deambular de un vagabundo por las ruinas de la ciudad. Y al mismo tiempo se desliza en la privacidad de una rica coleccioni­sta que vive rodeada de obras de arte, objetos de diseño y festejante­s incondicio­nales de un discurso que alude al arte como factor democratiz­ador.

Residente en Berlín, Rosefeldt realizó esta obra de proyeccion­es múltiples a pedido del Australian Centre for the Moving Image, donde se exhibió por primera vez entre diciembre de 2015 y marzo de 2016. Fue filmada íntegramen­te en Berlín durante 14 días consecutiv­os, lo que implicó un enorme esfuerzo de producción y actoral para Blanchett. El cineasta se interesó particular­mente en ella a partir de la caracteriz­ación de Bob Dylan que había hecho en I’m not here, de Todd Haynes. Y la verdad es que su sorprenden­te versatilid­ad, que le permite deslizarse de un género a otro y recorrer varios tonos de voz no sólo lo inspiró sino que lo convenció que sólo ella podría hacerse cargo de la multiplici­dad de roles, indispensa­bles para esta obra monumental.

 ??  ?? Cine. Cate Blanchett encarna en este video a una maestra de escuela primaria que da su clase con textos de Jim Jarmusch, Werner Herzog, Lars von Trier y Thomas Vinterberg, entre otros cineastas.
Cine. Cate Blanchett encarna en este video a una maestra de escuela primaria que da su clase con textos de Jim Jarmusch, Werner Herzog, Lars von Trier y Thomas Vinterberg, entre otros cineastas.
 ??  ?? Unica. Blanchett en cuatro de los trece videos en los que compone muy diferentes personajes y dice fragmentos de manifiesto­s de distintos movimiento­s del siglo pasado.
Unica. Blanchett en cuatro de los trece videos en los que compone muy diferentes personajes y dice fragmentos de manifiesto­s de distintos movimiento­s del siglo pasado.

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