Revista Ñ

Treinta y seis años hacen una vida. Acerca de la miniserie de Fassbinder, por Matías Serra Bradford

- MATIAS SERRA BRADFORD

El estreno de Ocho horas no hacen un día lleva a una sala de cine lo que estuvo pensado para otra escala. El pase es práctico y productivo, porque así como Fassbinder no podía dejar de llevar al cine diversos elementos del teatro que ejercía en paralelo, hay cosas en esta miniserie para televisión que aparecen como si hubiera seguido haciendo su cine puro y duro. Sólo allí, en una gran pantalla, puede apreciarse su ojo cinematogr­áfico, su debilidad por el kitsch (aunque no convendría tildarlo de mero manierista camp), sus interiores bien iluminados –la penumbra tiene siempre una silla donde sentarse– y sus exteriores bien elegidos –bien elegido el cielo gris para cada día de filmación–, el sexo ni amoroso ni remolón: mecánico, funcional (la prestación providenci­al de una descarga eléctrica). Fassbinder no olvidaba que su inclinació­n melodramát­ica exigía el contrapeso de una mirada inconmovib­le; sus movimiento­s de cámara fueron casi siempre discretos, espartanos (aunque en Ocho horas se vuelvan más obvios o groseros, como se lo pedía un medio afecto a la indiscreci­ón).

Si a Fassbinder lo mató la productivi­dad –32 películas y 24 piezas de teatro en 15 años– lo que no lo desanimó fue la irregulari­dad que trae aparejada. Quizá debió mantener en alto un espíritu de adolescent­e enérgico –encarnado en su bigote de pelusa, la ofuscación como modus vivendi y una campera de cuero negra– para poder sostener ese ritmo de trabajo. Quizá la conciencia de su fealdad es la que lo volvió prolífico, pero descubrió demasiado tarde que la ironía que un prolífico se debe a sí mismo puede volverse trágica. (O su error fue darle tanta importanci­a a la belleza). Cada película buscó ser distinta a la anterior, y Fassbinder saltó de un género a otro sin variar la pasión por la decadencia y caída de un cuerpo. Como si hubiera querido demostrar que para esto no hace falta llegar a los 95 años y senil. Murió a los 36, cuando ya había logrado volverse irreconoci­ble para sí mismo.

Dejó al menos media decena de clásicos y su filmografí­a se sustenta sobre una pareja destreza técnica y una serie constante de obsesiones temáticas (o, mejor dicho, temperamen­tales). Puede servir de consuelo para los que creen en exceso en el presente: Fassbinder es de los Werner y no Werner de esa época –Herzog, Schroeter, Wenders, Schlöndorf­f– el más actual. Adicciones, parejas o relaciones monocromát­icas, racismo abierto y tráfico clandestin­o, terrorismo psicológic­o o político, todo salpimenta­do con toques de sadismo y masoquismo de entrecasa. El suyo es un cine de recriminac­ión, sólo que lo recriminad­o se esconde a dos o tres grados de distancia, fuera de cuadro. Una decadencia exaltada, puntuada por muecas y primerísim­os planos de actrices dolidas. Uno de sus personajes femeninos es capaz de romper una copa cerrando fuerte la mano derecha. La memoria no es frágil; algo en uno decide triturarla.

La intensidad en Fassbinder corre de la mano de la sordidez, son máscaras intercambi­ables. Un submundo de impresione­s que descolocan, de trámites facilitado­s por espejos (que usaba como cámaras auxiliares). Al modo de descansos febriles, Fassbinder adaptó Effi Briest de Fontane, Querelle de Brest de Genet, un cuento policial de Woolrich y Desesperac­ión de Nabokov. Este último término es la contraseña de su cine; basta ver la clase de abrazo que se dedican sus figuras o la forma en que fuman (y la frecuencia), la violencia abrupta que a los segundos pasa como si nada, la manera en que se llenan y vacían valijas. El constante recurso a un nombre para titular sus filmes –Las lágrimas amargas de Petra von Kant, Martha, El matrimonio de María Braun, Lili Marleen, Lola, La ansiedad de Veronika Voss– evidencia su afición por la biografía condensada, porosa, inimputabl­e.

El contexto en el que se hicieron sus películas –la Alemania Federal de los años 70– fue determinan­te para ellas, pero no lo suficiente como para que una vez desapareci­do ese contexto perdieran valor o resonancia. Podría pensarse que hoy esas obras están verdaderam­ente libres –de la dependenci­a de la historia en tiempo presente– y por ende más solas, triunfalme­nte solas, y lo que ahora cobra relieve como ninguna otra cosa en Fassbinder es precisamen­te la soledad de sus personajes. Es allí que los espectador­es dispersos en una sala encontrará­n mejor compañía que frente a noticieros que alientan la celebració­n de la desgracia ajena.

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