Aquello que el fantasma del estrés ha unido. Dos lecturas del nuevo ensayo de Peter Sloterdijk.
El filósofo alemán asevera que las sociedades son como sistemas de preocupaciones comunes que huyen hacia adelante. Dos lecturas de su nuevo y polémico ensayo. La evasión como aguerrida militancia
Peter Sloterdijk es un pensador gestual. Sus ideas –inspiradas, burlonas, enojosas, siempre provocativas– exigen la postulación de un espacio escénico como el que él mismo le imaginó alguna vez a Nietzsche, maestro indiscutido de histrionismo: un teatro, una cierta luz, una atmósfera, la presencia excitante de un público, condiciones decisivas para que desplieguen todo su élan performático y actúen con eficacia. Ese estilo, que campea en sordina en sus proyectos ampulosos (la trilogía Esferas, por ejemplo, o el notable Has de cambiar tu vida, genealogía transdisciplinaria de la noción de disciplina), es particularmente flagrante en libros más recatados como Estrés y libertad, generalmente nacidos de conferencias, discursos inaugurales o participaciones en coloquios, contextos públicos a mitad de camino entre la solemnidad y la comedia cuyas huellas siempre parecen preocupados por conservar.
A Sloterdijk, que, como buen alemán, es un hombre de razón y de teatro, pocas cosas le gustan tanto como salir a escena. Hay en ese primer paso una posibilidad de sorpresa, de perturbación, de tensión con las expectativas del público, que lo inspira y lo activa como una anfetamina. En Estrés y libertad, el cruce del umbral se resuelve en el gesto del pope filosófico que, con toda la tradición sobre los hombros, se da el lujo de ser impune y cargar contra el lugar común publicitario que acompaña desde siempre a la filosofía: la idea de que pensar nace del asombro. Después de probar en dos páginas que no, que al menos desde Descartes no hay idea válida (de la filosofía, pero también de las ciencias sociales y la ciencia tout court) que no surja más bien del desapego, la abstinencia, la impasibilidad, Sloterdijk –es el segundo momento de su gesto– exhorta a recuperar el asombro como estado prefilosófico y a ejercerlo ante algo que, de tan impuesto, se nos ha vuelto natural y pasa inadvertido: el prodigio extraordinario de que las sociedades humanas –“esos conjuntos de millones y miles de millones de personas envueltos en capas culturales nacionales y múltiples divisiones internas”– se mantengan unidas. ¿Cómo es posible que los grandes cuerpos políticos occidentales sigan sos- teniéndose, cuando todo en ellos tiende cada vez más a rehuir lo colectivo, “el absolutismo de lo común”, y a abrazar el rasgo distintivo, el individualismo más recalcitrante?
La explicación, como de costumbre en Sloterdijk, no procede de la bibliografía oficial (historiografía, teoría política, etc.), sino de esa tierra de nadie que va copando espacio en los medios bajo la rúbrica “Sociedad”, cajón de sastre donde la divulgación científica se codea con las encuestas de usos y costumbres y las excentricidades de la meteorología con la dietética, la etnografía urbana y la medicina. De ahí sale la noción de estrés, que Sloterdijk ( junto con Heiner Mühlmann y otros sociólogos alemanes) arranca del difuso campo de trivia en el que sobrevive e implanta en el corazón del fenómeno de la sostenibilidad de las sociedades humanas.
Seguimos juntos, dice Sloterdijk, porque somos sistemas de preocupaciones que se estresan a sí mismos y huyen hacia adelante. Una sociedad no es más que eso: un campo de fuerzas constituido por el estrés, “que sólo existe en la medida en que logra conservar su tono específico de inquietud a lo largo de la sucesión de temas día a día, año a año”. Mediáticas como son, como ya no tienen más remedio que ser, las sociedades occidentales viven de sus “agendas”, adictas a su oferta incesante de alarmas, vaticinios, zozobras, que consumen menos por curiosidad o imperativo de lucidez que para inocularse coherencia, estrechar filas en la preocupación, hacer de la ansiedad un principio de lazo social. Indignarse, excitarse, envidiar, exaltarse: de esos actings clásicos de la forma de vida estresada (y no de tradiciones o proyectos políticos colectivos) depende la sustentabilidad de la sociedad.
Nuevo nombre del malestar en la cultura freudiano, el estrés reemplaza aquí a la paranoia, factor de unión psicosocial muy enarbolado en la época (no tan arcaica) en que las comunidades postulaban enemigos exteriores para abroquelarse, y a su equivalente médico, la semántica inmunológica, que describía la sociedad como un sistema inmunitario enfrentado con toda clase de agentes externos microscópicos. Sloterdijk prefiere descartar –al menos por el momento– la hipótesis del otro maligno, el alien que amenaza al cuerpo social y, amenazándolo, lo cohesiona. Su hipótesis es interna y tiene la virtud – también freudiana– de desentrañar la dimensión fuerte de agencia y positividad implícita en un fenómeno como el estrés, a menudo reducido a un insidioso pero mero mal de la vida contemporánea.
Pero el estrés, además, tiene según Sloterdijk un “vínculo originario” con la libertad –y ese es otro punto en el que puede que nos depare algo más que migrañas, insomnio o taquicardia. Sloterdijk trae a colación dos ejemplos: el primero, la sublevación de los romanos contra los etruscos a principios del siglo VI antes de Cristo, desencadenada por la violación de Lucrecia a manos de un hijo del tirano Tarquinio el Soberbio; el segundo, el descubrimiento de la ensoñación como subjetividad subversiva, que el suizo JeanJacques Rousseau hace un día de otoño de 1765 en el lago Bieler, todavía acuciado por la persecución que le merecieron las temeridades que escribió en El contrato social y Emilio. En el primer caso, el ultraje de Lucrecia es la primera contracción de un proceso que culminará con “el nacimiento de la libertad republicana”, pero lo que activa el proceso es la indignación colectiva generada por la vileza, “gran afecto político” que transforma a los romanos en un “grupo de estrés agresor” y una comunidad política. En el segundo, Rousseau, agobiado por los ataques del alto clero de París y el establishment de Ginebra, que le valen una orden de captura, la derogación del permiso de residencia y el apedreo de su casa en Môtiers, se entrega al éxtasis de la rêverie, piedra de toque de la subjetividad moderna, mixto de “extravío del yo y autoposesión completa” por el cual el sujeto accede a una experiencia de la libertad sentida, más allá de todo resultado y todo deber y “más allá también de cualquier pretensión de reconocimiento del otro”.
De la sublevación de los romanos, muscular, pasional, agonística, a la desconexión protohippie de Rousseau, que se