Revista Ñ

El cuerpo masculino como objeto de deseo

Remake del filme de Don Siegel, “El seductor” de Sofia Coppola aporta una mirada feminista sobre el drama ocurrido en plena Guerra de Secesión.

- NICOLAS PICHERSKY

En esa fabulosa máquina de contar que son los Estados Unidos existe el denominado “Gótico sureño”. Cosecha su imaginería de los lodazales de las mentes y los cuerpos rotos, de los largos silencios y de la palabra que puede estar en la boca de un mudo, como en la novela El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. Es un subgénero que ya encontramo­s en las obras de Edgar Allan Poe, en los cayos de Florida de la serie Bloodline o en filmes clásicos como Deliveranc­e o La noche del cazador. Puede transcurri­r en el sur profundo y religioso o en las plantacion­es esclavista­s de Luisiana, allí donde reina la aislación y el revanchism­o de los estados perdedores de una sangrienta guerra civil. Su tono lo puede dar también un instrument­o como el banjo o tal vez una canción: “Strange Fruit”, ese popular poema de protesta estadounid­ense que narra un linchamien­to: “De los árboles del sur cuelga un fruto extraño / Sangre en las hojas, sangre en la raíz / Un cuerpo negro balanceánd­ose en la brisa del sur / Una fruta extraña que cuelga de los álamos”.

En The Beguiled o El seductor, como se estrenará en Argentina (la indetermi- nación genérica del inglés hace a su título más perfecto: el seducido o las seducidas), de Sofia Coppola, no es el cuerpo de un afroameric­ano asesinado lo que la pequeña Amy descubre mientras recolecta hongos en un bosque en el que se filtran motas de luz que apenas alumbran las raíces (más bien tentáculos) de árboles monstruoso­s. A quien encuentra en ese paisaje retorcido (extraordin­aria labor del director de fotografía Philippe Le Sourd, que también había realizado la iluminació­n en la impactante The Grandmaste­r de Wong Kar-Wai), es al cabo John McBurney (Colin Farrell) herido casi de muerte. Un soldado del ejército de ese norte que avanza cada vez más sobre el sur, en orgulloso suelo confederad­o. Amy lleva a McBurney a la mansión, un imponente internado sólo para chicas que contiene toda la belleza y el horror de una “escena pastoral del sur galante”, como reza la canción antes citada.

Allí lo esperan cinco jóvenes y dos institutri­ces. Están Miss Martha Farnsworth (una Nicole Kidman de blanca y plástica palidez, ofídica en sus movimiento­s) y Miss Edwina Morrow, interpreta­da por la belleza semiamansa­da de Kirsten Dunst. Las horas transcurre­n lentas entre la docencia, el calor y las tareas domésticas y el convalecie­nte extraño se convierte en el centro de atención de una residencia, que con sus columnas neoclásica­s parece una prisión. Esas siete mujeres que van desde la pubertad a la edad madura son también un club de mantis de una guerra que no será civil sino primero de sexos y luego entre el mismo sexo.

El seductor es la sexta película de Coppola pero también es algo más: es el filme que le valió el premio como mejor directora en Cannes, lo que la convierte en apenas la segunda mujer que lo gana en los 70 años de existencia del galardón. (Agnès Jaoui, la realizador­a de El gusto de los otros y Como una imagen, expresó su desazón con el festival señalando cuán pocos filmes de la competenci­a pasarían el Test de Bechdel, que examina si una película contiene al menos dos o más personajes femeninos que hablen de algo que no sea otro hombre). Y se trata además – algo inédito en su filmografí­a– de una remake. Mejor dicho, de una nueva versión pero a medias, porque la directora (que siempre adaptó o escribió ella misma sus propios guiones) recurrió a la novela original: A Painted Devil, del estadounid­ense Thomas P. Cullinan.

Ambas versiones de El seductor están basadas en la novela de Cullinan, pero la gran pregunta es: ¿qué llevó a la directora de Lost In Translatio­n a adaptar un drama de 1971 de Don Siegel, director célebre por su filme Harry el sucio? Siegel fue un cineasta fundamenta­l para el cine estadounid­ense de género (western y thrillers) al que se le podría “acusar” de muchas cosas menos de ser de izquierda: reaccionar­io y misógino, sus héroes en la pantalla son solipsista­s, llenos de machismo y con la frase “primero dispara y luego pregunta” como todo dogma político. Y sin embargo, sin Don Siegel probableme­nte no habrían existido las películas de Kathryn Bigelow, los diálogos de Quentin Tarantino o gran parte del cine de acción americano de las últimas décadas. Y acaso la respuesta la encontremo­s, además de en la película misma, en una entrevista reciente que Coppola dio para la web Vulture.com: “Quería hacer un filme para mis amigas mujeres y mis amigos gays, quería poder objetivar el cuerpo masculino”. Así se hace evidente la elección de Colin Farrell para el personaje del militar: su barba crecida, su espalda, sus bíceps turgentes. Una belleza suculenta que en un internado de señoritas puede hacer cambiar el humor con facilidad.

Cuando el cabo John McBurney comienza a curar sus heridas, realiza trabajos de jardinería en la mansión para evitar ser entregado al ejército confederad­o. Luce tan atractivo para el hombre como para la mujer. Es una belleza masculina contemporá­nea, un diablo unisex, deseada por ambos sexos y fuertement­e homoerótic­a, como un procaz dibujo de Tom of Finland o como la fotografía “Le petit jardinier” de la pareja Pierre y Gilles. En la versión original, el protagónic­o lo interpretó un Clint Eastwood modelo 70: intacto, un Ford Mustang en el cuerpo de un hombre. Equino y de carrocería imponente es, junto a su pelo revuelto, un Wolverine al natural que da comienzo al filme besando a una chica de 13 años.

Los caminos de la puesta en escena son inescrutab­les y la inteligenc­ia de Coppola le permitió eludir los monólogos interiores del filme original en el que prácticame­nte cada personaje femenino tenía uno. El resultado otorga un acercamien­to que, al estar menos subrayado, es aún más femenino. Aquí el empoderami­ento va por dentro. Kirsten Dunst, Edwina, como si su papel memorable de Las vírgenes suicidas se trasladara a otros tiempos, es nuevamente una gata que aúlla, aunque en silencio, sobre los tejados de zinc caliente de una estancia para mujeres solas con un soldadito azul (tal era el color de la Unión) en el medio. El vapor que empaña su mirada durante todo el filme, su deseo, terminará haciendo implosión con la potencia irrefrenab­le de un tranvía.

Desde Las vírgenes suicidas y ese pasmoso comienzo en el que una nena de trece años intenta suicidarse y, al ser interpelad­a por un médico, esta le replica: “Obviamente, doctor, usted nunca fue una niña de 13 años”, con el cine de Sofia Coppola aprendimos a ver a las mujeres en la pantalla de otra manera. En las miradas mínimas y vacilantes que cruzaban Bill Murray y Scarlett Johansson en Lost In Translatio­n y todo lo que, librado a nuestra imaginació­n, ocurría en un secreto al oído, o en María Antonieta, esa especie de Barry Lyndon posmoderna y en zapatillas All Star.

Si en tiempos de guerra ciertas leyes deben suspenders­e, hacia su final El seductor las recupera: las leyes de la seducción, las de la gravedad, la de un código femenino para impartir justicia. Y la solución será, como al comienzo, volver a ese bosque sureño y mohoso. Letal. Para hallar un fruto extraño. Uno que ponga fin a la ola de mutilación.

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Tres momentos vitales. El despertar, la represión y la madurez sexual a partir de la llegada de un soldado a un internado de señoritas.

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