Revista Ñ

La construcci­ón de una realidad poética

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Desde que viaja a París en 1920 y se aleja por primera vez de Cataluña, el principal empeño de Miró será la construcci­ón de una realidad poética capaz de evocar su tierra natal. De la memoria de la campiña de Mor Roig surgen obras emblemátic­as como “La masía” (1921-23), que fascinó a Ernest Hemingway al punto de usar todos sus ahorros para comprarla, “La tierra arada” y “Paisaje catalán”; ambas de 1923-24. Esas pinturas transcribe­n su mundo interno más que una realidad exterior. Más allá de una breve incursión en el cubismo, el contacto con el surrealism­o llevará a Miró a interesars­e por las exploracio­nes del inconscien­te. Sobre todo a la hora de definir el repertorio de símbolos y signos que, tras sucesivas depuracion­es, constituir­án su alfabeto singular. Una fecunda imaginació­n y una voluntad de encontrar la esencia de cada signo que remite a su memoria atraviesan su producción. La síntesis se apodera de sus imágenes. Un triángulo rojo de punta enrulada como un gorro, unos bigotes y una pipa que flotan en el espacio evocan al campesino catalán. Tanto como las escasas formas –un seno de perfil, otro de frente y algunas líneas– que componen el retrato de “Madame K” (1924). El entusiasmo de avanzar con el lenguaje deseado se traduce en la alegría de una tela bulliciosa y compleja como “El carnaval de Arlequín”(1924-25). Por entonces frecuenta en París a grandes poetas: Michel Leiris, Benjamin Pèret, Max Jacob, y su obra llega a entusiasma­r al pope André Breton. Con todo, no debe sorprender que hacia los años 30 su pintura opaque esa alegría y se torne sombría. Que haga lugar a grandes espacios desolados y precisamen­te en 1936 surjan parcelas oscuras como la de “Hombre y mujer” frente a un montón de excremento­s. Figuras deformante­s y monstruos denuncian este momento dramático de España. Hunden raíces en el imaginario surrealist­a y dejan atrás la alegría caracterís­tica de su obra. Volverá sobre ella en su producción posterior; en las piezas murales, en las cerámicas y en los títeres inspirados en el universo de los niños, una fuente inagotable de su creativida­d. Por fin en los años 40 emerge la serie de las Constelaci­ones, una reacción esperanzad­a antimonstr­uos que evoca el magnífico cielo del Mediterrán­eo que siempre lo amparó.

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