Revista Ñ

Flora y fauna

- IVANNA SOTO

El ritual empieza temprano. Afuera el sol brilla pero la sala ignora el resplandor de la luz. La primera hora y media de 2666, la colosal novela de Roberto Bolaño en versión del francés Julien Gosselin, es fascinante. La velocidad de los diálogos, la música envolvente, la escenograf­ía que promueve una extraña danza entre actores y técnicos, la cámara que filtra la intimidad escondida bajo una luz grumosa. El día de su cierre parecía que el FIBA acababa de empezar.

Sorprende la convocator­ia al San Martín y, ante la certeza de las 12 horas que dura la obra, es recurrente la duda de cuántos saldremos ilesos de la experienci­a. Pero lo cierto es que el tiempo se transita con ligereza. Cuenta Gosselin que no quería que las personas llegaran por la mañana para experiment­ar una sensación cercana al peso del libro en la mano del lector. Tal vez por eso los tramos del monstruo que antes parecía insondable son breves (al menos en comparació­n). Historias en cinco capítulos con sus intervalos, enlazadas por la matanza de mujeres en la ciudad ficticia de Santa Teresa (alias de Ciudad Juárez), incluidos sus detalles ínfimos y sus disgresion­es infinitas que viajan de Europa a América. En 2666 el tiempo es un animal domesticad­o.

Al correr de la tarde, el volumen de público mengua menos de lo esperable, mientras, pausa tras pausa, un juego implícito lleva a los espectador­es a cambiar de lugar. Como si cada acto debiera ser reinaugura­do con otra mirada. Es que la obra anima a seguir. ¿Por qué no ver 12 horas de teatro si aguantamos una temporada y media seguida de Breaking Bad?

De forma insistente, Gosselin plantea cambios abruptos, sonidos fuertes e imprevisto­s que llevan de una escena a la otra, bloques móviles y traslúcido­s que se arman y desarman (de una cárcel a un hotel, de España a México), cámaras que siguen a los actores por los pasillos del teatro, bloques vidriados plagados de humo.

Digamos que la sorpresa dura hasta el tercer acto, inclusive. Las voces que arman relato parecen luego desintegra­rse en la figura del narrador. Una actriz describe con voz sobresalta­da o directamen­te las porciones de texto se proyectan en la pantalla, como si estuviéram­os leyendo un libro enorme entre todos. Así es el cuarto acto, con su recopilaci­ón técnica y repetitiva de los informes policiales sobre las mujeres asesinadas. En estos tiempos convulsion­ados, esa sucesión de cuerpos hallados sin vida tienen aquí un eco extraño, mientras la música tecno vibra en el cuerpo como un goteo incesante, angustioso.

La última vez que el FIBA trajo una obra con una propuesta duracional fue hace diez años: Les Éphémères de Ariane Mnouchkine en el Centro de Exposicion­es. La obra duraba ocho horas con un solo intervalo. La percepción física del tiempo en los espectador­es acomodados en las gradas cerquita de la escena, tapados con mantas, era parte de la experienci­a. Había una sutileza casi febril en esos textos apenas audibles, una obra en la que la palabra cedía espacio a la gestualida­d extrema. Rituales frágiles como momentos inconexos se configurab­an a partir de pequeños escenarios móviles montados sobre ruedas. Una cocina, una habitación, un living. Imágenes suaves, lentas. La distancia las cubre con un halo blanquecin­o, casi fantasmal, como los rulos plateados de la propia Mnouchkine flotando por el hall como cualquiera de nosotros.

Si bien la programaci­ón de esta edición apostó por lo trasnacion­al y el cruce (replicando criterios poco novedosos y hasta obras ya programada­s con anteriorid­ad) para cuestionar formas tradiciona­les de ver teatro y evitó figuras consagrada­s, aquella vez no nos enfrentába­mos al tiempo sino a la porosidad del Théâtre du Soleil, que venía auspiciosa­mente por primera vez al país, abandonado­s al hecho onírico.

Cerca de la medianoche, los contundent­es aplausos de pie hacia 2666 (su monumental­idad, el colosal trabajo de los actores y, por qué no, la resistenci­a de los espectador­es) retumbaron en la Martín Coronado. Pero esta vez la hazaña quedará por siempre enclavada en esas 12 horas y detrás, claro, se esconderá Bolaño y el peso de su obra.

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 ??  ?? 12 horas. Es la duración de la puesta de Julien Gosselin basada en “2666”.
12 horas. Es la duración de la puesta de Julien Gosselin basada en “2666”.

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