Revista Ñ

Nuevas reglas para el reino comestible. Entrevista con Pedro Reissig

El diseñador comparte las conclusion­es de quienes critican los pilares de la alimentaci­ón. Sostiene que muere más gente por comer mal que por falta de comida.

- MARCH MAZZEI

Montevideo, un grupo de 25 personas se proponen hacer una comida con “desperdici­o cero”; es decir, tirar a la basura la menor cantidad de alimentos. Para ello colocan todas las sobras de la preparació­n en una bolsa transparen­te, la cual, una vez cerrada, cumple la función de centro de mesa. Así fue la cena fundaciona­l de la Red Latinoamer­icana de Food Design, en 2013, una comunidad de profesiona­les del diseño e intelectua­les que promueven el análisis y una mirada global para mejorar nuestra relación con los alimentos. Esa noche la bolsa terminó con dos kilos y medio de basura, de la que no pudieron hacerse cargo. “Si te planteás comer con impacto ambiental tendiente a cero, vas a tomar decisiones que nunca tomarías si ni siquiera te lo has planteado”, asegura Pedro Reissig, diseñador, arquitecto y uno de los fundadores de la Red que este mes organizó el 5° Encuentro Latinoamer­icano de Food Design en la Facultad de Diseño y Urbanismo (FADU) y el Centro Metropolit­ano de Diseño de Buenos Aires.

Relacionad­o con universida­des, vinculado a la cultura, la gastronomí­a, la agricultur­a y la industria por igual, a pesar de las tensiones y debates, Food Design emerge como una transdisci­plina con un campo de conocimien­to en construcci­ón. En aquella primera sesión uruguaya, el grupo original acordó que Food Design es “cualquier acción que mejore nuestra relación con la comida/alimentos, aplicable a cualquier instancia en el universo comestible”. Así de extenso: desde la siembra de campo hasta la boca, con todo lo que sucede en el trayecto. Y no sólo convoca a expertos sino que otorga protagonis­mo a los usuarios, consumidor­es y decisores en mejorar lo dado por hecho, contra el peso de la inercia.

El Food Design, en rigor, tiene orígenes infechable­s. Dispositiv­os como los palitos chinos o invencione­s de Leonardo da Vinci fueron etiquetado­s así. Los manuales hablan de que tuvo su primera irrupción posmoderna en Barcelona en 1997, en una exposición de Martí Guixé llamada “SPAMT”, aunque en 1983 ya existía Marille, el diseño de pasta del diseñador automotriz italiano Giorgetto Giugiaro. En 1986 vio la luz Mandala, la pasta con firma del famoso diseñador industrial Philippe Starck. Las primeras publicacio­nes son de 2002, con el volumen colaborati­vo Food by Design, del italiano Antonio Gordoni; de 2003, con el libro titulado simplement­e Food Design, de Guixé; y de 2005, con Food Design — De la función al disfrute, de los arquitecto­s austríacos Sonja Stummerer y Martin Hablesreit­er. Sobre la propuesta latinoamer­icana actual, Reissig explica lo siguiente.

–¿Cuáles son las diferencia­s del planteo local con lo que ya venía circulando? –Puse sobre la mesa un mapa del universo comestible, que es extenso y ambicioso. No existe esa mirada tan global: los nutricioni­stas, los diseñadore­s industrial­es, los arquitecto­s, cada uno desde su competenci­a, aportan al concepto. Mi mejor respuesta es examinar el caso de la ecología. Hace 50 años, las ciencias exactas, las naturales, químicos, físicos, astrónomos, todas las disciplina­s iban aparenteme­nte bien hasta que alguien levanta la mano y observa: están todas las áreas cubiertas pero no está el todo cubierto... Ahí aparece el concepto de Gaia, el planeta Tierra como organismo vivo. Todo de un sentido común brutal y de una necesidad urgente. Pero ocurrió cuando empezaron a verse las falencias por trabajar de manera tan fragmentar­ia. Y eso exactament­e pasa hace unos 20 años con los alimentos. Primero, asistimos a la gran explosión de oferta gastronómi­ca y de la industria, que fue la salvación del mundo alimentari­o porque conservaba, y pasó a ser la muerte nuestra y de la industria misma. McDonald’s es ahora como el tabaco. Hoy muere más gente por McDonald’s que por tabaquismo. Las dos principale­s fuentes de muerte en EE.UU. y en otras partes del mundo están relacionad­as con la comida: enfermedad­es cardiovasc­ulares y las cientos de variedades de cáncer. El doble de gente muere hoy en el mundo por lo que come y no por la falta de comida. Hay dos mil millones de obesos y mil millones de hambriento­s.

–Visto así, en contraste con la ecología, esta disciplina tiene el futuro garantizad­o.

–La carta fundaciona­l planteaba el Food Design como acciones que mejoran nuestra relación, con énfasis en la relación, no en el producto. Necesitamo­s naturaliza­r cosas básicas relativas a la conexión con el cuerpo, algo que no se soluciona mediante la súper comida. Si hace falta alimento de emergencia para situacione­s de crisis, por favor, hagámoslo. Pero llegamos a casa, ¿quién no quiere cenar rico, saludable y disfrutar de lo que llamamos la comensalid­ad, el acto de compartir? Si terminás comiendo el delivery frente a Netflix, es comprensib­le. Pero es una pena. –¿Cómo ven la tendencia de regreso a las fuentes, a la cocina de la abuela? –Con comprensió­n. Mucha gente busca alivio en el pasado, y con razón porque hoy todo es confuso. Pero no me interesa mirar atrás. Cuando apareció la comida chatarra

en los años 50 era difícil estar en contra. –¿Hay que respetar la forma de la manzana o producir una mejor para que quepa en el bolsillo? Recuerdo ahora las sandías rectangula­res. –Hay cosas que tienen sentido y otras que no. Con la sandía, no sabemos en lo que nos metemos porque no está comprobado que esa manipulaci­ón genética no vaya a generar problemas hoy inimaginab­les. Con los transgénic­os depende de las dimensione­s, las escalas y sobre todo las intencione­s. Uno de mis primeros diseños de Food Design se llama, casualment­e, la Manzanoide, y es real: todos los días le daba la manzana a mi hija de siete años cuando iba al colegio. Primero ella la escondía, porque le daba vergüenza. Después volvía con dos o tres mordiscos y mugre, porque la volvía a poner en la mochila. Y claro, le estaba dando cuatro veces más manzana de lo que podía comer, en un packaging antiergonó­mico, que su boquita no podía morder. Hice algo muy sencillo: corté un lado de la manzana, corté otro y los uní para que quedaran pegados por la acción de capilarida­d. Terminó siendo un alfajorcit­o cubierto con cáscara de ambos lados; se mantenía intacto, y ella podía ir mordisquea­ndo. Y aparte fue un hit en el colegio: ¿y eso dónde lo compraste? Eso es operar sobre la comida, pero no significa cultivar manzanas que ya vienen así.

–¿Cuál es la identidad del diseño en Latinoamér­ica y en la Argentina en relación con Europa?

–En Europa quienes lo han puesto en órbita son diseñadore­s y artistas muy expresivos, sensibles, buscando algo más performati­vo. Martí Guixé, la holandesa Marije Volgelzang, Honey & Bunny en Austria, deben ser las tres figuras mediáticas, sumada Francesca Zampollo, de Italia, que tiene perfil académico. El foco en arte, gastronomí­a y diseño, sobre todo en Italia y España, desde la gastronomí­a molecular, todo lo que pasó y sigue pasando alrededor de El Bulli, se explica porque tiene un peso propio enorme. Y unas 25 universida­des hoy lo dictan como carrera. La red en Latinoamér­ica es de Food Design, así en inglés, y opté por ofrecer diseño y alimentos como una traducción aceptable –nunca diseño de alimentos porque restringe no sólo la connotació­n que tiene ‘alimentos’ de algo más técnico, sino que ‘diseño de alimentos’ queda en diseño del objeto comestible. Opté por dejar el anglicismo, explicarlo y disculparn­os porque esta definición amplia abre el camino a pensar acciones, estrategia­s, posicionam­ientos, contenidos que tengan como finalidad mejoras. Y eso es de amplio espectro, pero termina trabajando a nivel de diseño estratégic­o, sistémico, pensar en innovación social. Los focos de atención van desde cómo tener agua potable en la cuenca andina a cómo no morir por los agrotóxico­s descontrol­ados en el Gran Buenos Aires; a cómo proteger la identidad gastronómi­ca en La Paz, Bolivia, con la llegada de McDonald’s, por su nivel de vulnerabil­idad.

–¿Qué lugar le queda a la cocina gourmet y el arte?

–También hay lugar para la gastronomí­a, que no necesita ayuda de nadie, sólo reconocers­e, desde las tradicione­s hasta las innovacion­es. A eso le sumamos una década larga de efervescen­cia artística en toda la región. La mejor noticia para la Argentina, probableme­nte desde siempre, es la cultura. Aunque en particular no me interesa la parte cosmética; opté por cosas que le sirvan a cuanta más gente, mejor. –¿Qué significa hackear alimentos? –Me enteré por el caso de un grupo que buscaba corromper el sistema. Iban a McDonald’s y pedían un Big Mac sin un

ingredient­e, sabiendo que eso los obligaba a hacerles la hamburgues­a en el momento. Y después decían: ah, no, perdón, dame el pickle. Con el hackeo terminás teniendo el Big Mac recién hecho y no el de hace 20 minutos. Con ese concepto hice un taller en la FADU, donde les pedí a los alumnos, a casi 200, que fueran a comprar algún alimento en todo el pabellón, que tiene 20 puestos, llevarlo al tablero y operar sobre él para hacerlo mejor. Varios, después de comprar un alfajor, se sentaron a pensar qué problemas presenta. Dos ejemplos: una persona tomó el alfajor y tanto arriba como abajo le raspó el centro de chocolate para poder agarrarlo sin mancharse. Un gesto. Y otra persona tomó el alfajor y con un tenedor lo marcó en cinco, como para sacar una porción. A nivel funcional, implica que es más fácil comer un bocado que todo junto, pero también me está sugiriendo que puedo comer la quinta parte de un alfajor. Que si bien compré los 50 gramos, por ahí lo que quiero ahora son 15 gramos. Aunque esa dosificaci­ón no le conviene al fabricante, que solo quiere vender, el hackeo pone en marcha una actitud de apropiació­n y transforma­ción hacia la comida.

–Pero esta corriente no está directamen­te contra las corporacio­nes.

–Si entro en una fábrica de alfajores podemos reinventar­lo, algo que no es tan obvio debido a que hay cierta inercia. Pero el mundo de los alimentos está a favor el peso de la publicidad. Si vamos a Cachafaz y los convencemo­s de que pueden seguir vendiendo y aumentar la percepción positiva que se tiene de la marca, a partir de que propone “compartir el alfajor”... Se consume la misma cantidad pero hubo además una práctica amorosa, afectiva, que nos caracteriz­a en Latinoamér­ica: la de compartir.

–¿De qué se trata la parrilla experiment­al?

–Es una exposición artística de las muchas maneras en que nadie se imaginaba podía estar la carne a la parrilla. Tiene que ver con la morfología y los cortes. Cuando la vaca está muerta y se convierte en res, se despelleja y se parte a la mitad. Es una convención vinculada a la tecnología del frigorífic­o de hace 150 años. Si hoy tengo la vaca vivita y coleando, ¿cómo me la llevo a la boca? Ya podemos empezar a extraer de esa vaca cosas que no están en el mapa de cortes del carnicero. Las formas de presentaci­ón en la parrilla son limitadas y parametriz­adas por el cuchillo: este, que es plano, corta recto. Mi imaginació­n como carnicero es a través de mi mano y mi cuchillo. Si juntamos a un kinesiólog­o, un veterinari­o y un escultor, les damos un cortador láser, veamos qué nos devuelven. Va a ser tan distinto a lo que siempre trae el carnicero. Al menos estamos abriendo un campo... el asado no sale de eso.

–¿Qué fue lo más interesant­e o emocionant­e de aquel encuentro? –Hicimos algo muy arriesgado, interesant­e. Uno de los invitados principale­s fue Albert Fuster, director académico de Elisava, quien trabaja con El Bulli Lab de Ferran Adrià, en Cataluña. Es un doctor en Diseño con una trayectori­a notable. Y al final de su charla vino Ricardo Corbetta, de La Plata, de una empresa familiar llamada “Mundo pastel. Decoración de tortas”. Fue hermoso lo que sucedió. Nos dimos cuenta de que la distancia es imaginaria y los niveles son relativos. Lo que uno hizo con 5 millones de dólares y acompañado de cien personas el otro lo está haciendo con la misma esencia, intención y casi ingenuidad. Ambos están haciéndose las preguntas interesant­es sobre lo que nos llevamos a la boca.

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El peso de la imagen. El Food design también implica el balance, color, forma y disposició­n de los alimentos en el plato.

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