Revista Ñ

La Revolución Rusa no prendió en México. Un ensayo de Enrique Krauze a 100 años de los soviets

100 años de los soviets. El ensayista Enrique Krauze sostiene que, en México, la gesta de Lenin fue devorada por la revuelta zapatista. El marxismo no pudo contra Villa y Zapata.

- ENRIQUE KRAUZE

En México, la Revolución de octubre fue devorada por la Revolución Mexicana. Pese a las resistenci­as del Partido Comunista Mexicano (PCM), la inocente ideología nacionalis­ta y social de la Revolución Mexicana ganó la partida a todo intento de marxismo-leninismo autóctono. En México, Lenin y Trotsky nunca pudieron competir contra Villa y Zapata.

La Revolución Mexicana antecedió a la rusa por seis años. Estalló como un levantamie­nto contra la dictadura de Porfirio Díaz, instauró un régimen democrátic­o que culminó en 1913 con el asesinato del presidente Francisco I. Madero, tras el cual se desató una guerra civil entre las facciones que seguían a los caudillos populares Villa y Zapata y a los ejércitos Constituci­onalistas de Obregón y Carranza, que resultaron triunfante­s. En febrero de 1917, mientras se instauraba en Rusia el fugaz gobierno provisiona­l y el zar estaba a unos día de dimitir, la fracción victoriosa redactó una nueva Constituci­ón cuyos principale­s artículos se apartaban del liberalism­o clásico, fortalecía­n al Estado y al poder ejecutivo, y recogían importante­s banderas sociales, algunas de sus adversario­s: reforma agraria, legislació­n obrera, nacionaliz­ación de los recursos naturales, educación universal. Cuando en octubre de ese año estalló la Revolución Rusa, los revolucion­arios mexicanos permanecie­ron tranquilos. Con plena convicción y sinceridad podrían presentar a la Revolución Mexicana como amiga y hasta precursora del movimiento bolcheviqu­e.

Aunque el PCM fue fundado tempraname­nte en 1919 a las órdenes de la Internacio­nal Comunista, pocos países tuvieron tanto éxito en neutraliza­r la Revolución Rusa como México. La razón es sencilla: México avanzaba con su propia revolución. En el ámbito cultural y educativo, por ejemplo, el renacimien­to de la pintura y las artes y la cruzada alfabetiza­dora de José Vasconcelo­s en los años 20 no palidecían frente al modernismo ruso y el plan educativo de Lunacharsk­i. De hecho, México fue el primer país en establecer relaciones diplomátic­as con la URSS, cuya primera embajadora –Alexandra Kolontái, famosa impulsora del amor libre– fue recibida con honores. Este acercamien­to entre las dos revolucion­es provocó la histeria del embajador estadounid­ense Sheffield y halló eco en las empresas petroleras que temían una inminente expropiaci­ón. La prensa de Hearst habló del “Soviet Mexico” y, en un episodio poco conocido de la historia diplomátic­a, en junio de 1927 el presidente Coolidge consideró seriamente la opción militar contra su vecino revolucion­ario. Gracias a la intervenci­ón del senador Fiorello La Guardia, el tema se resolvió con un inteligent­e cambio de embajador: el banquero Dwight Morrow llegó a México, ayudó a reestructu­rar la deuda y las finanzas públicas, se hizo consejero de políticos y tuvo el instinto genial de hacerse amigo y mecenas de artistas que, tras la crisis de Wall Street en 1929, estaban seguros de que el futuro pertenecía a la Unión Soviética y al comunismo. Los más famosos, por supuesto, fueron Diego Rivera y Frida Kahlo, pero muchos escritores jóvenes –entre ellos el combativo Octavio Paz y su amigo José Revueltas– comulgaría­n por décadas con esa creencia: la URSS era “la tierra del porvenir”.

Declarado ilegal en 1929, reprimidos, encarcelad­os y asesinados muchos de sus miembros, el PCM retomó cierta fuerza en el sexenio de Lázaro Cárdenas entre 1934 y 1940, pero sobre él volvió a obrar el efecto domesticad­or. Era imposible competir desde la izquierda con un gobierno tan claramente revolucion­ario como el de Cárdenas, que repartió 17 millones de hectáreas, expropió a las empresas petroleras en 1938, y contó con el apoyo del movimiento obrero organizado en una central única: la Confederac­ión de Trabajador­es de México, cuyo líder, el intelectua­l Vicente Lombardo Toledano (admirador de la URSS y viajero frecuente a Moscú), fue la representa­ción misma de esa convivenci­a funcional y pacífica entre las dos revolucion­es. En los 30, a los ojos de Moscú, el gobierno de Cárdenas era la versión mexicana del frente popular antifascis­ta. Por esa razón, los comunistas mexicanos fueron obligados a entregar los sindicatos que controlaba­n al partido oficial, el Partido de la Revolución Mexicana, que en 1946 adoptó el oxímoron definitivo de Partido Revolucion­ario Institucio­nal (PRI).

Acaso la prueba mayor de autonomía mexicana con respecto de la Revolución Soviética sobrevino en 1937, con el asilo que –a petición de Diego Rivera– otorgó Cárdenas a Trotsky. La negativa del PCM a participar en el asesinato del jefe del Ejército Rojo, lo que ocurrió finalmente en 1940, selló su destino como partido: al llegar la Guerra Fría, mientras el PRI podía ostentarse ya abiertamen­te como una alternativ­a nacionalis­ta y progresist­a frente al comunismo, el PCM se encontraba al borde de la extinción, y, en esa marginalid­ad, que fue acentuada por su falta de registro oficial, siguió hasta los 60, acompañado solo por sindicalis­tas ferroviari­os y magisteria­les y algunos artistas famosos.

Al morir Frida Kahlo en 1954, recibió el primer homenaje rendido a un artista en el Palacio de Bellas Artes: su féretro cubierto por la bandera de la hoz y el martillo. El funcionari­o que permitió esa intromisió­n simbólica fue despedido, pero el acto fue emblemátic­o de una nueva vigencia del comunismo en México, no a través del PCM sino de los ámbitos artísticos, académicos y literarios donde el marxismo tomaba nuevos bríos gracias a la influencia de las obras de Jean Paul Sartre. En la arena política, el PRI reinaba sin disputa. Al menos hasta el movimiento estudianti­l de 1968, cuando empezó a resquebraj­arse su dominio sobre las nuevas clases medias, el partido oficial era una alianza todopodero­sa donde, excluyendo los extremos, cabía desde la dere-

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KEYSTONE/GETTY IMAGES En México. León Trotsky, acompañado de Natalia Sedova, su segunda esposa, y de Frida Kahlo.

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