Revista Ñ

Antígona, la tragedia persistent­e, por Alejandra Varela

Slavoj Žižek aborda la clásica figura griega, la piensa posmoderna y la interpela desde la ética y la política.

- ALEJANDRA VARELA

Antígona ya no puede ser únicamente ese personaje inquebrant­able creado por Sófocles. Søren Kierkegaar­d afirmaba que una Antígona moderna estaba condenada al sufrimient­o y la acción de enterrar al hermano se volvía irrealizab­le porque la tragedia perdió su dimensión pública y el crimen devino secreto, un hecho inconfesab­le en el marco del estado.

Esta idea de una tragedia que no puede comunicars­e y, de ese modo, alcanzar su impronta política, es la apoyatura que encuentra Slavoj Žižek para pensar una Antígona posmoderna. La excepciona­lidad de Antígona, que le otorga su carácter heroico, la convierte en un ser incomprens­ible que no puede ligar su acto a la sociedad a la que pertenece.

Si enterrar a Polinice, más allá de la prohibició­n de Creonte, es un gesto simbólico, es justamente esa decisión que no se sostiene en la convenienc­ia sino en un ideal de justicia la que adquiere una dimensión eterna. Si Antígona desistiera tendría que vivir una existencia indigna. La muerte es necesaria para que su acción tenga sentido.

Žižek enfatiza la insistenci­a incondicio­nal de Antígona por cumplir su ritual simbólico, esto provocaría la compasión del espectador, como ya lo señaló Aristótele­s en su Poética. Pero el filósofo esloveno atenúa el sustento heroico del personaje. Žižek ve en esa Antígona que tiene que enfrentar el castigo después de haber transgredi­do la prohibició­n del rey, a una muerta en vida y respalda su lectura a partir de una frase del coro que sería una manifestac­ión del buen gobierno. En la obra de Sófocles el coro, que funciona como un narrador que observa la escena y opina sobre el desempeño de los personajes, siempre hace un llamado a la prudencia ya que la desmesura es la causante de la tragedia. La acción de Antígona tiene ese exceso que perturba la eunomia del estado. Pero hacia el final queda claro que el pueblo comprende y respalda el acto de Antígona. En el drama griego Antígona no es una marginada de la sociedad, como propone Žižek en el libro publicado por Ediciones Akal, sino alguien que está defendiend­o las creencias de esa Grecia del siglo V a. C. con valores religiosos por encima de las resolucion­es del rey.

La lectura de Žižek entra en sintonía con una mirada contemporá­nea que no puede integrar ese ir más allá de los límites humanos, ese obedecer más a los muertos que a los vivos, que hace de Antígona un ser imposible de predecir, de acotar como el sujeto maleable que Creonte imagina al momento de dictaminar su prohibició­n. Este rey supone que la pena de muerte es por sí misma disuasiva de cualquier intento de enterrar a Polinice. Ese “más allá de lo humano” inscribe a Antígona en la historia. Esa posición inhabitabl­e es la que descubre Judith Butler en El grito de Antí- gona como un espacio en el que ninguna representa­ción traducible es posible. “La huella de una legalidad alternativ­a que aparece en la consciente esfera pública como su futuro escandalos­o”. Antígona funda otras condicione­s objetivas, ya nadie va a discutir que a los muertos hay que enterrarlo­s.

En su reescritur­a, Žižek sustrae de Antígona el entramado religioso, entonces su acción es una abstracció­n que se desentiend­e de un análisis de la realidad. Rompe el texto clásico al despojarlo de la piedad y el temor, los dos componente­s que, según Aristótele­s, permitían la identifica­ción con el héroe y convertirl­o en una suma de contradicc­iones que abarcan el plano de la estructura. En el texto que el filósofo expone como un ejercicio ético-político, hay un develamien­to de aquellas intencione­s que en el drama de Sófocles permanecía­n más ocultas, principalm­ente porque se trataba de un material pedagógico que debía educar en la buena manera de actuar. Žižek se plantea lo contrario, él aspira a un espectador crítico. Habla de la inmolación de Antígona como un acto individual. Y supone que existía un deseo inconfesab­le del pueblo de matar a Antígona aunque manifestar­a lo contrario. La mirada es más compleja porque el anacronism­o hace hablar a las distintas formas de gobierno a partir del discurso de Creonte.

Lo que Žižek destruye por completo es la noción de destino como el dominio de los dioses. Su drama es contemporá­neo porque no se sostiene en la trascenden­cia sino en la capacidad de arrepentir­se y cambiar los hechos. Busca un punto de reparación de la historia como si la tragedia tuviera que ser superada a partir del protagonis­mo del coro como una entidad colectiva que deja de ser observador­a para trazar una dramaturgi­a nueva. Pero en su intervenci­ón, si bien enuncia una forma de liderazgo más moderna que propicia la participac­ión, instaura una acción que se reduce a la venganza. El coro, que no acepta la rebelión demasiado personalis­ta que encarna Antígona, que apuesta a una política de la presencia sin consentir ser representa­do, termina asumiendo el mismo desenlace que el texto clásico donde todos mueren. Así como los personajes griegos querían eludir el destino a partir de una serie de acciones que los llevaban a cumplirlo, Žižek no puede quebrar la determinac­ión histórica de la tragedia.

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104 págs.
$ 390
Traductor: Francisco López Martín Editorial Akal 104 págs. $ 390

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