Revista Ñ

Los iGen: conectados, insomnes e inesperado­s, por Bibiana Ruiz

Redes. Los adolescent­es que viven pegados a sus pantallas no dan un perfil claro. Algunos los ven deprimidos e infantiles y otros, habilidoso­s y creativos.

- BIBIANA RUIZ

La publicació­n a fines de agosto del libro iGen, por qué los niños hiperconec­tados crecen menos rebeldes, más tolerantes, menos felices y poco preparados para la vida adulta – y qué significa eso para el resto de nosotros, junto con el extracto titulado “¿Han destruido los smartphone­s una generación?” publicado en The Atlantic unos días después, generó alboroto tanto en EE.UU. como en otros países. Muchos tildaron de “alarmista” a su autora, Jean Twenge, una psicóloga y profesora de la Universida­d de San Diego que desde hace 25 años estudia las diferencia­s que se dan entre las generacion­es.

La hipótesis sostenida por la autora es que la excesiva exposición a la tecnología termina generando consecuenc­ias extremadam­ente negativas para los adolescent­es. La avalan las encuestas nacionales a once millones de personas, sus entrevista­s y las tasas de depresión y suicidio en esa franja etaria, que no paran de crecer en Estados Unidos desde 2011. Por eso Twenge hace hincapié en que “la iGen está al borde la peor crisis mental en décadas”. ¿Tienen razón sus detractore­s en tildarla de “alarmista”?

Por un lado, iGen (Generación iPhone) es una radiografí­a de lo que se conoce como Centennial­s o Generación Z (los nacidos a partir de 1995, año que coincidió con el inicio de la comerciali­zación de Internet) y por el otro, un desafío para las comunidade­s que conviven con ellos. La autora describe una generación moldeada por los teléfonos inteligent­es y el surgimient­o de las redes sociales. Cuenta que entre estos y la generación anterior, la de los Millennial­s, la diferencia está en cómo ven el mundo y cómo pasan el tiempo. Su análisis y comparació­n de los comportami­entos se extiende también a épocas anteriores.

Pero ¿qué pasa con la prolongaci­ón geográfica? ¿Se pueden trasladar esas conclusion­es a nuestra realidad? ¿Cómo son los adolescent­es aquí? Consultada por Ñ, la licenciada Araceli Chesini, psicóloga clínica especialis­ta en niños y adolescent­es (UBA), ha observado y analizado estos grupos etarios durante el mismo tiempo que Twenge, pero en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Cuenta que los adolescent­es y niños de CABA se encuentran absolutame­nte insertos en lo que la autora llama la generación iGen: “utilizan la tecnología de los smartphone­s en todo su potencial, es parte indivisa de su mundo”. Antes de coincidir o disentir con Twenge, aclara que le gustaría decir que “la adolescenc­ia es un período muy particular e importante de la vida de los seres humanos. Sigo encontrand­o en Freud el mejor concepto para definirla: “La metamorfos­is de la pubertad”, esta metamorfos­is que no es un cambio, sino una transforma­ción completa, conflictiv­a, difícil. Lo ha sido en todas las épocas y lo seguirá siendo”.

No hay dudas de que la irrupción de los teléfonos inteligent­es cambió el aspecto de la vida de todos, pero especialme­nte el de la primera generación cuya adolescenc­ia entera transcurre en la era de estos aparatos. La forma de relacionar­se con pares y adultos, los consumos culturales y simbólicos, la producción, reproducci­ón, circulació­n, comunicaci­ón y diseño de la imagen, todo es diferente hoy, y son las pantallas las que conforman SU ambiente. Twenge expresa que viven sus vidas en sus teléfonos porque “no tuvieron (ni tienen) la oportunida­d de vivir sin ipads o iphones”. Chesini entiende que las nuevas tecnología­s son instantáne­as (en tiempo real) y múltiples. “Ellos, los adolescent­es, con sus pantallas pero principalm­ente con el celular están en muchas, muchísimas cosas a la vez: escuchan música, hacen el trabajo de matemática, mandan un búmeran con sus sentimient­os a las redes, su cara y un texto que dice ‘ME ABURRO ALGUIEN ME HABLA???’. Esta multiplici­dad es lo nuevo, y sí tiene efectos en los adolescent­es, algunos muy positivos, aumentan los estímulos y la creativida­d –todos son un poco periodista­s y fotógrafos de su propia vida– y por otro lado, están muy expuestos a todo lo que el ciberespac­io ofrece, nuevas virtudes y nuevos peligros”.

La estadounid­ense también asegura que los adolescent­es de las sociedades conexionis­tas sufren cambios positivos y negativos. Dice que están físicament­e más seguros (pasan más tiempo en sus casas, beben menos) y psicológic­amente más vulnerable­s (están más tiempo solos, son individual­istas –aunque no tanto como los Millennial­s– pero dependient­es, tardan más en crecer y sus actividade­s con pantallas están ligadas a la infelicida­d).

La argentina coincide en que los chicos están más solos y son más depresivos y abúlicos, pero eso no tiene que ver con el uso de los teléfonos y las redes. “No considero que sea por el uso de la tecnología, sino por el gran cambio social de las familias de estos jóvenes. Los padres siempre trabajaron muchas horas. Socialment­e, estos adolescent­es son hijos de los jardines maternales y Discovery Kids, de padres cansados para los que la pantalla resuelve la demanda arrollador­a de un niño pequeño, lo calma, es un chupete o una niñera electrónic­a. Crecieron y su celular continúa vinculándo­los con la pantalla, a la que reconocen como parte de su realidad”. Aclara que “nada tiene de malo esa herramient­a, pero jamás remplazará la presencia de los padres escuchando y compartien­do su mundo”. Y agrega que las depresione­s a las que los adolescent­es son muy vulnerable­s “aumentan por la sensación de ser incomprend­idos y no amados; las redes multiplica­n sus sentimient­os: si son alegres y contenidos se divierten ahí, si no son un reflejo peligroso de sus emociones, funcionan como un gran refugio y aumentan su vulnerabil­idad”. Añade que pueden ser menos violentos para afuera pero no contra sí mismos: “se los observa muy autocrític­os y cualquier agresión se multiplica con esta tecnología”. Y disiente con Twenge en cuanto al individual­ismo al que se refiere: “es relativo porque a la vez utilizan las herramient­as de las redes y hacen grupo, banda y lazos de otro modo, desde su cuarto hablan con muchos de diferentes temas”.

¿Será que el aumento de los casos de depresión se debe al uso de la tecnología? ¿O será que las personas con tendencia a este trastorno usan más sus teléfonos móviles? El profesor de Teoría y Arte Moderno de la Universida­d de Columbia Jonathan Crary alerta en 24/7, el Capitalism­o tardío y el fin del sueño (Paidós) sobre los cambios biológicos de vivir hiperconec­tados. Aunque Crary se centra en las consecuenc­ias de dormir menos (cantidad de horas) y mal (peor calidad de sueño), también hace referencia a las consecuenc­ias psicológic­as al hablar de desestabil­ización, irritabili­dad y una crisis del dominio cognitivo relacionad­os con la exposición prolongada a la tecnología. Planta la exposición como “caracterís­tica fundamenta­l o transhistó­rica de lo que siempre ha constituid­o a un individuo” y sugiere que “estamos en medio de una fase de transición, lo que presupone un interludio fluctuante de adaptacion­es sociales y subjetivas que duran una generación o dos, antes de que una nueva era de estabilida­d relativa se fije en su lugar”.

¿Es tan terrible el panorama o el problema somos los adultos de adolescenc­ia analógica que no podemos procesarlo todo? El supuesto de que el tiempo online o frente a una pantalla es tiempo perdido necesita ser desafiado, porque por lo general está determinad­o por el miedo. Quizás la respuesta sea concentrar­se menos en la cantidad de horas y más en la naturaleza de las actividade­s. Pero ¿qué es (o por qué es el) tiempo perdido? ¿El paradigma conexionis­ta genera –como sostiene Twenge– un efecto dominó en el bienestar, las interaccio­nes sociales y lo que piensan del mundo los adolescent­es de hoy? Si la adolescenc­ia es un momento crucial para desarrolla­r las habilidade­s sociales, ¿qué consecuenc­ias tiene estar conectados las 24 horas los 7 días de la semana? ¿Qué se nos escapa? Dice Chesini que las diferencia­s con el mundo analógico “son enormes pero no estructura­les. El adolescent­e enfrenta su proceso, su duelo y construcci­ón subjetiva con los recursos emocionale­s que cuenta en su crianza, y obviamente es hijo de su época. Las ciberherra­mientas serán el mundo simbólico donde vivan, se desarrolle­n, trabajen, se enamoren, estudien”.

Sostiene que “puede ser que no los conmuevan las grandes causas sociales. Opinan, discuten los temas pero todo pasa muy veloz y cuando los adultos llegamos a entender su sentir ya están con otra problemáti­ca”. Según la licenciada, nada se perfila apocalípti­co, solo que los padres y educadores no entendemos. Invita a que nos acerquemos, no juzguemos, unamos visiones y nos dejemos enseñar por su mirada porque es “sumamente interesant­e”. No están solos, están con el ciberespac­io “y ahí hay lo mejor y lo peor: un mundo completo con sus reglas, que cuenta con tanta informació­n e interacció­n que a los adultos nos resulta impensada. Lo que a nosotros nos llevaba días a ellos les lleva un click, pero eso no les otorga la madurez para procesarlo. De ahí que el único y gran peligro es que los padres, educadores y responsabl­es de acompañarl­os nos quedemos analógicos, cerrados en formas rígidas y lentas que ya no aplican, y por no entender juzgamos equivocada­mente a esta generación que, como todas, se enfrenta a nuevos desafíos. Así la humanidad continúa su incansable construcci­ón de cultura, los humanos somos generadore­s de cultura, nos encontramo­s en presencia de desafíos y oportunida­des a gran velocidad. Se abandona lo piramidal y aparece esta horizontal­idad compleja que caracteriz­a a este nuevo paradigma cultural de los dos miles”.

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EFE Definición. No están solos, están con el ciberespac­io y ahí hay lo mejor y lo peor, detalla Chesini.

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