La novela policial: literatura de una cacería. Anticipo
En uno de sus últimos textos críticos, Ricardo Piglia sostiene que el detective es una de las mayores representaciones modernas de la figura del lector. Acude, para demostrarlo, al cuento que funda todo el género: Los crímenes de la calle Morgue, que comienza precisamente en una librería de Montmartre y que presenta en sociedad a Auguste Dupin, un bibliófilo incurable. (...) Significativamente, de la caza de un animal homicida termina tratándose Los crímenes de la calle Morgue: Dupin descubre que el asesino no es un humano, sino un enorme orangután de Borneo.
Si el detective es el cazador, podemos decir que el suspenso sin investigadores es la novela de la presa, inocente o culpable: William Irish, Charles Williams, David Goodis, Patricia Highsmith y tantos otros cultivaron esta otra narración apasionante, cuya empatía y punto de vista se encuentran ya no en el clásico perseguidor sino en el perseguido. Caído el Muro de Berlín y la Guerra Fría, un particular depredador aideológico se ha puesto de moda en esta gran cacería literaria, y es el asesino serial. El noir escandinavo, que se ha vuelto famoso en todo el planeta y que in- cluso ha contagiado al cine universal y específicamente a la televisión anglosajona, pone el ojo en ese animal sediento de sangre, y utiliza sus siniestras andanzas para mostrar las perversiones de la vida moderna y, sobre todo, el femicidio, penoso y extendido fenómeno de época que la escritura intenta denunciar. Un antecedente de esta poderosa tendencia lo constituye el “Drácula de la era de las computadoras y de los teléfonos celulares”, como Stephen King nombró alguna vez a Hannibal Lecter, que por supuesto es el más refinado depredador de la literatura policial. (...)
El paso, a principios del siglo XX, de la novela de cuartos cerrados y salones con venenos y dagas, a la calle salvaje, sucia y trepidante, encumbró a los detectives privados de Hammett, Chandler y Ross MacDonald. Estos Quijotes melancólicos y escépticos eran cazadores cansados, pero lo novedoso que tenían esas narraciones radicaba en las sociedades que sus autores pintaban con gran talento. Allí el cazador y la presa a veces no eran más que piezas de un tablero intrincado y lleno de acechanzas: la ciudad como protagonista y, fundamentalmente, como selva. (...)
El desarrollo de este género en la Argentina está lleno de curiosidades y conflictos. Podríamos decir que goza de considerable prestigio literario merced a estos dos defensores ardorosos: Borges y Piglia. Pero aquí el género no ha brillado mayormente en novelas, sino en cuentos breves. Aun así, prácticamente no existe escritor de primera línea que no haya incursionado o, aunque sea, se haya visto tentado alguna vez a merodear el género: desde Lugones, Groussac, Nalé Roxlo y Roberto Arlt hasta Cortázar, Castillo y Saer. (...)
Muchos argentinos piensan, y con razón, que las policías manejan el delito común y el narcotráfico. Es decir, que el cazador es a la vez el depredador, como en las viejas novelas de Jim Thompson. Como el detectivismo privado es una superstición norteamericana que resulta una impostura en la Argentina, y los comisarios e inspectores locales no gozan de buena reputación, algunos escritores han buscado en la figura del periodista de investigación o del cronista policial un sucedáneo del sabueso clásico, hasta ahora con relativa suerte. El gran detective argentino es todavía una asignatura pendiente, la presa dorada que los cazadores de la pluma seguirán buscando en la gran selva de nuestra literatura.