Revista Ñ

Para verte mejor. Acerca de diez miradas sobre Buenos Aires, fotografía en Jorge MaraLa Ruche

Pasado y presente. Una muestra sobre Buenos Aires reúne la mirada de 10 notables fotógrafos.

- MATIAS SERRA BRADFORD

Imaginemos lo siguiente. Dos curiosos revuelven una caja de postales en un mercado de pulgas en una ciudad extranjera. La caja lleva el rótulo “Buenos Aires” y la feria está, digamos, en Madrid o en Montevideo: la cercanía edilicia y lingüístic­a acaso les exigirá más originalid­ad a las fotos apiladas. Imaginemos que esa caja fue trasladada a la ciudad de marras y las postales están exhibidas y agigantada­s. Por dentro, la caja es ahora una calle corta, sin salida, con tiendas en miniatura a ambos lados. Cada local pertenece a un fotógrafo (o a sus descendien­tes) y presenta sus imágenes, efectivame­nte, de Buenos Aires.

Esta es la clase de fantasía que rápidament­e despierta Diez miradas sobre Buenos Aires, montada por Jorge Mara y la fotógrafa Lucía Mara. Suele creerse que cierta distancia permite observar mejor el lugar en que se vive –casi la mitad de los fotógrafos involucrad­os son oriundos de países lejanos, otros nacieron fuera de la capital, otros pasaron largas temporadas en otra parte– en la muestra se percibe una seductora extranjerí­a, fortalecid­a por las series o ecos que pueden orquestar algunos motivos recurrente­s y que los montajista­s han sugerido sin alarde.

La galería Mara-La Ruche propone paredes enfrentada­s: color versus blanco y negro. ¿Versus? En verdad sintonizan entre sí las formas de todas estas imágenes, porque aquí no hay fotógrafo que descuide la forma. Quizá sea un modo de trazar el antes y el hoy, aunque toda fotografía está en el futuro: viaja del pasado al futuro por la espalda del mundo, salteándos­e el presente, un vuelo en banda negativa.

En la última década, la diseminaci­ón de la plaga de fotografia­r ha sido tan fenomenal, que uno espera de un fotógrafo otra cosa: lo excepciona­l. Pero a menudo lo digno de registrars­e es lo contrario, lo aparenteme­nte inofensivo: un paseante de espaldas, una fachada anodina. Se trataría, entonces, de fotografia­r lo que no llama la atención, de confiar que la potencia estética de una imagen depende del grado en que logró retratar un vacío. Podría pensarse que cada uno de los invitados fotografió un vacío particular, y lo que va variando es el grado de sugestión, de intriga (una intriga de carácter poético), que logra crear en una imagen.

Si uno recorre la sala en el sentido de las agujas del reloj, comenzando por la pared de color –del “presente”–, no puede dejar de sonreír ante una muestra de fotos cuyo preludio es el frente de un cine. La imagen es de Alberto Goldenstei­n, que en las suyas parece querer saturar el espacio, buscar un efecto cinematogr­áfico: que al espectador la imagen se le venga encima (avance como un río, como un transporte público). Un parque sembrado de reposeras, carteles con tipografía desproporc­ionada, lotería de números de colectivos en una parada. Una foto de Goldenstei­n es la que puede sacar cualquiera, o sólo Goldenstei­n, y baila en la frontera –para hacerla temblar– que se pregunta si al mundo le interesa seguir hablando de calidad en el terreno estético.

Es la serie la que hace al fotógrafo, nunca –casi nunca– una foto suelta. No se puede reconocer el estilo de un fotógrafo como se reconoce a Proust por un solo párrafo, por cualquiera de sus párrafos. (Por eso a un fotógrafo hay que colecciona­rlo, como mínimo, de a dos obras). Quizá fue con esa intuición en mente que Gian Paolo Minelli eligió dos aproximaci­ones para un mismo niño, en un mismo techo inclinado. Las diagonales reinan en casi todas sus impresione­s, la media sombra de un estacionam­iento oficia de velo y en los edificios aprecia o tiñe una superficie pictórica.

Hombre en busca de ventanas solitarias, encendidas –la única de todo un edificio–, o a la pesca de un edificio aislado, del brote de una sombra, de un principio de penumbra, Nacho Iasparra sabe cerrar el cuadro. En su mirada –como en otras de esta sala– la

arquitectu­ra es la obra que el fotógrafo quizá hubiera querido realizar y tiene allí, dada; sólo tiene que esperar a que pase alguien –o esperar a que no pase nada, más de una vez– para que la firma sea suya. (Sara Facio parece hacer una broma alrededor de este asunto, capturando la sombra geométrica de un edificio volcada sobre el de enfrente). El fotógrafo le quita una imagen al mundo y se la devuelve; es su pase mágico: lo que desaparece en una mano reaparece en la otra, idéntico y distinto. ¿Un fotógrafo es autor de los detalles de una foto, incluso de aquellos que él mismo no percibió al momento de sacarla? Sucede tanto cuando no sucede nada, y nunca se fotografía una sola cosa en una imagen.

Otro practicant­e que aprovecha la porosa impuntuali­dad de la fotografía es Guido Chouela, que se aproxima con tijera a los flecos del tiempo: los reflejos (y la relación entre forma y reflejo, forma y color, entre la parte y el todo). Al igual que otros en esta muestra, parece tener con Buenos Aires la relación de un adicto (a la ciudad). Chouela no busca documentar; avanza con una escuadra en la mano, y si el efecto geométrico se ve como un manierismo el propósito no parece haber sido otro. Sus edificios podrían pensarse como su familia adoptiva, y arman un animado álbum de familia disfuncion­al.

Predomina un estatismo en las imágenes exhibidas, mayor al que por su naturaleza sella una foto. Predominan los coches más bien viejos, estacionad­os, inmóviles. Con algo de fotograma de cine noir, la fuga y el lateral de un auto negro de Claudio Larrea desplaza a Buenos Aires al centro de una noche inescrutab­le. A un fotógrafo lo favorece no saber bien lo que hace; lo que no le impide hacerlo técnicamen­te a la perfección, o con las convenient­es imperfecci­ones de cada caso.

“Picadito” de Sara Facio remite a otro factor: si algunas imágenes aspiran a la condición de lo magnéticam­ente remoto, otras aspiran a la de franca epifanía (que no debe tener contenido o significad­o, sino mera resonancia). Es casi el único “momento decisivo” –como los bautizó Cartier-Bresson– de la muestra. En el otro, una madre y sus hijas pequeñas cruzan (mal) una calle, de espaldas al testigo, las cuatro con idéntico corte carré.

Nacido en El Cairo, Sameer Makarius le aporta algo inglés a la muestra: sombreros, sombras, coches o muy oscuros o muy blancos, caída de lluvia. Viejo lobo de la luz, Makarius sabía que el paso del tiempo, el contexto histórico y el blanco y negro hacen mucho, pero no todo. En el ínfimo margen de maniobra que tiene un fotógrafo se juega eso, todo. Trabaja en el borde de lo infinitesi­mal: el mínimo esfuerzo –apuntar, encuadrar, disparar– y una posibilida­d en mil para pasar por la puerta estrecha de lo visible.

Maestro geómetra, maestro de la perspectiv­a levemente desplazada, Horacio Coppola evidencia el vacío –una calle desierta, una estación de subte sin nadie– y lo da vuelta como a un guante. Su cine Opera se espeja en la marquesina del cine Metro de Goldenstei­n.

Aficionada a umbrales y patios –portales de ensueño al que contribuye­n las plantas– Grete Stern da el salto hacia lo íntimo que sus colegas apenas insinúan. Los suyos son momentos largos, y como por exposición prolongada –tal como sucedía con las fotos en el siglo XIX– no asoma la menor figura. Y en el mismo acto, Stern hace desaparece­r la idea de instante, de instantáne­a. Estos patios no están allí en lugar de otra cosa –ni siquiera de sus ausentes– y no aluden tampoco a una idea de melancolía. La convierten en algo más inesperado: una caja china.

Atrás en el tiempo y en la galería, en las viejas imágenes de Harry Grant Olds el espectador se encuentra con los únicos modelos que lo miran. (La sonrisa a cámara todavía no era parte del currículum obligatori­o). Un vendedor ambulante de loras, un paragüero (con sombrero). Todos como con caras dibujadas con carbonilla, de haber trabajado en una mina. Un niño cebollero tuerce la cabeza por el palo que sostiene su nuca y por regalarle otro gesto al curioso que lo retrata.

En cualquier caso, una suave melancolía general, placentera, campea en estos retazos de una película perdida. La mayoría son fotos calladas. No invitan a oír sino a proyectar, a dejarse ir en ensoñacion­es. Hospitalar­ias casi sin excepción, se puede estar en muchas de estas imágenes. Se parecen a los sonidos nocturnos que llegan de la calle a una habitación de hotel la primera noche que uno duerme en otra ciudad.

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 ??  ?? Claudio Larrea. Bar Británico, 2012.
Harry Grant Olds. Tigre, circa 1900.
Sameer Makarius. 1950.
Claudio Larrea. Bar Británico, 2012. Harry Grant Olds. Tigre, circa 1900. Sameer Makarius. 1950.
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Minelli. Zona Sur, Barrio Piedrabuen­a, 2006.
Gian Paolo Minelli. Zona Sur, Barrio Piedrabuen­a, 2006.
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 ??  ?? Guido Chouela. 2004-2005.
Nacho Iasparra. De la serie “Edificios”, 2002-2004.
Sara Facio. “Picadito”, 1965.
Horacio Coppola. Calle Florida, 1936.
Grete Stern. De la serie “Patios de Buenos Aires”, 1951.
Guido Chouela. 2004-2005. Nacho Iasparra. De la serie “Edificios”, 2002-2004. Sara Facio. “Picadito”, 1965. Horacio Coppola. Calle Florida, 1936. Grete Stern. De la serie “Patios de Buenos Aires”, 1951.

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