Hace 500 años Lutero dividía el cristianismo, por César Vidal
En 1517 el sacerdote publicó las “95 tesis” que denunciaban a la Iglesia y abrían paso a la Reforma que daría origen al protestantismo.
Los centenarios rara vez nos comunican algo más que el paso del tiempo sobre una fecha que fue relevante. Existen, por supuesto, excepciones. Es el caso de la Reforma protestante que, de manera convencional, se considera iniciada con la fijación de las 95 tesis sobre las indulgencias redactadas por Martín Lutero sobre la puerta de la iglesia de Wittenberg en 1517. En 1513, el príncipe Alberto de Brandeburgo, de tan sólo veintitrés años, se convirtió en arzobispo de Magdeburgo y administrador de la diócesis de Halberstadt. Al año siguiente, obtuvo el arzobispado de Maguncia y el primado de Alemania. Es más que dudoso que Alberto contara con la capacidad suficiente como para atender de la manera debida a esas obligaciones pastorales y, por si fuera poco, la acumulación de obispados era de dudosa legalidad.
En aquella época, los cargos episcopales no sólo implicaban las lógicas obligaciones pastorales sino que llevaban anejos unos beneficios políticos y económicos extraordinarios hasta tal punto, que buen número de ellos eran cubiertos por miembros de la nobleza que contaban así con bienes y poder más que suficientes para competir con otros títulos. Al acceder al arzobispado de Maguncia, Alberto de Brandeburgo ya acumulaba, sin embargo, una extraordinaria cantidad de beneficios y por ello se le hacía necesaria una dispensa papal.
La dispensa en sí sólo planteaba un problema, el económico, ya que el papa estaba dispuesto a concederla a cambio del abono de una cantidad proporcional al favor concedido. En este caso exigió de Alberto la suma de 24.000 ducados, una cifra fabulosa imposible de entregar al contado. Como una manera de ayudarlo a cubrirla, el papa ofreció a Alberto la concesión del permiso para la predicación de las indulgencias en sus territorios. De esta acción todavía iban a lucrarse más personas. Por un lado, por supuesto, Alberto lograría pagar al papa la dispensa para ocupar su codiciado arzobispado, pero además la banca de los Fugger recibiría dinero a cambio de adelantar parte de los futuros ingresos de la venta de las indulgencias, el emperador Maximiliano obtendría parte de los derechos y, sobre todo, el papa se embolsaría el cincuenta por ciento de la recaudación que pensaba destinar a concluir la construcción de la basílica de San Pedro en Roma. El negocio era notable e indiscutible y la solución arbitrada satisfacía, sin duda, a todas las partes. Podía alegarse que el pueblo era beneficiado ya que se le facilitaba el poder salir antes del purgatorio e incluso sacar a sus familiares del mismo mediante el sencillo expediente de comprar una bula de indulgencias.
El problema es que al confesionario de un monje agustino llamado Martín Lutero comenzaron a llegar penitentes a los que angustiaba una dolorosa alternativa: ¿debían gastar su dinero en comprar la bula o dedicarlo más bien a las necesidades familiares? Lutero se sintió crecientemente afectado por el dolor de sus feligreses y decidió escribir Noventa y cinco tesis sobre las indulgencias para discutir en el ámbito académico. De hecho, que clavara las tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg no era un desafío sino, simplemente, la colocación en el tablón de anuncios de la universidad. Sin embargo, la discusión no quedó ceñida, como quería Lutero, al ámbito económico sino que pronto lo desbordó y el agustino recibió la comunicación de que, a menos que se retractara, sobre él caería la condena como hereje. Finalmente, fue eso lo que sucedió y no sólo porque Lutero se había atrevido a preguntarse si no sería mejor, caso de que el papa tuviera poder para sacar a alguien del purgatorio, que lo hiciera por amor y gratis en lugar de a cambio de dinero sino porque además sostenía posiciones heréticas –al menos así lo veía el papa León X– como la de que el Espíritu Santo no se complacía en la ejecución de herejes.
No se trataba sólo de que sólo unas décadas antes hubieran existido a la vez cuatro papas –el famoso póker de papas del que habló Passuth– que se excomulgaban recíprocamente. Tampoco de que durante décadas el papado no hubiera residido en Roma sino en Aviñón, convertido en el ministerio de asuntos religiosos del rey de Francia. Se trataba de un proceso de corrupción espiritual que venía desde el inicio de la Edad Media.
Ha sido el cardenal Newman el que ha descrito de manera bastante veraz lo que sucedió en el cristianismo a partir de inicios del siglo IV. Newman afirmó: “En el curso del siglo cuarto dos movimientos o desarrollos se extendieron por la faz de la cristiandad, con una rapidez característica de la Iglesia: uno ascético, el otro, ritual o ceremonial”.
En otras palabras, el cristianismo había recibido una gigantesca transfusión de paganismo en el siglo IV y lo que había ido sucediendo en los siglos siguientes no había sido mejor. Por el contrario, había aumentado extraordinariamente la distancia entre el cristianismo del Nuevo Testamento y la enseñanza y la vida de la iglesia occidental. Como Erasmo de Rotterdam, el humanista más relevante de la época, le dijo al emperador Carlos V: “Lutero tiene razón, pero ha cometido dos equivocaciones. La primera que ha atacado la tiara de los papas y la segunda que ha atacado la panza de los frailes”. En otras palabras, Lutero tenía razón en términos teológicos, pero no había captado lo peligroso que era cuestionar el poder papal y los beneficios del clero.
La Reforma insistió en que había que devolver la Biblia, Cristo y el Evangelio al pueblo mostrándole que la salvación era un regalo del amor de Dios demostrado en la muerte de Cristo en la cruz y que ese don no podía ser ganado, merecido, obtenido o comprado sino solo aceptado mediante la fe. La Reforma no se limitó a cuestiones espirituales y, de hecho, cambió la Historia de manera extraordinaria mientras que esta quedaba congelada en no pocos aspectos relevantes donde triunfó la Contrarreforma católica. Por ejemplo, en 1536, la Reforma creó la primera escuela obligatoria, pública y gratuita de la Historia universal en Ginebra y lo hizo porque se puede ser católico, analfabeto y llegar a los altares, pero un protestante que debe meditar a diario en la Biblia necesariamente tiene que saber leer y escribir. También el apego a las Escrituras provocó que en el campo de la Reforma naciera la Revolución científica. Del método de observación de Francis Bacon a Isaac Newton pasando por Kepler, Faraday, Linneo o Dalton, la historia de la ciencia es una historia teñida de protestantismo. Como señaló John Hulley, el 64 por ciento de los Nobel científicos de 1901 a 1990 eran protestantes.
La Reforma no sólo revolucionó la educación y la ciencia. Hizo lo propio con la economía y creó una cultura financiera que permitió a pequeñas naciones como Holanda e Inglaterra derrotar al poderoso imperio español. La altiva España tenía los metales preciosos de las Indias; sus enemigos protestantes, el know how financiero. Personaje tan poco sospechoso como el cardenal Richelieu atribuiría su victoria sobre España a los banqueros protestantes que lo habían asesorado. Ya sabemos cómo acabó todo.
No deja de ser significativo que en la correspondencia de los Padres fundadores de EE.UU. se citara con profusión la Biblia y, de manera destacada, el pasaje del profeta Jeremías que señala que el corazón humano tiende a engañar a los demás y a engañarse a sí mismo. Lejos de profesar el optimismo de nuestras constituciones hispanas, los teóricos protestantes no se hacían ilusiones sobre lo que cabía esperar de una naturaleza humana tocada por el pecado. Para salvaguardarse de ella, el poder tenía que dividirse y vigilarse recíprocamente. Con seguridad, esa circunstancia explica, por ejemplo, por qué EE.UU. no ha padecido jamás dictaduras fascistas, militares o comunistas. Podría hacerse referencia a la manera en que la Reforma cambió la visión de la mujer, la perspectiva del arte o la música, pero, obviamente, carecemos de espacio para ello.
Más allá del mensaje que insta a todos los seres humanos a descubrir a Dios en la Biblia y a colocar a Jesús como el centro de la vida espiritual, la Reforma presenta una enorme actualidad para aquellas naciones como las nuestras que nunca se vieron afectadas por sus valores concretos extraídos directamente de las Escrituras. La visión positiva del trabajo y de las finanzas, la insistencia en la educación y la investigación científica, la supremacía de la ley y la división de poderes y la negación de que conductas como la mentira o el hurto sean simples pecados veniales continúan siendo asignaturas pendientes. No estaría de más que en este quinto centenario de la Reforma decidiéramos incorporar esos valores a nuestras culturas nacionales.