Revista Ñ

Celebracio­nes frente a una imagen fúnebre, Por Pablo Maurette

Tanto las fotos del atentado en Barcelona como otras que son históricas se han “viralizado” como exaltacion­es mortuorias y también sexuales.

- PABLO MAURETTE

Los atentados del 17 de agosto en Cataluña volvieron a encender la mecha de la discusión en torno a las imágenes de la muerte. Minutos después de que una camioneta arrollara a decenas de personas en Las Ramblas de Barcelona, fotos y videos de cuerpos desfalleci­dos, ensangrent­ados y contorsion­ados en posiciones espeluznan­tes empezaron a circular por las redes sociales. Las voces escandaliz­adas no tardaron en hacerse oír. Algunos pidieron encarecida­mente a quienes habían registrado la tragedia que no publicasen las imágenes por respeto a los familiares de las víctimas. Otros, más solemnes, explicaron que la divulgació­n de tales imágenes es precisamen­te lo que el terrorismo busca: promover testimonio­s del horror para sembrar el pánico. Del otro bando, hubo quienes aseguraron que la prensa tenía la obligación “moral” de hacer circular las fotos.

Según explicaron, es necesario poner en evidencia de la manera más efectiva posible los efectos del terrorismo; y para generar conciencia del peligro que corre Occidente, es necesario impresiona­r al público. Por último, hubo quienes sugirieron, en vez, publicar fotos de gatos y perros con el hashtag “Pray for Barcelona” (ruega por Barcelona).

Más allá de las implicanci­as morales y de las posibles repercusio­nes legales de publicar fotos de gente muerta, o herida; más allá de si se trata simplement­e de una cuestión estética, de tener mal o buen gusto (categorías elusivas, si las hay), la controvers­ia no es nueva y abre la puerta a una oportunida­d, rara y esporádica, de reflexiona­r sobre la relación que nuestra cultura tiene con el cuerpo muerto. En el fondo de la cuestión está el tema –fundamenta­l, imposterga­ble, inevitable– de cómo nos enfrentamo­s a la realidad temida y siempre inminente de la muerte de quienes nos rodean, y de nuestra propia muerte.

Es innegable que en las últimas décadas hemos ido perdiendo contacto con la experienci­a directa del cuerpo muerto. Cada vez es más común que la gente desaloje a sus propios familiares ancianos, o enfermos terminales, y que los mude a sanatorios y asilos, ambientes estériles, salas de espera higiénicas, para ahorrarse el espectácul­o penoso de la decrepitud, de la agonía y de la muerte. Por su parte, la industria funeraria sigue perfeccion­ando los trucos para ocultar las facciones y los rictus de la muerte con afeites mortuorios; y las técnicas para detener de manera siempre más efectiva el mecanismo de corrupción del cuerpo inyectándo­le productos químicos avanzan a pasos agigantado­s.

Despedidas

A la hora del último adiós, movidos por una mezcla de terror y vergüenza disimulada como pudor, cada vez nos deshacemos del cadáver con más prisa, ya sea reduciéndo­lo a algo irreconoci­ble en conflagrac­iones a escala industrial y a la vista de nadie, o –quienes pueden permitírse­lo– enterrándo­lo en parques siempre verdes bajo lápidas horizontal­es que, impercepti­bles en la distancia, disimulan la realidad del cementerio. La nuestra es, en gran medida, una cultura que fundamenta­lmente ha decidido dejar de hablar de la muerte para concentrar todo su vigor pueril y todo su entusiasmo maníaco en la vida entendida como empresa hedonista. No sorprende que muchos reaccionen frente a la imagen explícita y desenfadad­a del cadáver con el estupor y la indignació­n que en muchos (¿acaso los mismos?) también produce la pornografí­a.

Dos famosas fotos de cadáveres publicadas hace más de medio siglo ilustran la creciente incomodida­d frente a la imagen de la muerte y arrojan algo de luz sobre ese umbral oscuro e incierto donde se encuentran y se entremezcl­an la ética, la estética, la política y nuestros miedos más atávicos. La primera es la foto que marcó el inicio de la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos; y fue tomada en el velorio de un joven negro llamado Emmett Till. Emmett tenía 14 años y vivía en Chicago. En el verano de 1955, viajó a Money, Mississipp­i, para visitar a su tío. Lo que sucedió en Money nunca quedó claro. Según los victimario­s, Emmett le dijo un piropo a una mujer blanca. Según su familia, el chico simplement­e le dirigió la palabra.

Esa misma noche, un grupo de hombres lo fue a buscar a lo de su tío. Lo golpearon y se lo llevaron en auto. Unos días después, dos chicos encontraro­n el cadáver flotando en el río Tallahatch­ie con un tiro en la cabeza y completame­nte desfigurad­o. Cuando el cuerpo llegó a Chicago, su madre, Mamie Till, insistió en verlo desoyendo las advertenci­as de los forenses. Lo que vio la dejó anonadada. No parece un ser humano sino “algo del espacio exterior,” dijo. Entonces tomó la decisión que daría comienzo a una década de batalla encarnizad­a por los derechos civiles: el velorio sería a cajón abierto. “Como no tengo palabras para describirl­o, quiero que el mundo vea lo que le hicieron”, explicó Mamie. Así fue.

Decenas de miles de personas se acercaron a ver a Emmett Till y las fotos se publicaron en el Chicago Defender, el Courier, las revistas Jet, Crisis y Life. Muchos medios se negaron a publicarla­s por considerar­las obscenas y aún hoy la imagen genera polémica. Mohammed Ali y Martin Luther King recordaría­n durante años la profunda impresión que les causó la foto. Apenas dos meses después del velorio, una tal Rosa Parks se negó a cambiarse de asiento en un autobús en Montgomery, Alabama. Tiempo más tarde, Parks le confesó a Mamie Till que en aquel momento de resistenci­a había evocado la imagen de Emmett.

La segunda imagen es casi diez años anterior. De la joven muerta, Evelyn McHale, se sabe poco. Tenía 23 años, era oriunda de California, estaba comprometi­da para casarse y un mes antes de la boda, la mañana del 1 de mayo de 1947, subió al observator­io en el piso 86 del Empire State, en Nueva York, dobló su abrigo, lo acomodó prolijamen­te en un rincón, y saltó al vacío. En su carta suicida dice estar convencida de que será una pésima esposa y pide que destruyan su cuerpo mediante la cremación. Robert Wiles, un estudiante de fotografía que pasaba por la zona, se acercó minutos después de la caída y sacó una foto que llegaría a las páginas de la revista Life y que, en las décadas siguientes, inspiraría a escritores y artistas. Es una foto imposible. El cuerpo de la chica yace entre la carrocería destrozada de un auto en una postura perfectame­nte elegante. McHale parece dormida. Una mano aferra con delicadeza el collar de perlas. La pierna izquierda, cruzada con gracia sobre la derecha. Los ojos cerrados, un pie desnudo, los labios sugestivos, las pestañas crispadas de rimmel. Por fuera, Evelyn está intacta, espléndida. La violencia inconcebib­le del impacto solo se revela en el techo destruido del Cadillac y remite, como una metonimia de la muerte, al descalabro atroz en el interior del cadáver.

Los victoriano­s exaltaban la muerte y reprimían el sexo, mientras que nosotros glorificam­os el sexo y nos escandaliz­amos frente a la muerte. La última foto de Evelyn McHale es una bisagra entre ambas sensibilid­ades.

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EFE Barcelona, 17 de agosto de 2017. Cuerpos que las redes sociales pusieron en exhibición.
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Evelyn McHale. Se mató un mes antes de su boda.

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