El rating vigente del comunismo saborizado
El autor de esta nota se pregunta por qué la nostalgia del pasado socialista todavía seduce. Sanders en Estados Unidos y Corbyn en Inglaterra reavivan el fantasma, sostiene.
En la primavera de 1932, funcionarios desesperados, preocupados por su trabajo e incluso su vida, conscientes de que se podría avecinar una hambruna, empezaron a acumular granos donde podían y como podían. En toda la URSS se produjeron confiscaciones masivas. En Ucrania tuvieron una intensidad casi fanática”.
Esto es una cita de Red Famine (Hambruna roja), la brillante crónica de Anne Applebaum sobre la política deliberada de inanición masiva infligida a Ucrania por Iósif Stalin a comienzos de la década de 1930. En pocos años murieron unos cinco millones de personas o más. Walter Duranty, corresponsal de The Times en la Unión Soviética, insistía en que las historias sobre el hambre eran falsas. Ganó un Premio Pulitzer en 1932 por informes periodísticos que más tarde el diario calificó de “completamente engañosos”.
¿Cuántos lectores, me pregunto, conocen esta historia de atrocidades y negación, salvo de manera vaga? ¿Cuántos conocen el nombre de Lazar Kaganovich, uno de los principales partidarios de Stalin en la hambruna? ¿Qué hay de otros capítulos grandes y pequeños de la historia del horror comunista, de la deportación de los tártaros de Crimea a las depredaciones de Sendero Luminoso en Perú y los pabellones psiquiátricos de la era Brezhnev que se usaron para torturar y encarcelar a disidentes políticos?
¿Por qué es que las personas que saben todo acerca de la infame prisión de la isla Robben en Sudáfrica nunca han oído hablar de la cárcel cubana de la isla de Pinos? ¿Por qué se sigue tomando en serio al marxismo en las universidades y la prensa progresista? ¿Las mismas personas que con justicia exigen que se retiren las estatuas confederadas alguna vez sienten un escalofrío de repugnancia interior al ver a un progre con una remera de Lenin o Mao?
Estas no son preguntas originales. Pero vale la pena hacerlas porque muchos de los progresistas de hoy siguen en un estado permanente y peligroso de seminegación del legado del comunismo un siglo después de su nacimiento en Rusia. No, no son comunistas devotos. No, no ignoran el costo que tuvo el Gran salto adelante o los campos de la muerte de Camboya. No, no están planeando socavar la democracia.
Pero insisten en que hay una diferencia esencial entre el nazismo y el comunismo –entre el odio racial y el odio de clases; entre Buchenwald y el gulag– que favorece moralmente al segundo. Intentan disociar la teoría de la práctica comunista como parte de un esfuerzo para absolver a la primera. Compensan el reconocimiento de la represión y el asesinato masivo del comunismo con referencias a sus “avances y logros reales”. Dicen que el verdadero comunismo nunca ha sido probado. Escriben sobre la dramaturga estalinista Lillian Hellman con un tono de afinidad y comprensión que nunca emplean con el director de cine Elia Kazan.
La intelectualidad progresista “es moralista contra una mitad del mundo pero le confiere al movimiento revolucionario una indulgencia que es realista en extremo”, escribió el estudioso francés Raymond Aron en El opio de los intelectuales en 1955. “¿Cuántos intelectuales han llegado al partido revolucionario a través del camino de la indignación moral, sólo para confabularse con el terrorismo y la autocracia?”.
Recientemente dije que los intelectuales tienen un largo historial de hacer el papel de tontos con sus compromisos políticos y que el fenómeno es absolutamente bipartidario. Pero las consecuencias de ser simpatizante de la izquierda y buscarle excusas son más peligrosas. Venezuela está hoy en los últimos estertores de una dictadura socialista y una catástrofe humanitaria, luego de haber sido aclamada en su camino triste y predecible por los sospechosos progresistas de siempre.
Uno de esos sospechosos, Jeremy Corbyn, podría ser el próximo primer ministro del Reino Unido, en parte porque una generación de británicos ha llegado a la mayoría de edad sin saber que la línea que une los “compromisos sociales progresistas” con resultados económicos catastróficos es corta y recta.
El año pasado, Bernie Sanders sedujo el corazón, aunque aún no el cerebro, del Partido Demócrata al definir al “socialismo demócrata” como nada más que una prolongación del liberalismo del New Deal. Pero el senador de Vermont también insiste en que “el modelo de negocios de Wall Street es un fraude”. Los esfuerzos para criminalizar el capitalismo y los servicios financieros también son resultados predecibles.
Es una amarga realidad que la victoria estratégica más sorprendente de Occidente en el último siglo resulte ser aquella cuyas lecciones nunca nos hemos molestado demasiado en enseñar, y mucho menos aprender. Una ideología que en un momento esclavizó y dejó en la miseria a un tercio del mundo se desmoronó sin dar pelea y quedó expuesta a los ojos de todos. Sin embargo, todavía nos cuesta condenarla tal como hacemos con males equivalentes. Y tratamos a sus simpatizantes como si fueran románticos e idealistas en lugar de los tontos, fanáticos o cínicos que fueron y son.
Winston Churchill escribió que, cuando los alemanes permitieron que el líder de los bolcheviques viajara de Suiza a San Petersburgo en 1917, “volvieron contra Rusia la más siniestra de todas las armas. Transportaron a Lenin en un camión herméticamente cerrado como el bacilo de una plaga”.
Un siglo después, el bacilo no ha sido erradicado, y nuestra inmunidad para con él todavía está en duda.