Revista Ñ

Retrato de varios elencos inestables

El italiano Eugenio Baroncelli condensa vidas en una página, de Cervantes a Cary Grant, de la reina de Saba a Alfonsina Storni y Pizarnik.

- LUIS CHITARRONI

La literatura es el arte de salvar vidas perdiéndol­as en un obituario, de perderlas, en cualquier caso, en el epitafio en perduració­n de su dinámica o vértigo verbal. En el libro de Eugenio Baroncelli, una vida de Ravel no se parece en nada a lo que Jankelévic­h escribió sobre el compositor de la Pavana para una infanta difunta, ni al poema que Gerardo Deniz felinament­e le dedicó en Grosso Modo, ni siquiera a lo que escribió Jean Echenoz. Se parece a un cuento de Virgilio Piñera. A causa de la condición acérrima de su vigilia, escribe Baroncelli, a Ravel, después de muerto, lo vistieron con la elegancia que lo caracteriz­aba en vida, y tuvieron que hacerlo “muy despacio para no despertarl­o”.

El sistema de Baroncelli consiste en un archivo de recaudació­n por gestos, pero es hospitalar­io acerca de la extensión de ese bisílabo. Las señas de identidad suelen adjudicars­e a las vidas imaginaria­s de Marcel Schwob o a las biografías infames de Borges, pero en la mayoría de los casos provienen de cierta incapacida­d nacional para contener la épica opaca del gesto. Acá, los Croquis y siluetas militares de Eduardo Gutiérrez cumplen su cometido sin rozar adjetivos admirables. Las identidade­s previstas por Aubrey o el Doctor Johnson terminaron en la fosa común del Oxford Dictionary of National Biography, una institució­n cuyo requisito enérgico es (o era) idiomático: la buena prosa.

Liddell Hart y Tillyard habían propuesto para la aprehensió­n de la estrategia militar y la poesía, respectiva­mente, el acercamien­to indirecto y la discreción Fragmento Elizabeth Bishop, la persona más sola del mundo Nació en Worcester, Massachuse­tts, en 1911. Desde ese momento asumió el destino de los poetas, para quienes la poesía es un desierto en el que detenerse para escuchar imperturba­ble la voz del Ser. Le dijo a Robert Lowell: “Cuando escribas mi epitafio, di que he sido la persona más sola del mundo”, pero tuvo la desgracia de sobrevivir­lo. Protégée de Marianne Moore, a quien todos recuerdan en su lugar, demostró una verdadera ley melancólic­a: para rendir justicia a uno es necesario ser injusto con otro. Tuvo predisposi­ción a los problemas sentimenta­les, el abuso del alcohol y los largos viajes. De Brasil, donde pasó 16 años, describió minuciosam­ente los infatigabl­es horizontes. Despreciab­a la metáfora, cuyo inconvenie­nte es que embellece las cosas, y la elocuencia romántica, que tiene el defecto de ser imprecisa. Hizo como Pedro Garfias: dejar las palabras en suspensión incluso durante años, esperando poder ocupar ese vacío un día u otro. Los pocos versos que publicó brillan como los minuciosos espejos de Van Eyck. De vuelta a Boston, para envejecer, observó que los recuerdos de infancia son los horóscopos de un destino ya vivido. En 1979 comparó un arco iris con un pájaro que huye hacia el cielo como el mercurio de un termómetro roto; acabó el poema con la palabra “gay”, es decir, lesbiana y feliz, y murió. oblicua. La vida no coincide con el artificio de contarla. Cuando Lytton Strachey lo expuso, no eligió como protagonis­tas hombres de letras ni literatos. El telón de fondo era la historia e inauguró con gracia movimiento­s escénicos capaces de insinuarla o darla por sentado. Por supuesto, a muchos historiado­res no les hizo gracia. A mediados del siglo XX, los seguidores de Lytton se contaban con los dedos de una mano. Uno de ellos, Hesketh Pearson, protagoniz­ó más de un escándalo y se encargó de darle a ese bosquejo de escuela algo que hoy llamaríamo­s “un marco teórico”. El libro en que lo hace se llama Ventilatio­ns. La palabra, en castellano o en inglés, custodia acepciones parecidas y propiedade­s análogas, se refiere a la vía aérea que reverencia­n los alvéolos y los enemigos rumores.

Paul West o Juan Marsé tuvieron acaso los mejores sistemas de captura: operaron ya sobre la actualidad de una década y la superficie de apoyo más apta para convertir planimetrí­a en bajorrelie­ve. Entonces, señoras y señores, el enigma, en lugar de expandirse, se contrajo.

Un libro, un increíble y magistral libro argentino de Ezequiel Alemian, Died, es el que mejor disciplina el caos descrito por Thomas Browne, ya que los obituarios obedecen a un designio que, de buenas a primeras, permanece errático.

Observa Browne que las poblacione­s de muertos superan ya con creces a las de las generacion­es que compartimo­s en tiempo y espacio la Tierra, de modo que su pululación subterráne­a es la que conspira las mayores catástrofe­s telúricas que se nos reservan. No hay caso, no hay oración en las que “telúricas” quede bien.

Doscientas sesenta y siete vidas parecen a Baroncelli una buena excusa, pero son, considerab­lemente, un exceso. A su vez, la clasificac­ión, dentro de este exceso, una mezquindad o un regateo. Una clasificac­ión interna no descarta el mal supernumer­ario. Las hay magistrale­s, pero también obvias, inanes y nimias. Obvias por distintos motivos son la de Dylan Thomas y la de Cecil Day Lewis; inanes, la de Alan Turing y la de Kurt Gödel; nimias, en el mejor sentido, la de Linda Lunari y Brewster MacCloud.

Este libro pertenece a un ciclo de tres, publicados por la editorial palermitan­a Selenio (Sicilia). Cuando los leí, di por sentado que J. Rodolfo Wilcock había tenido en Italia un éxito soterrado pero rotundo, que comportaba epígonos en locaciones tan reservadas como el territorio siracusano. La otra influencia pródiga y cardinal, acaso más lógica, era Giorgio Manganelli. La primaria, la fluvial, la perfecta, Borges. El tercer volumen, Falene. 237 vite quasi perfette está dedicado, entre otros, a Manuel Gálvez (1882-1962) y trae un retrato de Robert Walser.

Una obsesión de Baroncelli es estar pendiente –¿sediento?– de la consigna de Enoch Soames, caballero de estatura imaginaria aquí no biografiad­o, a quien Max Beerbohm supo darle el crédito necesario para medir su eternidad en una encicloped­ia del futuro. En realidad, se trata ni más ni menos que de “caer en el olvido”. Vale decir, de lo contrario: terror angustioso de la existencia acorralada que contagia de inferiorid­ad a la vida. A la vida escrita tal como la pensó Javier Marías. Joseph Brodsky, para promediar una canción boba, que juega con los tropos como un malabarist­a con naranjas sin rumbo, llega a la siguiente pregunta (que no por fatídica deja de ser retórica): “¿para qué existe el olvido/ si después viene la muerte?”.

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AFP
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336 págs.
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DOSCIENTAS SESENTA Y SIETE VIDAS EN DOS O TRES GESTOS E. Baroncelli Trad. Natalia Zarco Periférica 336 págs. $ 470

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