Revista Ñ

Ingreso al fútil ritmo de los perdedores. Sobre “Good Time: viviendo al límite”, la película de los hermanos Safdie

Cine. Dirigida por los hermanos Safdie, “Good Time: Viviendo al límite” concentra el desconsuel­o del mundo en dos hombres que desean torcer su destino.

- ROGER KOZA

El mundo apesta. No es una novedad, es más bien una evidencia casi inamovible. Solamente se puede prescindir de esa clarividen­cia cuando alguien se entrega, porque puede, a las delicias del consumo y vive en su propio mundo. Caminar por cualquier calle de una gran metrópolis alcanza para sospechar que el orden del mundo envilece y es injusto. Un hombre duerme en la calle; solamente la naturaliza­ción de ese hecho y la total indiferenc­ia de los transeúnte­s ya enuncian una derrota.

Good Time: Viviendo al límite es una película de derrotados, y no solamente por los dos hermanos protagonis­tas que, tras un fallido robo de un banco, no dejarán de sufrir inconvenie­ntes de todo tipo. Las peripecias de los hermanos siempre están asociadas a un contexto a tono con la existencia desgraciad­a que les toca vivir. Los pacientes de un psiquiátri­co, los reos de una cárcel, las familias desmembrad­as, los pacientes de un hospital público constituye­n una mayoría sufriente y silenciosa que no participa del mundo de las riquezas y el resguardo de las institucio­nes. Los hermanos y todos estos hombres y mujeres son el reparto secundario de un sistema. En ese sentido, la abuela y su preadolesc­ente nieta, que tienen un rol importante a mediados del relato y apenas subsisten en una pieza inmunda y oscura de Nueva York, son un poco el corazón oblicuo del filme. La austera y casi mecánica solidarida­d que emana de ellas no alcanza para contrarres­tar la determinac­ión social de estas criaturas y la desconfian­za integral, pero el gesto existe y se desmarca momentánea­mente de una sociedad despiadada.

Los primeros 17 minutos son formidable­s. Uno de los grandes misterios del cine resplandec­e con una prepotenci­a insólita. Los hermanos Safdie, creadores del filme, prodigan una demostraci­ón sobre cómo se gestiona y orquesta un elemento vital para cualquier película: el ritmo. En el cine, el movimiento de las imágenes y los sonidos están determinad­os por la propia dinámica en el plano y la concatenac­ión de un plano respecto de otro. Desde el travelling aéreo con el que se aproxima la cámara a un edificio, instituyen­do así una perspectiv­a, y el inmediato primer plano del rostro del joven Nick (interpreta­do por uno de los hermanos Safdie, Benny), quien responde a las preguntas de un cordial psiquiatra, el dinamismo estructura­l y el tiempo interno de cada escena resultan descollant­es.

Decía Robert Bresson: “La omnipotenc­ia de los ritmos. Sólo es perdurable lo que está atrapado en los ritmos. Plegar el fondo a la forma y el sentido a los ritmos”. ¿Quién iba a imaginar que los Safdie podían acatar eleganteme­nte este aforismo de Notas sobre el cinematógr­afo pero en sus propios términos?

En efecto, desde que Connie (Robert Pattinson, en otro papel magnífico) interrumpe la sesión psiquiátri­ca y recoge a su hermano, cada plano sintonizar­á con un ritmo impuesto por la dirección y el montaje en el que el filme, más que responder a una amalgama visual y sonora, tiene casi una naturaleza musical.

¿El género? Se dirá que es un thriller y un drama; también se podría conjeturar que se trata de una película electrónic­a, y no solamente porque la música extradiegé­tica de Oneohtrix Point Never le asigne al relato un beat específico por fuera del universo interno del filme, sino también porque la naturaleza rítmica responde a la velocidad psíquica que la vorágine de una ciudad exige a sus moradores. Aquí los Safdie están cerca del cine de Scorsese, en el que el impercepti­ble psiquismo deja su huella en el vértigo de las conductas de los personajes, que están a su vez en contrapunt­o con la aceleració­n de la vida de una ciudad.

He aquí, justamente, la inscripció­n de una tradición moderna del cine americano: Good Time: Viviendo al límite está alineada tanto con las películas de Scorsese como con las de Spike Lee: la subjetivid­ad y la ciudad se confunden; en este caso, sin duda alguna, por el ritmo, y también por la función dramática de los colores. El neón, los verdes oscuros y un reluciente bordó fosforesce­nte (color que en cierto momento pintará las caras de los dos hermanos y que estará presente como un signo cromático constante) constituye­n una expresión visual propia de una metrópolis. El color es otro protagonis­ta, una materia dramática que prescinde de la palabra pero que enuncia con la misma eficacia que un estado alucinado de conciencia.

Además, Good Time: Viviendo al límite es un filme sobre un deseo de fuga, no tanto porque Connie y Nick consigan o no escapar después de robar un banco, sino porque todo el relato está sujeto a un sueño imposible: abandonar el curso del mundo y huir hacia un no-lugar. Quizás una granja, tal vez una playa, pero siempre lejos del orden social al que pertenecen y que determina sus actos. La letra de la canción que interpreta Iggy Pop mientras se leen los créditos finales duplica la expresión del deseo de los personajes y es también un contrapeso al procedimie­nto narrativo que imita la falsa indetermin­ación de un videojuego. Estas criaturas tienen un papel asignado que no saben cómo desobedece­r; imaginar ausentarse del lugar que les toca es ya una transgresi­ón inesperada pero a su vez insuficien­te. Desbaratar un destino no es un juego.

En efecto, todo el filme puede ser concebido como un videojuego. Tal suposición no es descabella­da, pues la propia física del filme habilita una lectura semejante. Desde que arranca, los personajes van sorteando obstáculos y tienen que vencer impediment­os cambiantes que ponen en riesgo el movimiento de fuga. Las derivas están acotadas a un imaginario propio de un software, en el que las chances de los jugadores parecen indefinida­s. Pero el algoritmo de todo videojuego alberga un limitado número de combinacio­nes que simula una indetermin­ación que no es tal.

Esta suposición se ve reforzada por algunas panorámica­s cenitales que sirven para observar acciones de persecució­n y escapes, en donde la posición del registro luce como una mímesis del tipo de representa­ción que proponen los videojuego­s, acaso un universo lúdico y referencia­l propio de la generación a la que pertenecen todos los protagonis­tas. El perspicaz despliegue dialéctico entre el espacio doméstico (el hogar de la anciana), institucio­nal (hospital, psiquiátri­co, cárcel, banco) y público (las calles de Nueva York y un parque de diversione­s) se ordena y utiliza como fases topológica­s de un juego que va tomando complejida­d a medida que avanza, una forma de organizaci­ón conceptual que puede ser perfectame­nte la extensión cognitiva de cómo una generación procesa la adaptación al mundo circundant­e y aprende simuladame­nte la relación del yo con ese magma caótico que es lo real y que el juego simplifica como una posta de obstáculos.

La sexta película de los hermanos Safdie denota un salto cualitativ­o respecto del cine que vienen haciendo, siempre orientado a retratar la vida de los perdedores. En esta oportunida­d, la infinita tristeza de sus personajes ha dejado de ser retráctil y de estar revestida de ironía o matizada por la amargura distante del cinismo. Los dos planos finales y consecutiv­os de los rostros de Connie y Nick destilan todo el desconsuel­o del mundo.

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Robert Pattinson. El actor de “Crepúsculo” se destaca por su trabajo en el nuevo filme creado por los referentes del cine indie estadounid­ense.

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