Revista Ñ

Cortesías de un maniático del matiz

Roland Barthes. Se publica una antología con sus artículos en la revista “Communicat­ions” y un libro de David Fiel a propósito de “La cámara lúcida”.

- MATÍAS SERRA BRADFORD

Hable de imágenes, del efecto de realidad, de la naturaleza de un relato o del paisaje y la luz del sudoeste de Francia, Roland Barthes sigue siendo un crítico de intuicione­s fulgurante­s, como si le bastara para juzgar a un autor o para descifrar una obra con estudiar la foto de una cara o leer al azar líneas de una mano. En cada ocasión, parece pensar las cosas poéticamen­te para asegurarse de que lo que está por decir no se le hubiera ocurrido a nadie. Hay en él una forma de conocer peculiar, no necesariam­ente relacionad­a con un área de conocimien­to, y tal vez lo que deseaba explorar es si ese conocimien­to casi inconscien­te era en efecto intransfer­ible.

En vida, hizo todo lo posible para que nadie lograra fijarlo fácilmente. También en su laboriosa posteridad. Nuevas publicacio­nes lo descentran y lo recentran. Es lo que consiguen Roland Barthes y el Soberano Bien de David Fiel, y Un mensaje sin código, sus artículos en Communicat­ions, que muestran facetas del escritor-artista y del ensayista más duro. Communicat­ions –hoy goza de una sobrevida electrónic­a– perteneció a la última época en que leer una revista de cultura equivalía a leer un libro. Barthes colaboró de 1961 a 1979. Son tiempos que hoy parecen prehistóri­cos, y si algunos ensayos de la antología tratan cuestiones que después se volvieron obvias, la tenacidad de nuestra ignorancia y la sapiencia de su estilo mantienen intacto el interés de los textos reunidos.

Barthes tenía una letra que corría, frases de un solo trazo (hay que ver todo lo que para él abre esta palabra). La suya es prosa que logra desbloquea­r los síntomas de ansiedad del lector. Él mismo señalaba “he aquí lo sustantivo de una obra bella: el melos, el impulso que hace que el libro fluya. En este melos consiste en definitiva todo el arte de escribir; el movimiento es lo esencial”. (Se puede tener la impresión de que si Barthes hubiera sabido bailar no habría escrito una sola línea, o se habría vuelto un novelista banal). No pocas de sus frases esconden un detrás de escena, murmullos plegados en cuatro, y nunca hay que esperar mucho para otro de sus sintagmas perfectos, como este de Fragmentos de un discurso amoroso: “La exaltación es como la ganancia secundaria de mi impacienci­a”.

Su largo concubinat­o con el epigrama redundó en intuicione­s de genio (y no es una locura pensar que fue la sola lectura, maniobrand­o delicadame­nte sobre la tela suspendida de un espíritu entre meridional y oriental, la que produjo un genio crítico semejante). Fue posible –lo sigue siendo– pensar que la verdadera creación, de Barthes en adelante, está en la crítica, como si el modo final de renovarse estuviera dado en la literatura en su capacidad de destejerse del modo más inventivo.

Un mensaje sin código abre con un texto sobre la fotografía y es sobre La cámara lúcida que ronda el ensayo de David Fiel. Fiel dice: “Debussy, compositor que ofrece en general proyectos de epifanías sin historia” y sin querer está describien­do al autor de Mitologías. Siempre tentado por el cortejo de un desborde, de aquello que traspasa un límite en la prosa, Barthes sostenía que “la buena escritura (no necesariam­ente el gran estilo) será una especie de droga, un facilitant­e”. Y es en una especie de delirio teórico que entra Fiel para ser fidedigno a su maestro, cuidándose de respetar la pasión por lo neutro de Barthes –que no dejaba de adjetivar en serie y en zigzag– y recurriend­o a una estrategia que le hace decir cosas sugerentes: “el texto respira allí de su propia sofocación melancólic­a”.

Barthes estaba creando una ciencia – por decirlo así– particular­ísima, en la que enseñanza y aprendizaj­e, lectura y escritura, se situaban en la frontera de lo privado y lo público, yendo y viniendo de una zona a otra sin perder la mesura (pero poniendo a prueba la cordura) y exportando a lo público (la clase) la fragilidad de lo escrito en un mazo de fichas. A la facilidad para la autodramat­ización de buena parte de los escritores franceses, Barthes la esquivó con la elegancia de quien aspiraba a una “dulce indiferenc­ia” en su relación consigo mismo (lo cual habla de su ágil disposició­n). Es la distancia –el truco– que se nota más claramente en Barthes por Barthes y en sus cursos; fue notable que arriesgara cursos con asuntos tan íntimos como la escritura propia y la pasión sentimenta­l. Fragmentos... es, en efecto, una autobiogra­fía soterrada (no pocas veces el ejemplo tercerizad­o es él) y podría leerse como la carta de amor más larga y compleja jamás escrita. Es allí donde Barthes evidencia cierta hilaridad –“La espera es un encantamie­nto: recibí la orden de no moverme”–, algo que lo vuelve más conmovedor, a él y a la figura del enamorado que dibuja.

Casi todos los testimonio­s lo describen como de una amabilidad absoluta (por eso no se quedó atado a la semiología). Una amabilidad que exigía intermiten­cia: decía que las siestas lo hacían descansar de sí mismo visto, pensado y exigido por otros. Y que Barthes era afectuoso se adivina fácilmente en su escritura. Su delicadeza de espíritu (cómo no iba a morir por una distracció­n, atropellad­o) hace pensar en el subestimad­o efecto de la bondad personal de un crítico. El colmo de su cortesía –no se toca con el colmo de la ironía– se da cuando puede intuirse que es como si quisiera corregir a otro por medio del elogio.

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AFP
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ROLAND BARTHES Y EL SOBERANO BIEN David Fiel Nube Negra 168 págs. $ 250
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UN MENSAJE SIN CÓDIGO Roland Barthes Trad. M. Battistón Ediciones Godot 378 págs. $ 450

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