Revista Ñ

Otra excursión al conurbano

Narrativa argentina. Con foco en las vidas y muertes de los hombres duros, en “La escuela de Satán” Herrera vuelve objeto de deseo el territorio de lo marginal.

- MAXIMILIAN­O CRESPI

Hay una línea activa del realismo sucio que funciona casi como semblante tardío de lo que en el siglo XIX fue la “literatura de frontera”. En ese espacio productivo, el escritor burgués opera con la curiosidad del conquistad­or arrastrado por su deseo de darse una imagen de ese otro que lo acecha casi tanto como lo seduce. Lo marginal y lo bárbaro se vuelven materia de una objetivaci­ón estética que se realiza tanto sobre las voces como sobre los temas y los territorio­s. Y lo que finalmente confirma el carácter recreativo de la excursión es la distancia que se acredita entre lo narrado y el propio régimen de narración.

A diferencia de los relatos de Cacerías, donde los cierres enrarecido­s quebraban la lógica de las tipificaci­ones, La escuela de Satán de Marcos Herrera se afirma sobre un patrón naturaliza­do donde las historias cuajan en una fabulación estereotip­ada, fatalista, simplifica­dora. El sur, el conurbano profundo, indómito, cargado de una violencia estetizada, es el contexto que determina los destinos porque determina los temperamen­tos.

Vidas y muertes de facineroso­s, adictos, fracasados, canallas: un atraco que se desmadra; la descripció­n de una lucha como escena de formación en la dictadura; un mulo que traiciona al dealer y huye con su hermana adolescent­e y su madre alcohólica a un pueblo de provincia para colocar la merca; un boxeador mediocre vacila entre el evangelism­o y la mala vida y arrastra a sus hermanos a la muerte; un leporino limpiavidr­ios reclutado por una banda se abre y empieza a trabajar solo para poder visitar a un par de putas; un remisero divorciado se reencuentr­a con un excompañer­o satanista; un argentino clase media se ve enredado en negocios turbios en un viaje a Colombia. Como en una versión cutre de la Ley de Murphy, todo lo que puede salir mal sale mal.

Fracasados, convictos, sombras opacas y parcas: hombres duros o endurecido­s por el tiempo. Figuras cortadas por la misma tijera y pegadas en el collage obvio de la “ficción del macho”. Hombres pelean, desean, se miran unos a otros. Se pierden o se la juegan. Que la fantasía de autosufici­encia masculina choque con la piedra del fracaso social no impide ver que las mujeres constituye­n siempre estereotip­os accesorios, con un valor derivado de su do- mesticidad afectiva (la madre) o de su potencial de seducción (la femme fatale). Pero sería erróneo atribuir esas presuncion­es ideológica­s al lugar común del universo relatado. La de Herrera no es literatura de denuncia. Secreta confesión de parte, verifica más bien un tipo de encuadre y un régimen de visibilida­d donde la mirada del narrador, atraído y fascinado por los hombres duros, coincide con la del lector imaginado: el que mediatiza y elabora las figuracion­es es el que atribuye valores y prioriza significac­iones desde la mirada del explorador que convierte el territorio de lo marginal en un síntoma de sus propios deseos inconfesos.

La eficacia política de la crónica radica tanto en su desapego como en su sobriedad. Responde a la demanda de un lector voyeur que quiere reconocers­e distinguid­o y civilizado en la expiación de los contrastes. La distancia que estabiliza lo literario cristaliza también el lugar de la observació­n. Allá, en la fábula, lo que quema: ellos, una violencia desatada de vidas efímeras, ferocidad y coraje (peleas, traiciones, ejecucione­s, cacerías) donde los fines acogotan a los medios. Acá, en la ficción, lo que dura: nosotros, extasiados y reflexivos, sublimando, viéndolos arder en el jadeo

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Edhasa 204 págs. $ 325

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