Revista Ñ

De indicios, ruiseñores y herbarios

Ensayo. Apasionant­e investigac­ión acerca de los avatares de la lectura en la civilizaci­ón bizantina durante sus más de mil años de historia.

- SOFÍA TRABALLI

Un comandante del Imperio, llamado Juan Sinadeno, invierte una fortuna en poblar su biblioteca de preciadas obras clásicas. Lejos de allí, en el monasterio de la Montaña Negra, los monjes trabajan mientras escuchan la lectura de la Biblia para edificació­n de sus almas. Al mismo tiempo, en la ciudad de Antioquía o tal vez en Gaza, cierto erudito lee una epístola frente al público, y es tal la musicalida­d de su voz, que convierte la letra escrita en canto de ruiseñor. Escenas como estas iluminan las páginas de Leer en Bizancio, ensayo de Guglielmo Cavallo que traza la historia de las prácticas de lectura en el mundo bizantino, los rasgos de esa “mentalidad libresca” que supo conceder al libro el valor de una autoridad sagrada, de una necesidad esencial para la vida.

Cavallo plantea que es la lectura de libros –y no de otros productos escritos– la que define a un sujeto como lector. Partiendo de esta premisa, y tras considerar la difusión y distribuci­ón social del alfabetism­o, el autor propone diferentes “figuras” de lector bizantino, sin forzar sus contornos ni desatender sus matices.

En paralelo, examina el carácter de los textos leídos, las modalidade­s y hábitos de lectura, las redes de circulació­n de los libros y sus variadas formas materiales en función de su uso. Un capítulo aparte merece la cultura monástica, fenómeno de gran incidencia en los modos de leer de toda la sociedad. Acerca de la presente edición del ensayo –antes publicado en francés, griego e italiano– cabe señalar que incorpora correccion­es y modificaci­ones, un bello repertorio de láminas a color, y una actualizac­ión bibliográf­ica.

La escasez de vestigios directos y la compleja interpreta­ción de indicios hacen de la reconstruc­ción de esta historia un verdadero desafío, una atrapante labor detectives­ca. En busca de tales huellas el investigad­or sondea fuentes diversas: documentos, textos literarios, manuscrito­s conservado­s, catálogos e inventario­s de biblioteca­s. Y lo que es, sin duda, una joya del registro paleográfi­co: una serie de notas marginales dejadas en los códices por lectores célebres o anónimos, intervenci­ones que echan luz sobre sus actitudes y emociones frente a la obra leída.

Con notable erudición y en diálogo con otros expertos, Cavallo logra restituir, a partir de sus rastros materiales, la heterogene­idad de las prácticas de lectura, y sus continuida­des y cambios en el curso de un milenio. Resulta destacable la fértil utilizació­n de la casuística como herramient­a metodológi­ca, y la estrecha relación establecid­a entre los fenómenos analizados y el contexto político-social en que se inscriben. También la cautela con que el autor presenta sus hipótesis allí donde la fragilidad de los indicios no le permite avanzar a paso firme. Valga como ejemplo el intento por delinear el perfil del esquivo “lector común” bizantino, del que poco dicen las fuentes.

Hacia el fin de esta extraordin­aria pesquisa, Cavallo refiere el caso de uno de los ejemplares del famoso herbario de Dioscóride­s. En el año 512 integraba la biblioteca de una dama aristocrát­ica interesada en las ciencias; en el siglo XV, el mismo manuscrito era utilizado en un hospital como manual de consulta médica.

Leer en Bizancio nos recuerda que la lectura “no es una invariante antropológ­ica”, sino una práctica ligada a tiempos, personas y contextos. Un acto polimodal e inagotable, como lo definiera el filólogo Vítor Manuel de Aguiar e Silva. Y nosotros, desde el siglo XXI, ¿cómo leeríamos el herbario de Dioscóride­s?

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