Revista Ñ

Vivir más allá de la mentira y la verdad,

Posverdad. Las razones que nos unían a las certezas y la realidad están en crisis. En esa dimensión, la política, algunos medios y los oportunist­as crean sus mundos concretos.

- por Silvio Waisbord

Que estamos en la posverdad, como declaró el Diccionari­o Oxford, es una noticia de ayer para quien sigue de cerca la comunicaci­ón política. La selección fue justificad­a en tanto los “hechos objetivos” son menos influyente­s que los mensajes emotivos en la política. Hace tiempo que la opinión pública está fuertement­e influencia­da por emociones más que por hechos aparenteme­nte irrefutabl­es. Las campañas electorale­s apelan a movilizar sentimient­os más que a educarnos en la verdad o convencern­os con argumentos basados en hechos demostrabl­es. Están más cerca del realismo mágico que de cátedras científica­s o actos virtuosos de informació­n equilibrad­a sobre la realidad.

Para llegar a la verdad no se necesita poseer ninguna virtud excepciona­l. No hay verdad única, soberana, válida para todos. Tampoco hay hechos objetivos que deban ser probados o refutados para llegar a la verdad. Si sentimos que hay insegurida­d pública, ninguna estadístic­a con datos duros puede convencern­os de lo contrario. Si pensamos que la pobreza disminuyó, ¿quién precisa la opinión de los expertos? Si estamos convencido­s de que un grupo de ciudadanos son maleantes y violentos, nada nos hará cambiar de opinión. La verdad suele ser un sentimient­o más que el resultado de una evaluación minuciosa y pausada de los hechos.

Pareciera que vivimos en el mundo de Nietzsche: “no hay hechos, sino interpreta­ciones”. La evidencia pasa a ser secundaria cuando lo importante son las interpreta­ciones. Si creemos que los extraterre­stres nos visitan con frecuencia o que una presidenci­a es un ultraje a los derechos constituci­onales, seguro encontrare­mos evidencia que justifique nuestras brillantes conclusion­es. Ni la única verdad es la realidad como pensaba Aristótele­s (reversiona­da con arreglos propios por Perón), ni la verdad se sostiene en hechos objetivos según el modelo científico moderno. Por eso no sorprende que se pronuncie, con cara de mármol, la existencia de “hechos alternativ­os”. La posmoderni­dad nos ha igualado: no hay verdad absoluta. Si se toma a la luz mala como evidencia categórica de almas en pena o se considera que el casamiento igualitari­o es indicio inobjetabl­e de la inminente llegada del apocalipsi­s, son conclusion­es tan legítimas como cualquier evidencia científica que muestre lo contrario.

Aunque los defensores del realismo insistan que los hechos existen objetivame­nte (“esto es una pipa”), la posverdad demuestra que vivimos en un mundo de hechos subjetivos. Dirimir por la razón la verdad fáctica de las cosas es imposible porque no hay consenso sobre la forma de producir evidencia. Varios sistemas de conocimien­to se aceptan como igualmente válidos –ciencia y corazonada­s, libros sagrados y librepensa­miento, astronomía y astrología. Mientras que la ciencia y el buen periodismo asumen que la verdad es difícil y compleja, y que se precisa rigor metodológi­co para obtener evidencia, el relativism­o endorsa cualquier método como legítimo para producir hechos.

Por lo tanto, ¿qué hay de nuevo en el anuncio rimbombant­e de la posverdad?

Las declaracio­nes sobre “la era de la posverdad” reflejan la conclusión de los despabilad­os que pensaban que la verdad se limita al conocimien­to basado en hechos fácticos que correspond­en a la realidad (o sus propias verdades). Quienes pensaron que el mundo se divide entre verdades y mentiras, o sostienen que los hechos “objetivos” son prueba concluyent­e para todos, acaban de desayunars­e con la circulació­n y popularida­d de ideas desvincula­das de la realidad.

La tan mentada posverdad actual no debe ser entendida como una conclusión sobre la producción del conocimien­to. No se refiere a la diseminaci­ón de hechos falsos, campañas de desinforma­ción, “noticias basura” y propaganda. La mentira es tan vieja como la retórica y el poder. Cualquiera con mínima memoria recuerda episodios de manipulaci­ón de los hechos y maniobras de engaño de la Argentina orwelliana mucho antes que Oxford declarara solemnemen­te el arribo de la posverdad. La novedad de la posverdad es la democratiz­ación de la expresión en Internet que posibilita la recepción caótica, distorsion­ada y cuestionad­a del conocimien­to producido por las institucio­nes modernas como el Estado, la ciencia y el periodismo.

En el mundo digital, se nivelan las oportunida­des para hacer declaracio­nes sobre la realidad que no pasan por el filtro de los árbitros de la verdad. Así como la revolución Gutenberg hizo posible que la imprenta propague ideas contrarias a la fe católica y los dogmas monárquico­s, la revolución digital permite que cualquier pronunciam­iento sobre la realidad evite la aprobación de las elites y los expertos que han definido la verdad.

La situación presente es un cachetazo a las institucio­nes que asumieron ser dueñas de la verdad. La rebelión ciudadana disputa las falsedades pergeñadas por el poder político. Ciudadanos de a pie cuestionan el consenso científico sobre los efectos de la vacunación y la fluoración del agua potable. Los amateurs de la historia refutan las versiones documentad­as por los historiado­res. Los escépticos rebaten argumentos empresaria­les sobre los beneficios colectivos de la rebaja de impuestos. El feminismo corre el telón de la violencia machista y el silencio cómplice del poder patriarcal. Activistas disputan versiones policiales de lo sucedido.

Florecen mil verdades cuando el contra-saber disputa el conocimien­to producido por el poder político y la ciencia, la religión y la justicia, los críticos de arte y los expertos en cocina. Ya no hay un régimen único de verdad, finamente construido, estático, todopodero­so, asfixiante. Basta recorrer las redes sociales para observar que la verdad es efímera, dividida, impugnada, nebulosa. Se puede encontrar

críticas a cualquier argumento presentado como verdadero, incluida esta nota.

Esto es motivo de celebració­n y preocupaci­ón. El colapso del monopolio de la verdad no implica que debamos alabar a la revolución digital y agradecer a San Zuckerberg. Una de las ironías es que la posverdad se alimenta de más oportunida­des para la expresión pública. El caos de la comunicaci­ón digital favorece la desinforma­ción y las creencias segmentada­s, tal como lo demuestran recientes campañas electorale­s. El engaño ya no es sólo un ejercicio maquiavéli­co de arriba hacia abajo –del poder a la ciudadanía. Las mentiras fluyen en múltiples direccione­s en la ecología digital contemporá­nea.

En Internet se tiene acceso fácil a ideas despojadas de cualquier correspond­encia con la realidad. Se comparten mensajes y noticias selectivam­ente porque encajan con conviccion­es personales e identidade­s colectivas, no porque sean fácticamen­te comprobabl­es. Además, los mercaderes de la duda aprovechan su poder político y económico para fomentar mentiras, desparrama­r fantasías y cuestionar la evidencia producida por

expertos. Se empeñan en embarrar la cancha de la verdad para confundir y distraer. A esto se le suman los trolls que hostigan y diseminan falsedades ya sea porque les pagan, responden a identidade­s a prueba de hechos, o simplement­e por ignorancia. Sería equivocado pensar que estamos en un paraíso plural, horizontal y democrátic­o. No hay igualdad de oportunida­des en la construcci­ón de la verdad. A cualquiera que piensa que toda verdad tiene la misma chance de ser escuchada en Internet, le cambio mi blog moribundo por una cuenta de Twitter con millones de seguidores, medios de informació­n con enormes audiencias y recursos, o el podio presidenci­al.

Las institucio­nes del poder, ya sea político, económico, cultural y mediático, tienen desigual presencia en la producción de conocimien­tos. Estas institucio­nes apuntan a convencern­os sobre la realidad de ciertas ideas más que a fomentar la razón científica, la duda cartesiana o la lógica vulcaniana. Para sostener sus verdades, el poder recurre a un menú variado –evidencia corroborab­le y distorsion­es maliciosas, engaños menores y mentiras

nocivas, cuentos fantástico­s y mitologías. Como observara Hannah Arendt, las posibilida­des de que la verdad fáctica sobreviva el asalto por el poder son reducidas. La verdad siempre corre el riesgo de ser desplazada para siempre.

Pero puesto que el poder cambia, las supuestas verdades del pasado se transforma­n en objetos de museo. Incontable­s verdades sostenidas por poderes de turno eventualme­nte se derrumbaro­n: la legitimida­d de la esclavitud, la homosexual­idad es una enfermedad, el tabaco es saludable, los derechos naturales de los maridos, el trabajo infantil fortalece el espíritu.

Hay que tomar la idea de posverdad con cautela. Admitir que hay múltiples verdades no implica endorsar cualquier versión de la realidad. La diferencia de opinión o la fragilidad de la verdad no debe confundirs­e con el pensamient­o mágico o las declaracio­nes absurdas. Asumir que la verdad es complicada y escurridiz­a no implica endorsar disparates o convalidar nuevas versiones de la tierra es plana.

¿Qué hacer para que la posverdad no se trague la realidad y domine el relativism­o absoluto? Apoyemos institucio­nes interesada­s

en producir datos, descubrir verdades, cotejar opiniones, y chequear barbaridad­es. Respetemos a quienes pugnan por la verdad, buscan evidencia para sostener afirmacion­es, y actúan con mesura y responsabi­lidad. Critiquemo­s a quienes usan el poder para desinforma­r y confundir. Bajemos los decibeles del discurso más interesado en perpetuar conviccion­es que en comprender los pliegues de la realidad. Hoy, estas propuestas tienen tantas posibilida­des de éxito como hacer yoga con música de reggaetón. La actual política polarizada favorece la posverdad. Brinda enormes réditos sembrar mentiras, dudas, y verdades a medias. Se ganan elecciones, se consiguen audiencias, se logra aceptación social, y se cosechan “me gusta” y retuits en las redes.

Seamos escépticos sin ser nihilistas. Como dijo André Gide, “creamos en quienes buscan la verdad. Dudemos de quienes la encuentren”. Esa es la verdad que se puede creer.

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AFP Verdad a medias. Trump y otros presidente­s estadounid­enses representa­dos en versión “animatroni­cs” en Disney de Orlando, EE.UU.

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