Verdades fácticas, de Nixon a Trump.
El neologismo en boga refiere tanto al siempre conflictivo vínculo entre verdad y política como a fenómenos que permean el discurso político de hoy, en los que la distinción entre verdad y mentira deja de tener carácter determinante en el juicio de la gente; los hechos objetivos o “verdades fácticas” influyen menos en la formación de la opinión pública que las apelaciones a la emoción y las creencias personales.
Trump es el ejemplo más claro del uso extensivo de esta política “de la posverdad”. El uso de twitter tanto para anuncios importantes como para difundir mensajes resonantes e invectivas, como el de los videos islamófobos, fue justificado así por la vocera de la Casa Blanca: “Sea o no real el contenido, el mensaje que quería enviar sigue siendo válido: conseguir que se genere una conversación…”. En este ejercicio del poder comunicacional se la tilda de “noticia falsa”, cuando resulta útil o funcional al propio relato, “hechos alternativos” que alimentan esa “conversación” entre el líder y la audiencia.
De Watergate y los Papeles del Pentágono en tiempos de Nixon, a Wikileaks, la “trama rusa” y los nue- vos populismos, los abusos del secreto y espionaje oculto en operaciones de engaño y manipulación que imperaron durante la Guerra Fría mutaron en la liberación masiva de información, operaciones de difamación, producción de escándalos y noticias trucadas, perforación de la privacidad y filtraciones orientadas hacia objetivos precisos.
La Unesco le dedicó un coloquio al tema y un número de la revista Correo examinó el impacto de las transformaciones que afectan al periodismo, entre ellas la fragmentación de audiencias, desinformación, informaciones erróneas y concepto de ‘noticia falsa”. Allí escribe Divina Fraug-Meigs, profesora de la Sorbona y especialista en alfabetización mediática: “Hemos pasado de un ‘universo azul’ a uno ‘negro’; es decir de la navegación somera, la cháchara y el tecleo en plataformas controladas por GAFAM (Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft) a las minas de extracción de información tóxica con fines de manipulación y desestabilización”. La neutralidad de las redes viene sufriendo duros embates, desde el “Rusiagate”, la constatación de la interferencia rusa con campañas de noticias falsas en las elecciones de los EE.UU. y otros procesos electorales y políticos en Europa como el Brexit o el separatismo catalán, hasta la más reciente derogación de las regulaciones públicas anunciada en Washington, lo que deja el control de la red en manos de las grandes proveedoras y abre las puertas a un Internet de varias velocidades, peajes y filtros. Mientras tanto, las “amenazas híbridas” ganan peso en los nuevos modelos estratégicos e hipótesis de conflicto. Ciberataques y desinformación pueden desestabilizar países, sin emplear métodos convencionales de ataque, dicen la OTAN y la UE. Entramos en la geopolítica del ciberespacio, en la que se libran guerras no declaradas. Como advirtió Hannah Arendt en 1971, “las mentiras resultan a menudo mucho más verosímiles, más atractivas para la razón, que la realidad, porque quien miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia espera o desea oír”. Aun así, agregaba Arendt: “en circunstancias normales, el mentiroso es derrotado por la realidad”. Y no porque exista una sola verdad objetiva, sino porque de las distintas maneras de aprehender esa realidad, fundadas en hechos fehacientes, es posible discernir mejor y separar la paja del trigo. Pero… ¿vivimos (viviremos) en circunstancias normales?
El gran problema político de los discursos de la posverdad sobre las democracias es la sistemática negación de la realidad y el consecuente desdén por los hechos y la historia que comporta; el “suelo real”, la trama de sentidos compartidos que se crean alrededor de verdades fácticas, diría Arendt, a partir de la cual los ciudadanos podemos comunicarnos e intercambiar en nuestra diversidad de sentidos y perspectivas sobre el mundo común. Acaso de eso se trate también: el ideal roussoniano de “un mundo común” desplazado por el “mundo feliz” de Huxley y el Leviatán de Hobbes.