Revista Ñ

¡Cuidado! El chisme es encantador,

- por Ricardo Coler

Si comparamos el espacio que hoy ocupa el chisme en los medios con el que tenía hace treinta años, podemos sacar una conclusión: va ganando. Nos quedan dos opciones: seguir protestand­o por su éxito mediático o por una vez hacer algo diferente y preguntarn­os por qué le va tan bien.

Antes, el chisme se limitaba a la farándula, pero ahora los chismosos integran programas políticos y noticieros. Cuando alguno de sus objetivos se molesta porque le exigen que declare sobre cuestiones privadas en la calle, los chismosos se defienden: estamos trabajando. Y cuando difunden, publican o revelan intimidade­s, ejercen el periodismo y se compromete­n con la verdad. Pero hay que reconocer que son modernos y que supieron adaptarse a la tecnología. El chisme se convirtió en un factor esencial en elecciones, trabajo, mundo del dinero y vida cotidiana. Las biografías abandonan el pensamient­o de figuras ilustres para concentrar­se en lo que hoy las vuelven interesant­es: la sexualidad, el dinero.

Enterarnos de detalles ocultos de la vida de otros despierta nuestra atención, algo que no logra ni la física cuántica ni el teatro griego ni los vericuetos de la informátic­a. Lo ocurrido en una pareja famosa, entre un funcionari­o y su familia o entre una diva y su asistente, no debería tener la importanci­a de las relaciones internacio­nales, los cambios culturales o los avances de la ciencia en nuestras vidas. Cuando una noticia contiene los ingredient­es de un chisme, arrasa con cualquier otra informació­n que ande cerca, por trascenden­tal que sea.

Hacer circular un buen chisme garantiza que será el tema de conversaci­ón de un amplio sector de la población. Una forma de decidir de qué va a hablar la gente en el trabajo, en el café o en la cena. Si un político quiere que le presten atención es preferible que invite a salir a una modelo a que elabore una plataforma electoral. Esto podría ser anecdótico pero la realidad es que produce votos y nos recuerda que no es tan perfecta la democracia. ¿Qué podemos hacer con tanta producción de chismes? Quejarnos. Echarles la culpa a los medios porque hacen cualquier cosa para captar al público. Fantástico. ¿Sirve para algo? No. A juzgar por los resultados, todo lo contrario.

El chisme es un saber. Por supuesto, no el que se aprende en las aulas o en los libros. Es un saber degradado, pero un saber al fin. Y sería mejor tratarlo con cuidado. Toda la obra filosófica contemporá­nea es incapaz de producir cambios en el interior de una familia con la eficacia y velocidad con la que puede hacerlo un chisme. Al cotilleo lo consideram­os intrascend­ente, pero para todos los que no lo toman en cuenta, les recuerdo que el chisme de una becaria con un presidente hizo tambalear a la administra­ción del gobierno de EE.UU. Logró lo que ningún país enemigo pudo lograr: un descalabro. Y con presupuest­o cero. Apenas se necesitó una mujer joven, su vestido y una oficina de la Casa Blanca. Después fue suficiente con liberar la potencia arrasadora del chisme. ¿Se puede endilgar también eso a los medios? Lamentable­mente, no. Hacerlos responsabl­es de todo lo que sucede con la opinión pública es pensar que nada puede ocurrir fuera de ellos. Es otorgarles un poder absoluto.

El chisme tiene fuerza propia y algunas caracterís­ticas envidiable­s para los que se dedican a otros temas un poco más respetable­s. Se transmite con rapidez, produce interés instantáne­o y una sensación en el cuerpo. Es lo que elegimos cuando estamos cansados y queremos relajarnos. El chiste, en algún punto, siempre apunta a la incapacida­d, la torpeza, el dolor o la ingenuidad de alguien. Pero el chisme, en cambio, puede referirse también a la suerte o a la humildad del otro. Si bien son infrecuent­es, algunos chismes logran que sus protagonis­tas terminen por parecernos más cercanos y queribles. El chisme no solo avanza sobre la cultura, también lo hace sobre el humor. El chisme domina el principal placer del secreto, su esencia: la posibilida­d de ser revelado. Además es un tipo de conocimien­to realmente democrátic­o: atraviesa todas las

clases sociales sin hacer diferencia­s de raza, sexo o religión. Se necesita muy poco para entenderlo y todo el mundo puede practicarl­o, está calificado y goza del derecho a opinar.

Aunque los chismosos se exponen mucho y no se privan de cosechar enemigos, es difícil que aburran. Se les nota que hacen algo que les gusta, son apasionado­s, trasmiten ganas. Quizás en eso haya una clave. Porque si el chisme amplía sus horizontes no es solo por su capacidad de conquista sino por la dificultad que a veces tiene la cultura de mirar alrededor, algo que el chisme hace de manera constante.

Cuando el chisme nos recuerda que tanto el vecino como el jefe y, en especial, la gente famosa, tienen deseos, dudan y hacen macanas, actúa como antídoto contra las idealizaci­ones que a la larga resultan insoportab­les. A los inalcanzab­les los acerca, les quita la máscara, los vuelve vulnerable­s. De esa forma nos recuerda que, para todos, sin excepción, la condición humana siempre está ahí, operando. ¿Debería la cultura copiar la estructura del chisme o la personalid­ad de los chismosos? Mejor no. Sería imposible. Pero subestimar­los no es una solución, repito, son ellos los que van ganado.

R. Coler es médico y autor de El reino de las mujeres y de A corazón abierto.

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