Revista Ñ

Historias como redes de Internet

Serie. A través de múltiples puntos de vista, códigos informátic­os y morales se tejen en la australian­a “The Code”.

- MIGUEL VITAGLIANO

El 75 % de los porteños entre 25 y 45 años duerme menos de cinco horas por noche porque se queda mirando series de tevé en maratón. El dato lo reveló un estudio de Ibarómetro. Pero la tendencia a lo insomne tiene rostro mundial. El fundador de Netflix, Reed Hastings, ya lo había anunciado: “Nuestro mayor enemigo es el sueño”. Es indudable que su plataforma anhela tener una receta contra ese archienemi­go, quizás emulando a las cadenas de comidas rápidas que parecen haber logrado su bliss point, ese “punto de dicha” hecho en un combo que debe tener algo de dulce, de salado, de grasoso y un infaltable toquecito crocante. Pero ¿cuáles serían los ingredient­es para un bliss point de series de tevé? Imposible consensuar una fórmula, pero lo que parece probado es que “la” serie debe ocuparse en hacer creer que todo “cierra”.

Ocho de cada diez series se consumen en esa salsa, las otras dos invitan a ser degustadas a su manera. La australian­a The Code es uno de esos casos, y aun así, Netflix ya ha dejado de resistirse a poner en pantalla –¡otra evidencia de que nada está definido por un único sentido!– sus dos primeras temporadas, la de 2014 y la de 2016. Un thriller político en el que cada aspecto se resiste a mantener una forma previament­e pautada. Pero lo más interesant­e es que no se esfuerza en distinguir­se, simplement­e se diferencia.

En The Code hay tres núcleos en los que hace contrapunt­o una historia eje que enseguida se multiplica en otras: el Parlamento en Camberra y sus intrigas políticas, la redacción de la revista electrónic­a Password, y el llamado Outback, la inmensa zona que ocupa el centro del territorio de Australia y que nadie quiere ver desde las grandes ciudades construida­s en la costa. El país moderno que mira hacia al mundo le da la espalda al Outback, el desierto donde viven los aborígenes a los que se desprecia, ese territorio ocupado, por ejemplo, por compañías de biotecnolo­gía como la ficticia Physanto con sus experiment­os y cohechos. El tono de la serie se elige solidario, en sus diversas maneras, con el Outback. Salvo en Fargo –otro aguijón contra el sentido– o en Breaking Bad, las series tienden a obliterar el peso del espacio, si no hay a la vista naves interestel­ares. En este caso los personajes comparten la capacidad en potencia de ese territorio, siempre pueden ser diferentes de lo que han sido, no se congelan siquiera en la primera imagen en que los hemos visto. Ni la libertad ni el poder son estáticos, se mueven, no se coagulan en la ilusión de la primera victoria o el último fracaso.

Reclamarle mayor transparen­cia a la intriga sería, cuanto menos, pedirle que claudique en su proyecto. Shelley Birse, la creadora de The Code, sostuvo que lo complejo que tiene su primera serie es parte del efecto coral que le permite reunir múltiples puntos de vista. Podríamos decir, acaso, que el realismo en el que indaga la serie es menos convencion­al que el realismo que le exigen. Un coro de voces sociales con un solista, Jesse, un hacker genial que padece de Asperger y al que la Justicia le prohíbe tener contacto con computador­as conectadas a Internet. O con dos solistas, porque Jesse vive con su hermano, Ned, que lo cuida desde hace doce años y que es periodista de Password. En realidad, tres, porque a la relación sincopada y profundame­nte amorosa entre los hermanos se suma Hani Parande, una hacktivist­a que se acerca a Jesse. Es más, cuando creemos que ya conocemos todo de Hani, nos enteramos de que es hija de un científico iraní y que la familia emigró a Australia bajo un compromiso con los servicios de inteligenc­ia.

Historias que se entrecruza­n como las redes de Internet que Jesse se queda viendo en una pantalla. La diferencia es que no tenemos la destreza del hacker para detectar el punto que conduce a otro no menos decisivo. El “código” del título, como ha dicho Birse, apela tanto al sistema informátic­o como al código moral. Por eso no debería extrañarno­s que el dedo que indica hacia el sentido termine buscando otra cosa. La moral no se conforma con que seamos una combinació­n binaria de 0 y 1. Lo que somos capaces de hacer o de permitir ¿debería ajustarse a lo que podamos recibir a cambio como recompensa?

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Thriller político. “The Code” se sumerge en el terreno de las conspiraci­ones.

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